Raúl Zibechi
Periodista

Luces y sombras en la paz colombiana

La guerrilla necesita recuperar la legitimidad perdida, sobre todo en las ciudades, donde la hegemonía de las
políticas neoliberales es abrumadora. Será un largo proceso en el que deberá mostrar tanta flexibilidad como
capacidad de comprender a sectores con los que nunca tuvo contacto directo

El pasado 23 de junio las FARC y el Estado colombiano firmaron el cese al fuego definitivo en La Habana, ante seis presidentes de los países garantes del proceso, los países acompañantes, el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, y representantes de Estados Unidos y la Unión Europea. El presidente colombiano Juan Manuel Santos y el comandante guerrillero Rodrigo Londoño (Timochenko) rubricaron los acuerdos ante la atenta mirada de Castro.

Las FARC nacieron en 1964 por la confluencia de guerrilleros comunistas y liberales, luego de la guerra civil provocada por el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. «La Violencia» es el nombre que recibe la guerra no declarada entre liberales y conservadores, entre 1948 y 1958, en la que murieron 300.000 personas y hubo dos millones de desplazados, en un país que tenía 11 millones de habitantes.

Unos 10.000 campesinos liberales tomaron las armas para evitar la muerte a manos de los «pájaros» conservadores, entre ellos Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo, que una década y media después sería el principal comandante de las FARC. Los campesinos liberales eran sistemáticamente despojados de sus propiedades por sus adversarios, ya que el trasfondo del conflicto es la tierra, concentrada en manos de la oligarquía afín al Partido Conservador.

En paralelo, campesinos cercanos al Partido Comunista crearon las «autodefensas campesinas» con el mismo objetivo que los liberales: defender sus tierras de la oligarquía. En 1953 el general golpista Gustavo Rojas Pinilla concedió una amnistía a la que se acogieron cinco mil guerrilleros. En el marco de las negociaciones de paz, guerrilleros comunistas se concentraron en el páramo de Sumapaz, cercano a Bogotá, donde fueron atacados con napalm lanzado por helicópteros, que habría sido provisto por el gobierno de Estados Unidos.

Ese episodio dejó una huella de desconfianza entre el Estado colombiano y las FARC, que siempre dudaron de la buena voluntad de los sucesivos gobiernos que les propusieron terminar con la guerra. Sin embargo, la coyuntura más crítica sobrevino a raíz de los acuerdos para la paz firmados con el gobierno de Belisario Bentancourt en 1984, por los cuales la guerrilla auspició la creación de la Unión Patriótica (UP) para hacer política legal y electoral.

Una alianza entre narcotraficantes y militares llevo a la formación de grupos paramilitares que asesinaron entre tres y cinco mil miembros de la UP, entre ellos dos candidatos presidenciales, 13 diputados, 70 concejales y 11 alcaldes. La experiencia nefasta de haber participado en las instituciones tiene un peso formidable en las decisiones posteriores de las FARC, que decidieron no sumarse a los procesos de paz en los que participaron cuatro grupos armados, que desembocaron en la Asamblea Constituyente de 1991 y el comienzo del ciclo neoliberal.

El siguiente fracaso se produjo a raíz de las conversaciones entre el presidente Andrés Pastrana y las FARC, que entre 1998 y 2002 pudieron establecerse en una zona desmilitarizada o «zona de distensión», en El Caguán, donde se realizaban las negociaciones. El proceso se interrumpió por violaciones de las dos partes y la guerra se intensificó. Una de las principales consecuencias de esta ruptura fue la implementación del Plan Colombia, un acuerdo firmado con el gobierno de Estados Unidos que se venía pergeñando desde 1999 y que en los hechos fue un plan para fortalecer al Estado para enfrentar a las guerrillas.

Las actuales negociaciones de paz son resultado del fracaso del presidente Álvaro Uribe (2002-2010) en su empeño de acabar militarmente con la guerrilla, a la que produjo importantes bajas y la muerte de una parte de su dirección histórica. Pero su política de «seguridad democrática» que consiguió colocar a las FARC a la defensiva, no pudo llevarlas a la derrota aunque las alejó de los principales centros políticos del país. En estos momentos, la guerrilla comunista cuenta con 6.770 combatientes y 8.500 milicianos que se articulan en 88 frentes y columnas móviles, presentes en la mayor parte del territorio nacional.

La paz y el desarme de las FARC es una necesidad política con sus luces y sombras.

Entre las primeras, destaca la posibilidad de integrarse en la vida política formando un movimiento legal, que tendrá garantías estatales de que sus miembros no serán perseguidos como sucedió con los militantes de la UP.

Por otro lado, el fin de la guerra no es sólo una demanda muy sentida por la población, sino una cuestión de sentido común, ya que la guerrilla no pudo derrotar a las fuerzas armadas pero éstas tampoco pudieron exterminarla pese al masivo y macizo apoyo del Pentágono. No es un empate, pero tiene ese sabor. De ahí que ambas partes hayan decidido sentarse a negociar y hayan llegado a un acuerdo que parece conformar a todos.

La guerrilla necesita recuperar la legitimidad perdida, sobre todo en las ciudades, donde la hegemonía de las políticas neoliberales es abrumadora. Será un largo proceso en el que deberá mostrar tanta flexibilidad como capacidad de comprender a sectores con los que nunca tuvo contacto directo.

Las sombras del proceso pueden agruparse en tres temas candentes. La primera se relaciona con los fracasos de los anteriores procesos de paz, y puede resumirse en la existencia de un Estado articulado en torno a la guerra, así como un amplio sector de la clase dominante que se mueve en la misma dirección. Un buen ejemplo es lo sucedido este mes de junio durante la movilización agraria de 15 días contra las políticas neoliberales en el campo. La policía militarizada antidisturbios mató a tres campesinos e hirió gravemente a más de veinte. El Estado se muestra incapaz de diferenciar entre guerrilla y movimiento social, al igual que una parte de la sociedad colombiana.

La segunda se relaciona con la propiedad de la tierra, que es la causa principal del conflicto. En las dos últimas décadas los campesinos perdieron más de seis millones de hectáreas (el 15% de la superficie agropecuaria) a manos de narcotraficantes y paramilitares que se han convertido en grandes terratenientes, ahora legalizados a través de la “desmovilización” pergeñada durante la presidencia de Uribe. Bajo los dos gobiernos de Santos (desde 2010) se avanzó muy poco en la restitución de tierras. El 77% de la superficie está en manos del 13% de los propietarios.

En un país agrario como Colombia, guerra es sinónimo de despojo de tierras. Paz debería ser igual a justicia social en el campo. El problema es que el TLC con Estados Unidos va en sentido contrario, mientras los grandes emprendimientos mineros (el principal cambio en la economía del país), profundizan los desastres de la guerra.

El tercer problema de la paz se relaciona con el modelo de desarrollo, que para las élites gira en torno a lo que denominan «locomotora minera», porque la creen capaz de estimular al conjunto del país. Pero la minería a cielo abierto es una forma de guerra, que está siendo impulsada y protegida por los paramilitares. La coca ya no es el gran problema colombiano, sino la minería.

Si el país no se encamina por otro sendero productivo, los esfuerzos realizados en La Habana habrán parido una paz defectuosa, incapaz de asegurar una vida digna a los 50 millones de colombianos.

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