«Los Impuestos y los Tres Prudentes»
¡Si es que, a falta de paraíso, tenían hasta su propio oasis! Solo se ingresaba en las arcas públicas un real de cada cien obtenidos. Sociedad de Promoción de Empresas le llamaban, creo
Umm... ¡Qué bueno está mi daiquiri! Me siento como si estuviera en una pequeña isla del Caribe, celebrando por todo lo alto lo que ocurrido en las Juntas Generales de Gipuzkoa. Y es que no es para menos. Os lo juro. Los inversores estábamos muy preocupados por el cariz que iban tomando los acontecimientos. ¿Hasta dónde querían subir los impuestos a los sabemos manejar nuestro dinero? ¿Hasta acercarse a la media europea? ¡Qué se habían creído! ¡Yo que soy tan vasco!
Bueno, ahora que tengo el cuerpo sandunguero, entre trago y trago, os voy a contar un cuento de los de antes, con moraleja y todo: se llama “Los Impuestos y los Tres Prudentes”. Empiezo.
«Érase una vez un país muy pero que muy lejano que vivía encerrado dentro de dos reinos. En la parte sur, sus cuatro provincias tenían un pacto para que cada una, dentro de unos parámetros, gestionara los tributos a su libre albedrío. A cambio, estas provincias le entregaban al reino un porcentaje de lo recaudado. En definitiva, se trataba de un tesoro que me río yo del de “El Señor de los Anillos”.
Dicho tesoro, bien utilizado, era la llave que podía abrir la puerta a una comunidad más justa, que redistribuyera la cosecha en bases de equidad, es decir, aquél que más ganado tuviera, más pagara.
Nada más lejos de la realidad. Hete aquí que, como a Frodo Bolsón, el poder del anillo les obnubiló. Así, entre otros desafueros, tres de estas provincias aprovecharon para bajar el diezmo a los grandes artesanos que decidieron instalarse por aquellos lares. ¡Que pena que por aquel entonces no existiera el término vacaciones! Algunos terratenientes del reino se instalaron allí para que sus herederos no tuvieran que pagar nada. Se cuenta que una tal duquesa de Alda fue a residir a la ciudad de Pompaelo. Inventaron asimismo una suerte de artilugio por el que aplazar parte del pago de los impuestos diez años o más. ¡Si es que, a falta de paraíso, tenían hasta su propio oasis! Solo se ingresaba en las arcas públicas un real de cada cien obtenidos. Sociedad de Promoción de Empresas le llamaban, creo.
Pasó el tiempo y el porcentaje de impuestos que efectivamente se recaudaba por cada habitante fue disminuyendo. Es más, aunque de facto lo prohibiera el acuerdo, la presión fiscal cayó incluso por debajo de la del reino que les conquistó. Total, ¿quién podía hacer la cuenta?
Pero lo mejor era que los sorteadores de diezmos campaban a sus anchas. Y es que los gobernantes de cada provincia se guardaban muy mucho de informar al resto de los escarceos fiscales de sus siervos en tiempo real.
Pero no hay paz que 100 años dure. Bastó que una provincia amagara con iniciar un cambio de tendencia al objeto de intentar acercarse paulatinamente a sistemas imperantes en varios reinos al norte del Mare Nostrum para que, ante tal agravio, los señores feudales llamaran a Cortes.
En un principio, dos facciones teóricamente más cercanas al sentir de los plebeyos unieron sus fuerzas en este lance. Sin embargo, al parecer una de las partes sufrió de vértigo repentino. Tuvo la sensación de que se avanzaba demasiado rápido. No lo se. Quizá fue llamada al orden por parte de sus iguales, aquellos que residían al sur del río que les dividía geográficamente. Había que frenar.
En su moderación redomada, prefirió tomar como compañeros de armas a otros dos grupos aún más prudentes, los partidarios de mantener los privilegios feudales. Era lo mejor para todos. De paso, ese «acuerdo de país» alcanzado uniformizaría el sistema, dotándole de «seguridad jurídica» –aseveraron ufanos–. Cerraban así el debate iniciado en la Mesa Redonda. Tampoco era de extrañar. Ya habían cabalgado juntos en pasados aconteceres y, desde luego, conformaban la mayoría. Eso sí, antes de cerrar definitivamente la puerta a quijotescas aventuras por largos años, el recalcitrante les arrancó el compromiso de que al menos deberían procurar acercarse a la presión fiscal del reino. ¡Uauuu!
Dicen que en la lengua vernácula de aquel extraño país «hiru zuhurrak» eta «iruzurrak» sonaban prácticamente igual, pero tenían un significado diametralmente dispar…
Entre el vasallaje, sin embargo, escocía el contraste con Caledonia, patria que por aquel entonces planteaba una segregación no solamente en clave política, sino también de mejora de sus recursos a fin de lograr una sociedad más justa.
Sea como fuere, es así como una vez más los tres prudentes contentaron a Sauron.
Moraleja: queridos niños, por mucho que sopléis, los tres cerditos ya están en la casa de ladrillo».
¿A que os ha gustado? Uf, estoy seco de tanto hablar. ¡Camarero… otra ronda para todos, que hoy estoy espléndido!