Aster Navas

Los ángulos muertos

Lunes. Poco se habla de los ángulos muertos... Aquellos en los que se sitúan otros usuarios u objetos de la vía −de la vida− por la que circulamos sin que podamos detectarlos ni con espejos retrovisores. «Esta es Silvia, mi pareja», me explica un compañero de trabajo que ha aparecido inexplicablemente por la derecha, junto a la máquina de café, y que me enseña sus fotos del fin de semana. No sé qué lectura hacer de «pareja»; qué tipo de acuerdo afectivo o legal hay entre ellos, pero me pregunto cómo suelo presentar yo a la mía; qué transmito o quiero transmitir, acaso inconscientemente, con ello. Más allá aún, ¿cómo me presentará ella, mi pareja, a mí? ¿Cómo hablará de mí a sus amigos, a sus compañeros de oficina? «Mi marido, mi compañero, mi esposo...». Quizá se refiera a mí por mi nombre. Quizás diga «mi chico» y me quite −nos quitemos− algunos años. Se acerca una borrasca por el Atlántico; encuentran fosas comunes en Gaza. Rozo la aleta izquierda del coche con la columna del garaje. −El puñetero ángulo muerto −me justifico.

Martes. «Este es el benjamín», añade un amigo de la infancia al que procuro, habitualmente por su pesadez, evitar. En esta ocasión ha resultado imposible: lo tenía a la izquierda; otro ángulo muerto. El susodicho benjamín aparenta tener ya sus veinticinco años y esa forma de llamarle me invita, me conmina a entrar en un jardín por el que a estas horas de la mañana no me apetece pasear; me obligaría a abrir un melón imprevisible «¿pero... cuántos hijos tienes?». Durante el resto del día sigo dándole vueltas a la manera en que describimos −«mi chaval, mi hijo, Beñat, mi señora...»− nuestro ecosistema afectivo; a esas pinceladas que se nos escapan del cuadro y que nos definen mucho mejor que la imagen central. Por el retrovisor veo que Alex García, el vizcaíno que enfermó gravemente en Tailandia, mejora progresivamente ya en Cruces. Tropiezo en el instituto con una tiza y, tras mirar a izquierda y derecha, la guardo; como un tesoro arqueológico. Ortúzar.

Miércoles. «El edificio presenta serias patologías», nos comunica por email el administrador de nuestro portal. Al parecer, según el ITE, el inmueble, que acaba de cumplir setenta años, está enfermo. Me llama la atención −a menudo, la literatura se puede esconder en el aséptico documento de un arquitecto− la personificación con que está redactado el texto y su tono clínico, médico −«cronificar, deterioro, fatiga de materiales, debilidad, tratamiento, diagnóstico»−. Especialmente, «patología». Cierro el archivo y me asalta la sensación de estar domiciliado dentro del cuerpo de un anciano; si guardara silencio y bajara un poco el televisor podría oír su respiración jadeante. Solo a media tarde me desprendo de esa sensación orgánica; cuando Sánchez me dice en una carta que necesita unos días de reflexión y que quizá deje el gobierno. Necesita saber «si merece la pena». Lleva tiempo mirando a izquierda y derecha, pero tiene ahí un punto ciego. No acaba de verlo claro. Portugal... cincuenta años.

Jueves. «El jefe de la inteligencia militar de Israel dimite mientras crece la presión por los errores que permitieron el ataque de Hamás del 7 de octubre», dice, entre otras cosas, la televisión. La opinión pública no entiende cómo no lo pudo prever; cómo no giró la cabeza para ver que estaban allí mismo. Uf, Sonora... Weinstein...

Viernes. Se me rompe el vaquero a la altura de la rodilla. Tenía ya muchos años y se ha acabado rasgando. Comprendo, sin embargo, que ese siete, ese agujero, más que desahuciarlo, lo actualiza. Vivimos en un mundo de paradojas: a mis pantalones les pasa lo mismo que les está ocurriendo, salvando las distancias, a las bragas de Eva Braun. Le practico otro agujero en la pernera contraria y noto que, inmediatamente, se revaloriza aún más. Gernika; ochenta y siete años ya.

Sábado. Se derrumban las aspas del Moulin Rouge. Manos Limpias −dime de qué presumes... − admite la posibilidad de que su denuncia contra Begoña Gómez se base en noticias falsas; que quizá no basta con lo que se ve en los retrovisores, en los televisores. Se nota la entrada de un anticiclón. No, no debí cenar ese kebab.

Domingo. −No lo vi venir −oigo decir a una señora con el brazo escayolado. Por la mañana me pasa rozando un patinete; a media tarde, una bicicleta eléctrica. Sí, poco se habla de los ángulos muertos.

En fin.

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