Olga Saratxaga Bouzas
Escritora

Libertad condicionada

Incluir a toda una población de no vacunadas en el mismo saco del coco no da muestras de equidad ni análisis racional. Sin más nexo común que marcar la casilla de no vacunación (recuérdese no obligada), no resulta legítimo estigmatizar a personas, asignándoles posiciones de ultraderecha.

Pertenecer a la especie humana supone formar parte del engranaje de etiquetas y celdas de identificación –según el perfil social, económico, sexual o ideológico que más se acerque a nuestra condición visible–, construidas para definirnos y categorizar nuestra individualidad dentro de carpetas y subcarpetas varias, como si de un entorno archivador se tratara. Así, clasificar es un verbo de primera conjugación y valor cuántico inmisericorde.


La existencia de caracteres biológicos sexuales diferenciados nos ha distinguido en significados de género: hombre o mujer, dependiendo de dicha composición. Al tiempo que se han determinado clichés y secuencias de patrón, en función de la misma, por una normativa patriarcal ceñida históricamente a la supremacía heterosexual.

Millones de personas son participantes de primera línea en la desigualdad de identidades no contempladas en el binarismo: multiplicidad de circunstancias personales obviadas, y actitudes de intolerancia que vamos reconduciendo con esfuerzo en favor del respeto y reconocimiento a la diversidad. Nuestra propia autopercepción debería ser el argumento que posibilite un desarrollo pleno en libertad, conforme a la naturaleza que sentimos, aun divergente de las expectativas sociales convencionales.

Supeditados a códigos adversos, los colectivos más vulnerados ven truncados sus derechos fundamentales por no engrosar las filas de lo establecido. Concepciones pretéritas y de presente –en las cuales se acomoda el mal entendido bienestar mayoritario–, subyacen en el acoso y derribo de las minorías, creando una marea restrictiva para variables humanas no incluidas en la gran colección. El lema del todo funciona, si las escogidas están a salvo en el arca bíblica del siglo XXI, impera sobre cualquier coyuntura de derechos humanos. Pueblos sojuzgados por Estados; personas segregadas y/o esclavizadas en (des)virtud de su color de piel, procedencia o deriva bancaria; lenguas minorizadas: reprimidas, perseguidas, desaparecidas... prohibidas en algún momento de su odisea política. La discriminación proviene del poder, pero germina en tierras llanas –bajo la sombra de la pirámide–, a manos de labradores que disputan entre sí, ansiosos de exponer cada cual su merito ante cetros e imponer coronas de espinas al resto.

Una sociedad fragmentada necesita voluntad de resolución para afrontar retos comunes: actuales y futuros. Se precisa un diagnóstico precoz que facilite detectar causas-efectos, posibles fallos de contenido, evitar confrontación mutua… además de extrapolar consecuencias relacionadas con vivencias anteriores, facilitando una interacción cualitativa. Debemos tantear, con sumo cuidado, todo lo que nos haga caer en postulados reaccionarios y erigirnos en paradigma de la buena decisión mientras abanderamos falsos dogmas progresistas.

Durante los últimos meses, la actualidad mediática deambula, impregnada de controversia, entre personas vacunadas y no vacunadas contra el covid-19. Se habla frívolamente de estas últimas como amenaza pública. Evaluaciones de tal índole coaccionan la elección personal en favor de las masas enfervorecidas: aquellas que aplauden en ambivalente dirección, según la oposición del viento. La mirada acusadora hacia la otra es una punta de lanza de consecuencias y repercusión negativas aseguradas, contraindicada en «democracia». Sobre todo, si creemos poseer la verdad absoluta: algo que ni existe ni, por mucho que nos empeñemos, vamos a inventar a estas alturas de la cosmogonía. Arengar los campos semánticos del menosprecio y el insulto no es precisamente atributo de empatía, menos aún ejemplo de corresponsabilidad.

Cuando el discurso se polariza de forma tan exacerbada, aumenta la probabilidad de error y las formas nos pierden. Somos vehementes en nuestra ostentación de criterio, caiga quien caiga. Adalides de la buena conducta y el sobresaliente en formato pasaporte, lucimos medalla de ciudadanas de pro en la solapa de la vanidad. No interesa la calidad argumental, lo importante es acaparar boletos premiados por nuestros actos modélicos. Simplistas, perdemos el equilibrio dialéctico y ético, olvidando que, por esta vida, ya hemos tenido suficiente Apartheid.

Incluir a toda una población de no vacunadas en el mismo saco del coco no da muestras de equidad ni análisis racional. Sin más nexo común que marcar la casilla de no vacunación (recuérdese no obligada), no resulta legítimo estigmatizar a personas, asignándoles posiciones de ultraderecha. Igual que la paleta cromática de grises recorre la distancia de blanco a negro, el horizonte es un bien comunitario que imagino libre para todas.

Construir la solidaridad comienza con un sencillo ejercicio de auto reflexión. Si el derecho de opinar nos avala, la tarea de ejercitar ese derecho en público nos responsabiliza del modo en que vertimos difamaciones contra quienes ni siquiera conocemos. La mayoría, sujetos anónimos, con motivaciones y condiciones distintas: únicas e irrepetibles entre sí.

Empatizar también es lingüísticamente un verbo de primera conjugación. Ni siquiera es necesaria la experiencia implícita para sentir el duelo de la guerra, el horror de los sueños ahogados en el Mediterráneo, sus cadáveres flotando hinchados en aguas de costa, el maltrato policial en demérito de personas indefensas. No necesito palpar la miseria para saber que repudio su origen estructural, tanto como los juicios de valor gratuitos.

Todo indica que esta caza de brujas pretenderá emular oscuros pasajes de la historia. En mi último párrafo, me cuestiono el guion para el próximo capítulo: si tras la lectura de estas líneas, seremos capaces de concederles el indulto o seguirán transitando por una pasarela de libertad condicionada, a medida del capital…

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