Emir Sader
Sociólogo y politólogo brasileño

Mi 11 de septiembre

Me encontraba en una reunión en el Cebrap de San Pablo en julio de 1970, cuando llegó de Chile el economista Carlos Lessa y nos dijo en tono de comunicado que Chile iba a elegir un presidente socialista. Parecía algo del otro mundo por el clima que se vivía en Brasil y el resto de América Latina, donde el único gobierno que se apartó del consenso conservador fue el de del militar nacionalista Velasco Alvarado en Perú.

Nunca hubiese pensado que cuatro meses después, yo llegaría clandestinamente a Chile –ya bajo el gobierno de Salvador Alende–, luego de viajar en autobús desde Santos a Porto Alegre y de allí a Montevideo, Buenos Aires y un avión a Santiago.

La primera sensación fue deslumbrante por el carácter masivo de las manifestaciones, incluso las de derecha. Viví en el centro de la ciudad –a dos cuadras del Palacio da Moneda– durante todo el Gobierno de Allende, incluido el golpe del 11 de septiembre.

Una de las sensaciones que más recuerdo fue la de los gases lacrimógenos que invadieron todas las calles del centro, sin importar quién se manifestara.

Ese fue el clima hasta el 11 de septiembre de 1973. El acontecimiento más impactante del intento de golpe de Estado de finales de junio fue el «tancazo», el 29 de junio de 1973. Prefiguró lo que sucedería el 11 de septiembre. Ese día desperté con ruidosos aviones sobrevolando el centro de Santiago. Al final de la tarde, la sedición había sido sorteada por la acción del general Prats, que logró convencer a los golpistas de que se desmovilizaran.

Sin embargo, contrariamente a lo que se esperaba en el mitin frente a La Moneda, Allende pronunció un discurso de pacificación, sin castigo. Ni siquiera destituyó a los ministros militares, quienes habían estado en abierta connivencia con aquel primer intento de golpe. Fue un presagio serio. Todos salimos frustrados y esperando lo peor.

El día 11 me desperté con el mismo ruido de aviones sobrevolando. Al llegar al Palacio de la Moneda cercada militarmente, lo vi a Allende solo en la ventana con el casco que le habían regalado los mineros y el rifle soviético AK-47 que le había regalado Fidel, disparando solo.

Mientras las tropas rodeaban el Palacio, vimos a las personas a las que Allende había ordenado salir, irse por la puerta angosta de la calle Morandé, por donde yo lo había visto salir a Allende varias veces a circular con sus asesores por el centro de Santiago. Yo venía de una reunión con Víctor Toro, líder popular del MIR, en un local de la Avenida Vicuña Mackena. Y no pude llegar a La Moneda porque el acceso a la avenida estaba cerrado militarmente.

Entonces fui al Ceso (Centro de Estados Socio Económicos) de la Universidad de Chile, donde trabajaba con los brasileños Ruy Mauro Marini, Marco Aurelio García, Jorge Matoso y además Marta Harnecker.

Desde allí escuchamos la última declaración de Allende, en la que rechazó la propuesta de los golpistas de salir con sus familiares del Palacio de la Moneda para exiliarse. Allende se quedó en La Moneda resistiendo, hasta que vimos de lejos el comienzo del bombardeo del Palacio y el humo subiendo: era el fin de la democracia.

Allí permanecimos escondidos, fingiendo que no había nadie ante el accionar policial, hasta última hora de la tarde. Luego fuimos en la citroneta de Marco Aurelio con él, Jorge Matoso y mi pareja, María Regina Marcondes Pinto. Cerca del Estadio Nacional fuimos detenidos por una patrulla policial que nos pidió documentos. Los brasileños fuimos trasladados a la comisaría de Nunoa, a una celda con haitianos que habían sido denunciados por vecinos democristianos como cubanos. El jefe de policía nos preguntó si podríamos llegar a nuestras casas. Dijimos que sí y pudimos salir de la comisaría en la citroneta de Marco Aurelio.

A los pocos días, como las embajadas de Argentina y México estaban llenas, nos llevaron a la de Panamá, un departamento en el primer piso. El lugar rápidamente se llenó de gente: no era posible permanecer sentados.

Theotonio y Vania ofrecieron la casa que acababan de comprar para convertirla en la embajada de Panamá. Ni siquiera se habían instalado aún allí. Simplemente entraron como exiliados, como todos nosotros. Esa casa luego pasó a manos de la DINA –los servicios de inteligencia– y fue devuelta a sus dueños luego de la dictadura.

Ruy Mauro y yo fuimos los primeros en salir, porque teníamos las representaciones del MIR en el exterior. Él, como responsable en Europa, se instaló en Alemania. Yo, en Argentina, a cargo del trabajo en América Latina. Luego fui a la primera reunión de la izquierda chilena en La Habana como representante del MIR. Fue la primera vez que pude reunirme con Fidel, quien participó en todo el encuentro.

Ese fue mi 11 de septiembre. Regresé a Chile dos años después, escondido. La sensación de regresar a aquellas calles que durante años habían sido ocupadas por multitudes, luego silenciadas por el orden impuesto por la dictadura, fue dramática. Pude ver los agujeros de las balas militares en el Palacio da Moneda.

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