Antonio Álvarez-Solís
Periodista

Mariana viste en Lagerfeld

Las llamadas democracias, asumidas elásticamente como democracias occidentales o democracias burguesas –el hecho de que existan tantas interpretaciones para una realidad que debiera ser única certifica el inmoral uso que se hace del término democracia–, han desaparecido vertiginosamente absorbidas de modo espurio por el neocapitalismo o fascismo instalado en la cumbre mundial del poder.

Nadie cree en ellas ya. Si el gobierno francés creyera en la democracia auténtica, la del pueblo ¿estiman ustedes que ese gobierno, nada menos que el gobierno francés, hubiese dado la espalda al parlamento al aprobar por decreto una nueva ordenanza laboral que está produciendo una verdadera conmoción en la calle?

Van dos veces –en la anterior el Sr. Hollande usó de tal artificio antidemocrático para aprobar la ley de liberalización económica– que el presidente suelta de la cadena a su rudo cómitre, el Sr. Valls, para imponer medidas de gran calado antisocial al parlamento soberano. En esta ocasión hay que señalar, acogiendo la indicación con generosidad, que una parte del partido socialista, que en Francia conserva aún cierta memoria histórica de la izquierda, amenazó en principio con la revuelta antipresidencial si se mantenía este menosprecio del parlamento. Pero la pugna acabó con cuatro amenazas de expulsión del partido y el decreto ha salido adelante, incluyendo la nutrida votación contra la propuesta de retirar la confianza al gobierno. Puede sospecharse que en este asunto del autoritarismo del Sr. Valls opere también un determinado perfil étnico español en el jefe del gobierno de París. Mas sea como sea, el hecho es que Francia entra ahora con absoluta determinación por el camino decretal que el Sr. Rajoy practica reiteradamente y con desdén absoluto a la institución parlamentaria.

El socialismo francés y la derecha española coinciden escandalosamente en el canto verbal a la democracia, que manejan como un placebo suministrado a sociedades inconscientes. Pero dejemos aparte al Sr. Rajoy, ya que es simplemente la prolongación deshuesada de un absolutismo elemental que malogró todo intento de ilustración en España. Y retornemos a una Francia que utiliza con triunfalismo una Marsellesa que ya no es entendible sobre el fondo real del país vecino: «Para nosotros, franceses, ¡ah, qué ultraje!/ ¡Qué emociones debe suscitar!/ ¡A nosotros osan intentar/ reducirnos a la antigua servidumbre!» Pues toma pan y moja. Reducidos están y cada día más.

El talante autoritario del Sr. Valls se ilumina con la siguiente frase: «Esta fórmula extraordinaria –se refiere al uso del decreto como sustitutivo del mecanismo ortodoxo parlamentario– es la manera de mantener el camino de las reformas en un momento importante, porque Francia debe avanzar». O sea, que el camino parlamentario es un estorbo para el progreso que necesita Francia ¡Heil! Mariana, con su libertad ya herida, con su igualdad evaporada, con su olvidada fraternidad, con su gorro frigio deshilachado, viste ya en Lagerfeld. Ha tapado pudorosamente su pecho desnudo y renuncia a la toma de la Bastilla. Como cantaba Chevalier: «Dulce Francia/ el país de mi infancia».

La reiteración de evitar el debate necesario a fin de instaurar lo deseado por el pueblo demuestra por si misma el horror de los poderosos a la libertad y la igualdad, temidas como agresión mortal a su propiedad. No se trata, pues, de que la masa popular, formada por las clases mayoritarias, esté insuficientemente dotada para crear sociedad –alegación que en su tiempo sostuvo el voto censitario–, ya que la libertad y la igualdad alimentan algo tan determinante como es la capacidad de deseo, motor de la existencia colectiva, sino que se persigue simplemente salvaguardar el poder ilimitado e injustificable de la minoría, en riesgo de ser liquidado por mayorías que empiezan a reclamar su protagonismo pese al posible error en sus pretensiones Al fin y al cabo la vida es creación de ese riesgo, por encima de un cientifismo o de una tecnología que limitan tantas veces la voluntad humana. Más aún, si ese cientifismo o esa tecnología no surgen de la voluntad de querer algo alimentado por el suelo común nos impulsan decididamente a vivir en el planeta de los simios, donde la vida posible se mide con el rígido metro de iridio.

Vivir libremente es algo absoluto y radicalmente distinto a «vivir cómo». La invención de la existencia, de tejas abajo, sólo es asumible si es movida por una, a veces enigmática, implicación colectiva. Una implicación que es condenada por el Sr. Rajoy, pongamos por caso, bajo juicio de extremista o radical ¡Lo que llegan a inventar para ejercer su torvo modo de gobierno quienes mantienen en funcionamiento su inquisición! Si el parlamentarismo, como altavoz de esas emociones creadoras, es esterilizado de pleno y se acomete a la calle con toda suerte de maniobras y agresiones ¿qué campo queda para el pacífico desarrollo de la ambición popular? ¿donde está la democracia? Ha llegado el dramático momento en que el Sistema ha agotado incluso el suelo de «su» propia democracia, por lo que se ve obligado a gobernar de modo directo y brutal, sin la cobertura de ninguna simulación democrática. Esta forma de proceder le fuerza, además, a actuar con escándalo ya difícil de encubrir, como ocurre con el abuso de un lenguaje, que ya vaciado de contenido aceptable, es convertido en una pura función de escudo.

Repetir constantemente que viene el comunismo, que estamos ante una violencia extremista, que los populismos pretenden destruir la prudente armonía en el gobierno, sólo persigue desvirtuar toda crítica política encaminada frecuentemente no más que al logro de un encogido y epidérmico retoque en los objetivos y métodos de gobernación ¡Pues ni siquiera eso! Hay que admitir que extensos ámbitos populares fueron contaminados, y siguen contaminados profundamente, por este lenguaje falsificador. Gente que, en el paradójico marco de la modernidad, soporta impávidamente el dramático espectáculo de su propia ruina para no caer, según los poderosos dirigentes, en la trampa de un comunismo destructor, de un extremismo catastrófico o de unas ideas que impedirían un progreso del que no se ve principio alguno aunque lo anuncien campanudamente quienes nos exprimen. Gente con fe de carbonero o marcada por la impotencia, que estuvo explotada cínicamente, ha adoptado, para explicar su nueva entrega a quienes la volverán a someter a servidumbre, ese lenguaje cenagoso al que nos hemos referido.

La nueva y generalizada agresión que está sufriendo Latinoamérica para destruir sus difíciles intentos de liberación –Brasil es la más reciente prueba de esa conspiración– exime de un mayor discurso sobre el propósito fundamental de retornar los países rebeldes a la disciplina del comando sur norteamericano o de cualquier otro por el estilo.

Ya sé que es dramático que uno constate que está desnudo, pero está desnudo. Nos han introducido en un juego de imágenes contemplado por un espectador que ha renunciado a saber que él actúa de maltratado extra en esa infernal película. Un espectador que, todo lo más, espera a que aparezca el caudillo que lo salve de la derrota sin participar en el combate. Pero la historia no funciona así. Hay que protagonizarla a fin de lograr que sea nuestra propia historia. De momento somos inmigrantes en nuestra propia tierra que luchan contra otros inmigrantes a los que odiamos como el verdadero enemigo ¡Fenomenal engaño!

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