Laurent Richard

Marketing político y renuncia ciudadana

Todo esto no es ninguna «nueva normalidad», es el pan cotidiano de las democracias modernas, enredada en la tecnocracia y una clase política profesionalizada

Las campañas electorales siempre me parecieron un concurso publicitario, consiguiendo despolitizar la propia política y apartando los ciudadanos de un posible debate democrático. Show-mitin, imágenes y panfletos a todo color: la propuesta política es un producto por vender al máximo de votantes, hay gama de eslóganes y de marcas para todos los gustos. No es tan sorprendente, por lo tanto, ver a Nueva Zelanda habilitar el voto en supermercados y centros comerciales: la toma de decisiones en nuestras comunidades se asemeja a una cuestión de consumismo. Votamos para una imagen, una marca, una idea general personificada por un candidato quien intenta convencer al espectador–votante.

La estrategia del marketing político es la propia de la publicidad de un champú: se trata de conquistar la opinión del cliente/votante. “Conquistar” tiene dos significados: someter o seducir. Ambos términos no suenan muy democrático. Añadiré que la propaganda política intenta manipular e influir (más que de informar) la opinión pública. Así es como nuestra buena sociedad liberal –deshaciéndose de la inútil ética– tira el pistoletazo de la competición entre partidos para que podamos aplicar nuestro santo derecho a elegir lo que más luce.

El consumidor-votante cree participar eligiendo, pero el voto es tan pasivo como la compra cotidiana. Los opciones de debate se concentran en la “altas” esferas, el mensaje es unidireccional (del candidato hacia el votante) y apenas está desarrollado el derecho a responder y rebatir la palabra ampliamente mediatizada de unos pocos.

Una sociedad responsable y honesta debería de uniformizar el «packaging» y prohibir la publicidad, sea para productos materiales (aquellos champús), o entidades inmateriales (aquellos partidos y sus campañas). El embalaje neutro (sin colores, logotipos, imágenes…) ya es una realidad en algunos país en lucha contra el tabaquismo. ¿Acaso nos interesa lo que constituye la medula de una elección responsable: la información? Sin bien preguntamos por transparencia política, habría que ser capaces de leernos largas hojas de hechos, propuestas y frías explicaciones en un papel en blanco y negro, sin bonitas fotos ni agradable presentación, pero sí con amplios datos cuya exhausta lectura disuadiría ciudadanos sin tiempo.

Pero preferimos comprarnos un electo durante el tiempo de su mandato y le pagamos con nuestra libertad: puede que nosotros seamos los corrompidos… Una vez damos nuestra voz, ya no la podemos utilizar. El sistema se basa en un voto de renuncia, estimula el ordinario incivismo ciudadano: no solo delegamos nuestra voz a través de una teórica representatividad del pueblo (el político elegido, por lo general, defiende principalmente a los intereses de quienes le han votado), sino que abandonamos nuestra capacidad de decisión política cotidiana.

Todo esto no es ninguna «nueva normalidad», es el pan cotidiano de las democracias modernas, enredada en la tecnocracia y una clase política profesionalizada. Es el precio a pagar para sostener nuestra sociedad de consumo donde se prioriza el tiempo dedicado a los beneficios individuales (tiempo libre, dinero, ocio, viajes…) en contra de las responsabilidades comunes (gestión de la vida comunitaria y de las entidades públicas). Abdicando voluntariamente nuestra soberanía en unos pocos políticos, podemos atender a nuestros quehaceres privados.

Todo eso me lleva a cuestionarme sobre las relaciones de dominación y de sumisión entre políticos y ciudadanos. ¿Por qué (causa) y para qué (finalidad) votamos? «La libre elección de amos no suprime ni a los amos ni a los esclavos. Escoger libremente entre una amplia variedad de bienes y servicios no significa libertad si estos bienes y servicios sostienen controles sociales sobre una vida de esfuerzo y de temor, esto es, si sostienen la alienación». escribía Herbert Marcuse.

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