Olga Saratxaga Bouzas

Las calles son nuestras

Nosotras, las mujeres, seguimos apuntalando una nueva sociedad –la crónica de una lucha con victoria anunciada–, día a día, en el pulso del tiempo.

La impronta feminista, como expresión colectiva determinante en el logro de cambios sociopolíticos estructurales, toma las calles. De manera unívocamente explícita, en fechas precisas: instauradas a modo de preservar sus raíces, regar las nuevas siembras y que nadie olvide siglos de sometimiento y vulneración integral de las mujeres por el hecho de no ser hombres; tras episodios misóginos, culminados en feminicidios; hechos significados; violaciones sexuales, marcadas o no por elementos mediáticos; violencia vicaria...

Nuestra situación discriminada frente a la del humano hombre nos hace vivir una realidad paralela, divergente, en corpus e inmunidad, a la suya. Con objeto de reivindicar nuestros derechos a viva voz; denunciar políticas de exterminio, el negocio de la guerra, el racismo y toda vulneración de libertad –dejando claro que no cejaremos hasta erradicar el heteropatriarcado y la supremacía de género, hasta conseguir darle la vuelta al sistema neoliberal y vaciar sus bolsillos de leyes que provocan la desigualdad y la muerte de millones de personas en el mundo–, articulamos nuestra presencia sobre las aceras, unidas. Sin importarnos el color ni la largura de la falda que vestimos; el escote, descubierto o no; las uñas pintadas o mordidas. Universitarias y obreras; árabes y euskaldunak; con rímel o sin cejas, la mirada.

Siempre atentas a los legados ideológicos que han propiciado la denigración de la mujer tanto en estratos familiares, productivos o de los cuidados, como en categorías profesionales de ciencia, tecnología o arte, en estos días, son nuestras las calles. Actuamos de gestoras solidarias, transpiramos la realidad del planeta. Somos diversidad y realzamos la memoria de las asesinadas. Entonces, llenamos, legitimadas por propia convicción, la hemeroteca de los días memorables. Activistas moradas, en concentración de voluntades, hacemos temblar los cimientos opresores. Escarbamos la arena bajo los adoquines –en la que yacen las quimeras que otras iniciaron–, mientras nos observan con miedo generaciones turbulentas de inquisición.

Año tras año, hasta el siguiente 8 de marzo, el curso de la experiencia feminista continúa enmarcando nuestros días, configurando estelas de historia sobre los anales de la razón, contra los muros de la intransigencia. Por las voces acalladas... las empobrecidas... las prostituidas... las vapuleadas por el quehacer machista con autoridad para emitir sentencias jurídicas... construyendo el relato crítico de las últimas décadas, en una estructura sistémica quebrada.

Nosotras, las mujeres, seguimos apuntalando una nueva sociedad –la crónica de una lucha con victoria anunciada–, día a día, en el pulso del tiempo. Hemos trazado líneas tangibles, con claros volúmenes de empoderamiento. Hemos hecho repensar, reeditar cauce y directrices culturales de roles, de lenguaje inclusivo. Entes corpóreos que obligan, asimismo, a dirigir la mirada política hacia agendas de igualdad operativa; distantes aún de validar la verdadera transformación.

De nuevo toca hacer balance positivo de lo conseguido, a pesar de la cerrazón de ciertos gobiernos, prohibiendo manifestarnos de manera conjunta, y el paternalismo de otros, actuando como tutores motu propio, respectivamente.

Pasado el 8 de marzo, he aquí la evidencia de nuestra responsabilidad comunitaria, protegiéndonos mutuamente. El tejido feminista, en evolución continua, nació para quedarse, fortalecerse y ganar.

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