Kepa Otero García

La vida que vosotros me perdonasteis

En el camino de la reparación pediría que si un funcionario policial es condenado por torturas, la pena sea realmente significativa, que no haya posibilidad de indultarles o, por lo menos, que no sea sistemático y que se informe a la víctima.

Mucho se habla últimamente de la construcción del relato en relación a lo sucedido en Euskal Herria en las últimas décadas. Claro, como en todo, se resaltan algunas cosas y a la vez se olvidan otras o se minimizan. Es obvio que especialmente algunos medios, instituciones y personas pasan de puntillas y/o tienen interés en que la tortura no se recuerde. No la tortura como la actividad de un individuo por su cuenta y riesgo, sino la tortura como algo estructural, planificado y sistemático. En este tema hay mucho culpable, están quienes han sido cómplices por omisión, otros que, conociendo la verdad, han mirado hacia otro lado e incluso hay quienes han pensado que los que han sufrido estos martirios se lo merecían.

Hace poco se ha cumplido el veinte aniversario del cierre del periódico en euskara "Euskaldunon Egunkaria" y las torturas a las que fueron sometidos sus responsables, como tantas otras personas que eran detenidas en nuestra tierra por unos u otros motivos. Los casos que más conmocionaron a la opinión pública fueron responsabilidad uno de la Policía Nacional (Joxe Arregi, del que se ha hecho hace algunos días el 42 aniversario) y el otro de la Guardia Civil (Mikel Zabalza). Uno, muerto en la Dirección General de Seguridad y el otro, en Intxaurrondo, aunque apareció en un río. Tampoco se puede olvidar a Joxi Zabala y Josean Lasa, cuyas muertes se atribuyó el GAL y que luego se demostró que se habían producido por acción de varios guardias civiles, entre ellos Galindo, Dorado y Bayo. Pero, junto a ellos, hay un sinfín de nombres y de historias personales. A la cabeza me vienen nombres como Esteban Muruetagoiena, Ana Ereño, Martxelo Otamendi, Encarnación Blanco, Fernando Elejalde, Iñaki Uria, etc. miles de personas que sí, son un número, pero sobre todo y por encima de todo son seres humanos que han sufrido martirio y dolor por parte precisamente de quienes, al parecer, tienen el deber de velar por el cumplimiento de las leyes y deben regirse por los principios que las fundamentan. Cada uno de esos nombres es la historia personal e intransferible de su relación con la tortura. Algo que termina siendo muy difícil de transmitir. Es cierto que tú puedes contar los hechos, detallar las vejaciones, el sufrimiento y es cierto que quien te escucha puede empatizar contigo, puede imaginar el dolor que ello te produjo. Puede entenderte, pero lo que de ninguna manera va a entender es la relación que, de por vida, mantienes con la tortura como acción y con tus torturadores como presencia constante en tu vida. Una vez que lo has pasado, ya no puedes obviar su presencia. Es machacona e inevitable. Llena tus sueños y acompaña tus momentos. Si te nace una hija o tienes otro acontecimiento gozoso puedes disfrutar del momento, sí, pero ella, ellos también estarán presentes.

En mi caso también ayudó que, entre que se presentó denuncia en febrero de 1984 y se finalizó el proceso, pasaron catorce años. El proceso fue una auténtica carrera de obstáculos, empezando por el juez que recibió la denuncia (Varón Cobos) que hizo el comentario de que nunca había visto que la policía pegase y que mostró reticencias ante la presentación de la denuncia. Siguiendo con que yo había sido denunciado por un policía porque –según su versión– yo le había golpeado. En varias ocasiones fue señalada fecha para diligencias y los policías no se presentaron, con diferentes argucias. Se juntaron también problemas de tipo procesal como la anulación de mi personación en la causa por algún defecto. Uno de ellos ya no estaba en la policía y, por lo visto, no había posibilidad de localizarlo. Mi compañero y yo mantuvimos careo con el comisario Julio Hierro y dicha prueba se anuló. En un primer momento, se anula la inculpación de este comisario por prescripción, aunque luego rectificaron los órganos judiciales. Decenas de trabas después, llega el juicio contra los inspectores. Posteriormente, el juicio contra Julio Hierro. Otra vez revivir lo ocurrido, contarlo ante personas que ponen una cara entre de no creerte y de importarles un pimiento lo que estás contando. Finalmente, entre tu testimonio y la labor de tus abogados se consigue que les condenen. (Hay que añadir que Julio Hierro ya tenía una condena anterior por torturas a Ana Ereño). Y su correspondiente indulto. Las penas son absolutamente irrisorias. A Julio Hierro se le condena a dos meses de arresto y dos años de suspensión. Esta fue la pena más grave. A Paulino Navarro se le condena a 2 meses de arresto y 1 año de suspensión. A Jesús Esteban a un mes y un día de arresto y 8 meses de suspensión. Pedro Laiz a dos meses de arresto y un año de suspensión. Siendo la pena tan «grave», vino en su auxilio el gobierno de turno y los indultó.

