Fran Espinosa
Politólogo y activista

Las diez leyes universales del cambio político (hasta en Navarra)

Para cerrar mi hipótesis sobre la vacuidad del significante «cambio» permítanme traer a colación la «ley de la navaja de Ockham», un principio filosófico y metodológico que viene a concluir que, en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla tiende a ser la más probable.

La palabra «cambio» es uno de los significantes más disputados en el terreno del discurso político y, con significados muy diferentes, se utiliza indistintamente tanto por la izquierda como por la derecha e incluso, si me apuran, por el centro, (siempre y cuando le otorguemos algún contenido ideológico a dicho espacio geográfico, pues, aunque me es fácil imaginar a ese tipo con ideales al que van a fusilar gritando con rabia al pelotón en un alarde de dignidad «Viva la revolución» o «Viva el Rey» o, por qué no, «Viva el Osasuna», soy incapaz de visualizar a nadie en momentos tan dramáticos lanzando al aire un «Viva el centro» a modo de despedida del cruel mundo).

No en vano, si leen la prensa, escuchan la radio, encienden la televisión o navegan por internet habrán comprobado que lo mismo se apropia del término «cambio» la derecha más reaccionaria (por ejemplo, el trifachito andaluz de PP, Ciudadanos y Vox), o el PSN tras la estela de un Geroa Bai peneuveizado. Y sí, si por «cambio» entendemos la alternancia de partidos en el gobierno, entonces, vale, acepto pulpo como animal de compañía.

Siguiendo con la reflexión nos topamos, de sopetón, con las 10 leyes que, a mi juicio, pergeñan el croquis que nos va a permitir aprehender al sustantivo «cambio» con ciertas garantías en estos tiempos líquidos que corren.

En primer lugar, para que el «cambio» no genere demasiada incertidumbre y nos proporcione algún tipo de anclaje al presente más cotidiano es fundamental aplicar «la ley del gatopardo». La ley del gatopardo, formulada por Lampedusa en su célebre novela homónima, implica aquello de que parezca que todo cambie para que todo siga igual. O sea, que apenas se alteren las estructuras de poder y que lo ocurra, en realidad, es que se «recambian» las élites, produciéndose, a lo sumo, resultados superficiales y cosméticos, que, en definitiva, serán suficientes para satisfacer las bajas expectativas de la mayoría.

Derivada directa de la anterior se pone en funcionamiento la famosa «ley del quítate tú para ponerme yo», pues cualquier desembarco en las instituciones trae aparejado la sustitución de los cargos, carguitos y carguetes, designados digitalmente por el adversario, por los cargos, carguitos y carguetes propios. Si el origen de la palabra «cargo» apela a quien soporta una carga (una responsabilidad), en la mayoría de los casos los únicos méritos para ascender en el escalafón y acceder a los puestos vacantes de segunda y tercera fila son los relacionados con el peloteo y el servilismo a los líderes.

Y es que los líderes acaban sucumbiendo siempre a lo que Michels bautizó «la ley de hierro de la oligarquía», un teorema que explica cómo, con el paso del tiempo, a medida que las organizaciones políticas se burocratizan y pierden democracia interna, acaban dejando a un lado sus objetivos iniciales, centrándose en su propia supervivencia y confundiendo esta con la de sus líderes (y viceversa). El tándem Pablo Iglesias-Podemos supone una clara materialización acelerada de los postulados de Michels.

En cualquier caso, sentencia el refrán, «a cada cerdo le llega su San Martín» (no me sean malos que no me estoy refiriendo a Pablo Iglesias) y Newton y «la ley de la gravedad» terminan imponiendo su autoridad ecuménica al demostrar de manera empírica que lo que suba, tarde o temprano, baja.

Llegados a este punto, hay que aclarar que la ley de la gravedad en política es inversamente proporcional a la velocidad de partida del sujeto estudiado, es decir, cuanto más rápido crezca una nueva formación, menos tiempo estará arriba y mayor será el batacazo que se dé. Es lo que se conoce también como «efecto soufflé», (por un casual, ¿no estarán pensando en Vox o en Unidas Podemos?).

Porque ya sabemos que «la ley de Murphy» (si algo puede salir mal, va a salir mal seguro) es inexorable e impepinable. Y si a ello le añadimos además que vivimos en un mundo regido por la ley de la selva (supervivencia de los más fuertes o «neoliberalismo»), una sociedad donde «la ley del talión» (ojo por ojo y diente por diente) suele ser moneda de cambio (¿de qué cambio?) y un sistema diseñado para que la «ley del embudo» cumple a la perfección su función reproductora (lo ancho para los de arriba y lo estrecho para los de abajo), no parece que hayamos avanzado demasiado en lo que va de siglo XXI.

Para cerrar mi hipótesis sobre la vacuidad del significante «cambio» permítanme traer a colación la «ley de la navaja de Ockham», un principio filosófico y metodológico que viene a concluir que, en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla tiende a ser la más probable.

Sostengo, por consiguiente, que «cambio político» y «transformación social» no son en absoluto sinónimos y que si el primero es cosa de ellos, la segunda nos corresponde a nosotras y a nosotros.

Sacudámonos de una vez la omertá, «la ley del silencio». Pidamos y hagamos lo imposible.

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