Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Masa y colectivo

Todo esto plantea una necesidad de clarificación entre conceptos fundamentales; por ejemplo, lo que expresa la masa como negadora de la madurez democrática y lo que significa lo colectivo como protagonista de esa  madurez. Esta distinción debe tenerse muy en cuenta para decidir acerca del valor de los movimientos populares

El atropellado y liviano discurso con que se hace la política española –sobre un fondo trasnochado de caudillismo rural– y sus astrosos derivados para la inteligencia de la realidad, obliga al analista de buena fe a recurrir, una y otra vez, a autores y doctrinas de calidad que aporten claridades con que construir un mínimo diálogo al servicio de una dialéctica decente. Empecemos por el hecho de que el lenguaje actual para sostener cualquier debate digno y fructuoso, sobre todo en el ámbito de la derecha, es absolutamente indecente. Necesitamos, pues y en primer lugar, recuperar una mínima sanidad del lenguaje para que coopere a una comunicación sencillamente aseada, lo que ya bastaría para cruzar el mefítico pantano de la verbosidad actual, gran parte debida a los «historiadores» deformadores de la memoria histórica y voceros de la ideología pardal de la Transición.

En este aspecto no se puede seguir adelante con las ridículas naderías tardofranquistas del Sr. Rajoy de «que hay que hacer lo que hay que hacer»; de su trasunto lenguaje de Guzmán el Bueno: «yo no me rendiré nunca», o del hallazgo tautológico de su vicepresidenta que afirmó muy iluminadamente «que nosotros  sólo nos iremos cuando esto se acabe». Esto último me recordó la ironía de Ruyard Kipling cuando sentó «que todo acaba bien al final y si no acaba bien es que no hemos llegado al final». Esto es: en la Moncloa, al parecer, no han llegado al final y se empeñan en que su disparate culmine bien.

Estamos de nuevo en plena política de masas, que es la que califica paradójicamente al fascismo, aunque desde el Sistema actual se insista en su leal política democrática. Hitler, Mussolini, incluso Franco parecen resurgir con una violenta atracción de masas en personajes como Trump, la monarquía saudí, Macri, los nuevos aspirantes a la gobernación de Venezuela, el socialcristianismo alemán, los dirigentes del Partido Popular español o del partido de los lepenistas franceses.

Todo esto plantea una necesidad de clarificación entre conceptos fundamentales; por ejemplo, lo que expresa la masa como negadora de la madurez democrática y lo que significa lo colectivo como protagonista de esa madurez. Esta distinción debe tenerse muy en cuenta para decidir acerca del valor de los movimientos populares.

No todo lo popular es democrático. Repito, esta distinción entre masa y colectivo es muy importante para partidos emergentes que cortejan a la multitud, como Podemos, o partidos resucitados como el comunista que lleva en la cabeza el honrado Sr. Hernando, que parece el dirigente adecuado para la nueva versión de un PC que ha de convertir el colectivismo en una empresa distinta a la anterior de masas, en que usó un lenguaje muy contaminado por el instrumental político e institucional propio del sistema  burgués dentro del cual hubo de dar sus iniciales pasos. En el caso del nuevo comunismo la observación de la desaparición y reaparición del Guadiana podría constituir la imagen más sencilla para reflexionar cómo el mismo y atropellado caudal que parece hundirse en la tierra y morir acaba por reaparecer y transformarse en un poderoso, sereno y revitalizante río.
 
Vivimos en un momento de masas –caracterizado como siempre por la renuncia al trabajado pensamiento grupal o individual– a fin de crear una epidérmica fascinación anómica en la multitud y su ídolo conductor, que «paralice –según Le Bo– todas nuestras facultades críticas y llene nuestra alma de asombro, incomprensión (entusiasta) y de respeto (exaltado)». Esta fascinación  parece inexplicable en el momento presente dada la pobre calidad política e intelectual de quienes producen ese enervante magnetismo –observemos la medida de esos dirigentes–,  pero no podemos perder de vista que esa fascinación que esteriliza ahora a las masas es una fascinación residual que nació hace cincuenta o sesenta años y que es alimentada, en un medio intelectualmente muy pobre, por un miedo al caos que caracteriza a una humanidad que tiembla por su supervivencia.

Las masas, hoy, admiran, como escribe Morny, a los «concesionarios de ferrocarriles que prefieren jugar a la Bolsa que jugar a trenes». Las masas son hoy un puro ruido en que un frenético decide su turbia razón rompiendo el escaparate  de una joyería de la que son clientes sus padres. Escribe Freud, siguiendo a Mac Dougall, que «la masa dota al individuo de la impresión de (tener) un poder ilimitado e invencible. (Por ello) es evidentemente peligroso situarse frente a ella, por lo que para garantizar la propia seguridad deberá cada uno seguir el ejemplo de lo que observa en derredor suyo e incluso, si es preciso, llegar a aullar con los lobos». El poder de las masas acaba con el horario del último tren del metro. A la vista de tal realidad Nestroy, en su parodia sobre “Judith y Holofernes” hace que un guerrero grite «¡el jefe ha perdido la cabeza! para que todos los asirios emprendan la fuga». Sin que el peligro aumente, basta la pérdida del jefe para que surja el pánico.  

Próximo a todo esto el luminoso Castilla del Pino añade respecto a la incomunicación que lastra a las masas: «El lenguaje al uso sirve entonces no para una cada vez más perfecta comunicación intergrupal o interpersonal, sino para el mantenimiento del statu quo, es decir, para la perpetuación del entendimiento ya preexistente. Una sociedad que habla sólo de aquello que se permite entender, que no hace esfuerzo alguno para convertir ese entendimiento en más y mayor entendimiento forzosamente comporta la desintegración de los elementos constitutivos de la misma».

Evidentemente esta formación de un colectivo intensamente ideologizado y responsable de esa ideología crítica exige un trabajo político responsable y constante, en cuyo seno se analizarán bajo el control de la propia responsabilidad, grupal y personal, las situaciones sociales a las que hay que hacer frente. El acceso a las instituciones ha de hacerse mediante un espíritu de gobierno popular que se mantenga como motor constante de esas instituciones. No se trata, pues, de acceder a esas instituciones como sujeto de soberanía a cualquier precio sino como objeto de la misma, que, repito, ha de residir en todo momento en el marco popular. Evidentemente también esa intensa actividad política por parte de la calle exige un marco social y territorialmente controlado.
 
No es posible hablar de colectivo democrático en un marco inabarcable socialmente tanto en las ideas como en los análisis y las decisiones consiguientes. Los últimos sucesos –últimos en un rosario inacabable– de corrupción y de impotencia de muchas naciones y sociedades humanas para hacer frente a  sus necesidades demuestran que la situación política y social de los pueblos únicamente puede sanearse y ser vivible si los colectivos operan en un horizonte de «¡transparencia!» perfectamente visible en todas sus dimensiones.

Las Internacionales clásicas han sido reducidas a juegos teóricos de libertad. El Poder ya no está en los parlamentos porque se ha refugiado en instituciones invisibles y obedece a oscuras y frías determinaciones por parte de poderes inabordables desde las masas. Esta procesión de dominio constituye una realidad histórica que anuncia a la vez el drama de su brutal acabamiento bajo su propio peso.

Pero hay que preparar los colectivos fuertemente ideologizados que eviten la  corrupción de la masa y el engaño de las «transiciones». Siempre tengo presente que el orden, la justicia y el bienestar solamente fucionan en la cercanía del hombre soberano. La democracia ha de convertirse en democracias.

Quizá valga la iniciativa de una Internacional de las democracias.

Bilatu