Arantza Santesteban
Historiadora

Momenticos

«Se trata de que entre todas y todos vayamos combatiendo comportamientos así y consiguiendo que la ilusión de que lleguen las fiestas pueda ser vivida de igual manera por todas las personas que queremos participar en ellas.»

PTV. En estos días presanfermineros a una le ronda por la cabeza cómo afrontará los Sanfermines, si sobrevivirá a las maratonianas fiestas y, sobre todo, cómo lo hará. Toca llenar el frigorífico, preparar la casa por si viene visita y mirar por el armario a ver si se puede rescatar algún pantalón blanco de años pasados. No es que me lo pregunte demasiado pero pasear por las calles de Iruña en estos días es lo que tiene, me interroga directamente sobre mi nivel de implicación respecto a las comentadas fiestas. No, yo no me siento Pamplonica de Toda la Vida. No he ido nunca a los toros, no hago la cola diaria para comprar churros de la Mañueta y cuando la lavadora ya no puede más recurro a ponerme la ropa de color.


En realidad, no tengo muy claro si me gustan o no los Sanfermines. Será que vengo de los barrios periféricos de la vieja Iruña. O no. Será que cada cual los vive a su manera. Sencillamente, tal vez sea que los quiero y los odio a la vez. Además, a partes iguales. Me explico.


En mi historiografía de los Sanfermines retengo unos cuantos momenticos que me recuerdan noches y días gloriosos, encuentros mágicos, muchos turnos de cocina y el Jose Cuervo deslizándose por la garganta.


Pero recuerdo –a partes iguales– otro tipo de momenticos que no puedo desligar de mi propio relato sanferminero. Son esos, irremediablemente, los que hacen que mi opinión al respecto no pueda ser del todo clara.


Tendría unos 10 años e iba colgada de la mano de mi madre. Una voz masculina y cascada se dirigió hacia nosotras, «¿por qué no la sueltas y me dejas que la estrene?». Recuerdo que aquello me sonó fatal, me dio como miedo. Sí, sí, no únicamente asco, también miedo. De la plaza del Castillo a la Estafeta  y con las tripas revueltas, un tipo intentó abalanzarse sobre nosotras y una vez más los cabreados músculos de mi madre lo espantaron. Cumplí algún año más, llegaron más salidas y juergas, y recuerdo en esos días en los que se celebra la Fête Nationalle cómo cuatro tipos me sobaron cuando estaba sola. Recuerdo que ante mis empujones e intentos de tortazos me miraron sorprendidos y lanzaron la mítica consigna que muchas de nosotras hemos oído en más de una ocasión, «¿es qué no sabes disfrutar de la fiesta?». Recuerdo también ir por las calles y escuchar «que chorreas, guarra». Y cómo no, recuerdo también al idiota de turno plantándose delante y diciendo aquello de «Princesa, ¿estás sola?».


Es parte de mi relato sanferminero, el de parte de mis recuerdos y no me equivoco si digo que es parte del relato de muchas otras más. Es por ello, que lo de recordar me trae una serie de momenticos que me ponen de muy mala leche. No se trata de mirar hacia otro lado; tampoco de acusarnos de aguafiestas por el hecho de recordarlos. Se trata de que entre todas y todos vayamos combatiendo comportamientos así y consiguiendo que la ilusión de que lleguen las fiestas pueda ser vivida de igual manera por todas las personas que queremos participar en ellas.

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