Desgraciadamente, en la historia que estoy contando, falta un nombre clave: Juan Carlos Elías Abad. Para cuando todo esto se resolvió, él –por lo que nos informaron– ya no pertenecía a la policía. Lo que quiere decir que no fue juzgado ni condenado a ninguna pena. Simplemente, pareciera que había desaparecido de mi vida. Pero no era así, tanto él como Julio Hierro tenían una presencia especial en mi vida, en mis sueños, en mis recuerdos, en la construcción de mi historia personal. Juan Carlos Elías Abad era un policía ejemplar en su función de torturar a los detenidos. Afirmo, sin ninguna duda, que además de su profesionalidad, disfrutaba con ello. Tengo muchos recuerdos sobre ello. Sin embargo, él no fue juzgado, no fue condenado, y no fue indultado. De Julio Hierro supe que de la policía pasó a la empresa privada, le hicieron jefe de seguridad de la Renault, después lo volvieron a recuperar «indultado» para la jefatura de la Comisaría General de Información. Una vez condenado por el secuestro en nombre de los GAL de Segundo Marey le pierdo la pista. Nadie me ha informado de sus derivas oficialmente, todo esto lo he conocido extraoficialmente. De los otros policías no supe nada. Hubiera jurado, igual estoy equivocado, que a otras víctimas se les informa del recorrido vital de sus verdugos. Tenemos, por tanto, la condena del recuerdo permanente, un recorrido judicial abrupto, una condena irrisoria y una absoluta falta de información. Sé que el Gobierno Vasco ha dado algunos pasos respecto a las víctimas de la tortura, creó una comisión en la que estaba Paco Etxeberria y que se dedicó a recopilar casos de tortura en estas tierras. También hubo una comisión presidida por Juana Balmaseda. Se hizo un homenaje a estas víctimas.

Pero tengo que afirmar, aun reconociendo la voluntad, que estos pasos no sirven para nada. Es más, yo como víctima, diría que es difícil encontrar un paso que me dé consuelo. Pero en ese camino, muchas cosas habría que haber cambiado: no obstaculizar la búsqueda de la verdad (normalmente se obstaculiza archivando la denuncia), que, si un funcionario policial es condenado por torturas, la pena sea realmente significativa, que no haya posibilidad de indultarles o esto por lo menos no sea sistemático, que se informe a la víctima como creo que se informa a otras víctimas. Pero por muchos gestos de buena voluntad que se den, esto no va a ocurrir. Porque el estado avala lo que los policías hacen. Por eso, sé que la tortura es estructural y sistemática. Y que los gestos de buena voluntad sirven exactamente para lo que sirven, en todo caso no para reparar la injusticia.

«Permaneció hasta las 8 de la tarde en los calabozos de dicha Comisaría (Burgos), recogiéndole a esa hora los tres inspectores que le habían acompañado en el viaje. En el momento en que le recoge, a juicio del declarante, dos de ellos estaban ebrios y en particular uno de ellos y éste se pone al volante del coche, del cual conoce el nombre, por haber puesto una denuncia al declarante, y dice que se llama Juan Carlos Elías Abad... En un punto determinado del trayecto, detienen el vehículo, siendo obligado a descender del mismo. El dicente manifiesta que iba esposado y sin cordones en los zapatos... y también hacia el final de este tiempo el inspector llamado Juan Carlos le conminó a que se marchase y, como no lo hacía, efectuó un disparo, que, aunque le apunto al dicente, éste no miró y posteriormente oyó el disparo que podría haber sido efectuado al aire, al suelo o ser de fogueo» (de mi denuncia efectuada en Alcalá de Henares a 13 de septiembre de 1984). Puedo, pues, deciros a vosotros que, en efecto, me perdonasteis la vida, pero no os doy las gracias.

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