Olga Saratxaga Bouzas
Escritora e integrante de Ongi Etorri Errefuxiatuak (OEE)

Migrar es un derecho («inor ez da ilegala»)

Mientras Hego Euskal Herria soportaba aún pulsos de excepción con acento en vetos a EH Bildu y alianzas partidistas para constituir legislaturas municipales, entre la ilusión del cambio refrendado el 28M y la indignación respecto a la falta de escrúpulos de las ejecutivas de PNV y PSE en alterar la voluntad ciudadana, lo ordinario, que persiste en colarse por las rendijas de los titulares aun en plena vorágine de siglas políticas, consiguió desviar mínimamente la atención hacia un múltiple asesinato de pactos de Estados. La gravedad del naufragio y la desaparición de cientos de personas en la madrugada del 14 de junio, en aguas europeas del Mediterráneo, no corresponde únicamente a evaluación cuantitativa, sino que se trata de una nueva violación de los derechos humanos ante la vigilancia de Frontex y guardacostas griegos.

Hablo de mínimos emocionales activados, sabedora de que las tragedias de ciertos colectivos (un centenar de niños y niñas, mujeres, hombres) no despiertan el mismo interés en la población que las de sus congéneres porque naturalizamos la perdida de vidas migradas con suma facilidad, legitimando así las desigualdades y las prácticas de violencia estructural racializada. Todas las bases somos fichas marcadas de un dominó geopolítico delimitado por el grupo dominante, también las occidentales blancas. Somos esa gran masa socio-productiva, sin la cual no existiría el resto de estamentos que, en pleno avance de la IA, alimentamos los mecanismos sistémicos del racismo institucional. Permitimos con nuestra indolencia la exclusión de lo diferente, aceptando el relato de normas arbitrarias.

Conflictos bélicos; elementos de orden económico; el colapso del cambio climático… derivados de dictaduras, injerencias de poder político-militar y la sobre explotación del planeta son parte del marco original de la migración forzada. Además de persecución por razones de identidad, ideología, orientación sexual, religiosa y otros factores interrelacionados que motivan a los grupos humanos a iniciar ciclos migratorios: la búsqueda continua de sobrevivir con dignidad.

En una realidad históricamente colonial-patriarcal, con el racismo estructural y la hipocresía uncidas en el tablero neoliberal de la necropolítica, el valor de la persona se mide no solo en términos de renta per cápita o estatus de clase, sino en función del documento que expresa nacionalidad de origen. El éxodo ucraniano demostró que el color de piel es factor determinante del reconocimiento de la «Europa Fortaleza» al derecho de asilo. La discriminación se manifestó entonces, sin subterfugios, en la inmediatez para establecer operativos de ayuda humanitaria, al destinar patrimonio público e implicación de gestión a una migración blanca, de ojos claros y cabello rubio, tan diferente en color a las víctimas del pasado miércoles. Medios de subsistencia que se les otorga a unas y se les niega a las otras sin pudor, ambos perfiles sujetos de derechos fundamentales y de libre circulación, con iguales principios de licitud para migrar, por tanto.

Aquella aparente libertad pronosticada por la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 se ha convertido en más de 2.000 kilómetros de muros y vallas que blindan el viejo continente por tierra y obligan a arriesgar la vida durante el tránsito, cruzando el Mediterráneo en manos de las mafias: concertinas y hormigón contra personas indefensas, necesitadas de auxilio internacional. Inversión de capital para desechar en lugar de cuidar. Utilizadas como instrumento de represión en los procesos migratorios, las fronteras ejercen de arbitrio sobre la vida y la muerte. Quiénes viven y quiénes mueren dependen de la impunidad de sus guardianes, el brazo ejecutor de la hegemonía europea.

Categorías de blanco y negro subyacen en el protocolo racial de nuestro ideario colectivo. Conceptos de «migración ilegal» o «efecto llamada» han calado en un imaginario de calle iniciado desde la irresponsabilidad gobernante, sin reparar en las consecuencias de narrativas basadas en el populismo fácil adjudicado a la pobreza. Dejando hacer al avance global de la extrema derecha y su argumentario genocida. Si al fascismo no le gustamos las mujeres blancas, menos si somos feministas radicales, imaginemos admitir la transversalidad de los derechos de la mujer negra.

En este desequilibrio límite, ya no es suficiente denunciar el sistema capitalista de actividad económica, sino analizar las capas sociales vulneradas desde la perspectiva interseccional que posibilite desalambrar los mundos del planeta.

Si cada dolor nos reconvierte tanto o más que la alegría, y estar triste forma parte de lo natural, acepto mi tristeza pensando que quizá allá donde se vaya tras la muerte haya playas de arena sin fantasmas para esa infancia perdida. Hoy, que los bancos de corales estrangulan el oxígeno, que el sol no llega a los pulmones y la vida se escapa en un abrir y cerrar acuerdos en los despachos de la UE, en plena connivencia de tratados asesinos, sin fruncir el gesto, sin arrugas visibles en los trajes que la formalidad de dirigir Europa exige, centenares de nuevas muertes flotan in memoriam, hundidas a 4.000 metros de profundidad en aguas de flujo turístico. Pasados varios días desde el naufragio, sin más rastro de supervivientes, se dedican a buscar culpables entre ellos, conculcando nuestro derecho a conocer la verdad mediante investigación que depure responsabilidades.

Aunque Bruselas no es el único espacio donde las decisiones políticas lideran la muerte en esta Europa contemporánea. A la policía vasca no le basta interceptar la vida a las migradas con detenciones injustas, necesita saquearles los bienes materiales de sustento. Directrices de un establishment vasco, cuya prepotencia, en vez de aprender la lección de las urnas, utiliza la fuerza para combatir la desigualdad social.

Como herramienta civil, nos queda la desobediencia, no ser cómplices en reproducir el capitalismo a través de muertes por decreto.

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