Víctor Moreno
Profesor

Los «Caídos»

El Ayuntamiento de Iruña sigue envuelto en la incertidumbre sobre qué hacer con los Caídos. Pasa esto por haberse empeñado en una imposible «resignificación» material, lingüística e histórica del monumento. Pretendiendo agradar a todo el mundo, ha conseguido enfurruñar a todas las instancias mediadoras en el debate. Para colmo, algunos ediles se han metido a psicólogos cognitivos y piden que cultivemos tres modelos de memoria: tranquila, equidistante e integral (¿como el arroz?). Tres memorias distintas, pero con el mismo propósito de la enmienda: pedir la transformación del monumento en una especie de Partenón foral donde los ciudadanos puedan reconciliarse mirándose a la cara.
Estratégico error. Por dos razones fundamentales.

Primera. Porque dicho monumento, no solo es, por esencia y por existencia, un símbolo de maldad intrínseca, es decir, de exaltación golpista-franquista, requisito fundamental y necesario para derribarlo o hacerlo desaparecer de la mirada ciudadana.

Segunda. Porque es la plasmación pública de una imagen sangrante, cual es la maniquea división de Navarra en dos comunidades enfrentadas a lo largo de varias décadas. Una, la formada por aquellos a quienes les fue arrebatado el núcleo familiar más importante de sus vidas, en 1936. La otra, la de quienes «dieron su vida por la liberación de nuestra querida patria de las garras del satánico enemigo de Dios y de España» ("El Pensamiento Navarro", 20.7.1954), los auténticos navarros, los auténticos españoles, es decir, los auténticos golpistas.

La historia del monumento da grima. Desde su concepción, desarrollo y plasmación, es un relato franquista. Eso, si estamos hablando del mismo monumento del que el director de "El Pensamiento Navarro", SAB, seudónimo del rochapeano López Sanz, dijo en 1948 que «cuanto se haga por perpetuar la memoria de los nuestros en holocausto de la Santa Causa Española será poco comparado con lo que merece su generoso sacrifico».

Si es el mismo monumento del que hablamos, que así parece, no cabe sino derribarlo. Es la única manera de cortar de cuajo esa perniciosa voluntad de perpetuar la memoria del enaltecimiento de un golpe de Estado y de una dictadura infame. El resto será producto de una voluntad posiblemente reconciliadora, pero que, visto lo visto, será una «reconciliación de chichinabo». Puro espejismo. Solo el derribo, es decir, la desaparición del monumento sin su correspondiente holografía, en formato de palacete o cafetería, acabará con los fantasmas de esta infamia arquitectónica.

Y no se trata de juzgar ni de condenar a nadie, ni siquiera a quienes erigieron el monumento, en primer lugar, los cinco arquitectos que propusieron su diseño ("El Pensamiento Navarro", 16. 6. 1939); ni a quienes lo consagraron como lugar de peregrinación para enaltecer y mantener el espíritu de la cruzada, es decir, puro golpismo teocrático.

La sociedad navarra tendría que recordar que la etiqueta fascista adjudicada al monumento no se la dieron ni los rojos, ni los comunistas, ni los masones. Fue invento de las derechas, requetés, falangistas y adictos al régimen. Y ello, no se olvide, para honrar a los caídos por Dios y por la Patria. No nos engañemos. La causa por la que sus nombres figuran en el monumento fue porque se unieron a un ejército golpista. No por su devoción al Sagrado Corazón o san Francisco Javier, como algunos pretenden. Y llamarlos mártires es cínico eufemismo. Nunca ocultaron su intrínseca maldad anticonstitucional. Se unieron al faccioso Mola y no les cabe mayor honra que reconocerlo. Vean, si no, en los periódicos los pies de foto a la Plaza del Castillo llena de requetés en julio de 1936.

Las derechas navarras saben que los «Caídos» es un símbolo de enaltecimiento golpista. Lo proclamaron Esparza, Garcilaso, los Olaechea, los Yaben y los Arraiza Baleztena, en "Diario de Navarra" y SAB en "El Pensamiento Navarro". Y lo vocearon en la dictadura franquista, no solo de palabra, sino, por desgracia, de obra. Incluso, en la «transacción» democrática. Lógico que ahora no estén por la verdad. Aceptar la demolición del monumento sería reconocer que este fue, ha sido y sigue siendo un hito de exaltación franquista. Y hoy no suena nada bien, pero el «cambalache» no debería costarles tanto esfuerzo. ¿Acaso no se hicieron demócratas de la noche a la mañana? Ahora sería solo cuestión de reconocer la verdad.

Lamentablemente, las leyes sobre símbolos de exaltación franquista tampoco han ayudado en este cometido. En 2003, se dictó la Ley Foral del 24 de abril. Ni siquiera consiguió que las placas de la Falange y de las Jons en las fachadas de las viviendas navarras desaparecieran. ¿Y los Caídos? Desaparecido.

En 2008, el Tribunal Administrativo de Navarra negó explícitamente que los Caídos fuera un símbolo de exaltación franquista.

La Ley de Memoria Democrática (2023), ni siquiera contempla en su redacción el nombre del monumento.

Aun así, después de esta fea indiferencia de las leyes sobre los Caídos, se reclama una ley que blinde la decisión del Ayuntamiento de Iruña sobre dicho inmueble.

¿Qué decir? Solo un detalle para contrastar. Los golpistas, a pesar de los rifirrafes existentes entre falangistas y carlistas sobre su erección, les bastó con invocar la Ley del Botín de Guerra. Lo construyeron sin pedir permiso. Lo perpetraron como el golpe de Estado. Al modo fascista. Por las bravas. No lo consultaron ni a los ayuntamientos. ¿Para qué? Ninguno de ellos se hubiera negado. ¿Porque eran golpistas? Sí, pero, sobre todo, por la «cuneta» que les traía.

Y, ahora, se pide a santa Democracia, ora pro nobis, una ley que desbroce el camino y sostenga la decisión municipal conforme a Derecho. Bien está. Ahora mal. Cuando llegue dicha normativa, ¿se aplicará? ¿De verdad? ¿Y cómo? ¿Bajo la mirada de unos políticos cuyos termostatos ideológicos están bajo la presión del voto ciudadano? ¿Bajo la mirada de unos jueces que anteponen sus creencias emocionales a la objetividad política de los hechos?

Da malas vibraciones, ¿no?

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