Kepa Tamames
ATEA (Asociación para un Trato Ético con los Animales)

Los amigos no son objetos de compraventa

En general, una praxis adecuada de «consumo responsable» debería descartar por defecto la compra de animales, sean estos silvestres o domésticos, pues han de ser considerados como lo que realmente son: seres sensibles –similares en lo fundamental a nosotros mismos–, dotados de legítimos intereses, y por lo tanto merecedores de un mínimo respeto.

Sugerencia general y directa: actuemos con la máxima responsabilidad en estas fechas de tradición consumista por cuanto a la adquisición de animales vivos como regalo.

Se estima que al menos 100.000 animales son regalados durante cada campaña navideña. Y resulta evidente que un altísimo porcentaje se adquiere de forma compulsiva, sin tener en cuenta por tanto las nefastas consecuencias que para las víctimas tiene dicha decisión. Sobre todo en el caso de los llamados «animales exóticos», bajo cuya denominación podemos descubrir prácticamente cualquier especie a la que pueda sacársele una rentabilidad económica: reptiles, pequeños roedores, anfibios, insectos...

La misma adquisición cierra un ciclo previo de desdicha para las víctimas, pues estas son concebidas como simples mercancías, que por tanto se pueden «sacrificar» en parte, mientras las cuentas finales cuadren. Tras la compra, la trayectoria de estos desdichados se repite dramáticamente en la mayoría de las ocasiones. La seducción inicial pronto se torna en pereza al comprobar que el animalito requiere en realidad más cuidados de los que nos habían anunciado. Con independencia de su grupo zoológico, todos tienen importantes necesidades –tanto biológicas como emocionales–, que desde luego no satisfacen ni de lejos en un ambiente tan restringido y pobre como una pecera o un terrario, donde apenas pueden guarecerse de la presencia humana, que, dicho sea de paso, ellos siempre advierten como un peligro potencial. El estrés y una alimentación defectuosa acaban por enfermarles. Pero se trata de seres que, por su propia naturaleza, no consiguen transmitirnos sus emociones de manera tan eficaz como puedan hacerlo otros más familiares, como los perros o los gatos. Se inicia así un proceso de agonía, que en el caso de algunas especies de metabolismo lento puede durar meses, hasta que al final acaban en el cubo de la basura, regalados a terceros o liberados en un medio natural que no es el suyo. En el primero de los casos, no es infrecuente que permanezcan aún vivos cuando son retirados al vertedero. El segundo no suele suponer una mejoría, pues se concibe más bien como una forma rápida de deshacerse de lo que ahora ya es un «estorbo«, con lo que el periplo, para su desgracia, se alarga. Y el tercer supuesto supone uno de los mayores problemas que hoy existen para el equilibrio ecológico, además de convertir a sus desdichados protagonistas en «especies invasoras», siniestra etiqueta que las distintas administraciones no tienen recato alguno en endosarles, a pesar de que buena parte de la responsabilidad en toda esta situación recae precisamente sobre los ayuntamientos, quienes están obligados por ley a exigir cada cierto tiempo a los establecimientos de venta de animales una lista completa de entradas, salidas y datos de los adquirientes. Podemos estar seguros de que muy pocos son los ayuntamientos españoles que cumplen dicho apartado como deben. A pesar de ello, algunos consistorios tienen la desfachatez de emplear dinero público para organizar eventos precisamente sobre las especies invasoras, omitiendo toda irresponsabilidad propia.

Ni que decir tiene que las mismas entidades que desprecian la legislación vigente son las mismas que emplean a continuación expeditivos métodos para «controlar» las especies que ocupan diversos medios naturales. Lo habitual es que la estrategia pase por la eliminación física (muchas veces empleando burdos métodos también ilegales), con lo que al final vemos cómo una misma injusticia se reproduce en repetidas ocasiones a lo largo de todo el proceso con diferentes formas, todas perniciosas.

En general, una praxis adecuada de «consumo responsable» debería descartar por defecto la compra de animales, sean estos silvestres o domésticos, pues han de ser considerados como lo que realmente son: seres sensibles –similares en lo fundamental a nosotros mismos–, dotados de legítimos intereses, y por lo tanto merecedores de un mínimo respeto.

La cuestión se agrava al comprobar que cada día se sacrifican en España cientos de perros y gatos porque no consiguen encontrar una familia. Con semejante tragedia cotidiana sobre nuestras conciencias, quien tenga la imperiosa necesidad de convivir con un animal de familia (lo que comúnmente denominamos animal de compañía) debería imponerse la obligación ética de rescatarlo de un refugio para animales abandonados. Si la mayoría de la gente actuara de tal forma, el drama se vería reducido a la mínima expresión.

Como protocolo genérico, desde las entidades proteccionistas sugerimos algunos puntos básicos por cuanto a la convivencia con animales, que se pueden resumir en los siguientes:

1. Aceptar la etiqueta de «animales de compañía (de familia)» tan solo en aquellas especies que por su propia historia biográfica ya no disponen de un nicho natural en el medio: en la práctica, perros y gatos.

2. Nunca intercambiar animales por dinero. Ello alimenta una concepción mercantilista de los mismos y los reduce a meros objetos de consumo. Además, hace que el número de animales sin dueño se mantenga, perpetuando así la tragedia.

3. Si se decide convivir con un animal, adoptarlo siempre en una entidad protectora o rescatarlo de una situación traumática.

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