No colaborar con la banalización del mal
El próximo día 7 de febrero está previsto en Gasteiz la celebración del partido de basket entre el Baskonia y el Maccabi de Tal Aviv, una oportunidad de oro para mostrar nuestra determinación a no contribuir al blanqueamiento del Estado genocida de Israel, oponiéndonos decididamente a la celebración del encuentro.
No ignoro la dificultad de este reto, que traería, de conseguirse, potenciales consecuencias negativas, tanto económicas como deportivas, pero, aun así, lo considero necesario, e intentaré en este artículo explicar por qué.
Pensando en ello, mientras veía en directo el aquelarre neofascista de la proclamación de Donald Trump, recordé como −hace ya muchos años− un amigo reaccionaba ante las cargas policiales paralizándose de puro terror, agarrotándose de tal forma, que más de una vez tuve que tomarlo del brazo y llevarle casi a rastras al refugio de un bar o un portal próximo.
Al parecer, esta actitud tan irracional proviene de nuestro acervo filogenético, de cuando la inmovilidad absoluta podía servir de defensa eficaz frente a un depredador que pretendía comernos. Puede que ahora nos esté pasando algo similar ante el avance del fascismo: la magnitud del mal es tal que a veces nos paraliza de espanto, de miedo a ser una más de sus víctimas. O si no nos sucede aún, quizá pronto lo haga.
«Mejor no meterme en líos y ocuparme de mis asuntos que bastante tengo con lo mío» es una expresión muy común en situaciones que nos llevan a mirar para otro lado y no hacer nada ante injusticias radicales, como las que ahora vemos en Palestina.
La justificación usual de esta actitud es el reconocimiento de nuestra impotencia: «Al fin y al cabo, qué puedo hacer yo», o «para qué exponerme si haga lo que haga las cosas seguirán igual», considerar, por tanto, que el genocidio es parte inevitable de la realidad. Es decir, la banalización del mal.
Sin embargo, como en el caso de mi amigo paralizado en la manifestación, esta actitud no nos evitará las heridas morales de nuestra inacción y sus consecuencias, que, a menudo, son más profundas y tardan más en sanar que las heridas físicas.
Es ingenuo a estas alturas pensar que el fascismo rampante dejará incólume mi país, mi hogar o mi persona. A no ser que me convierta en uno de ellos, o al menos, que colabore con sus actos nefandos, en mayor o menor medida.
El autoritarismo que se avecina nos exigirá colaboración, silencio cómplice y cosas peores que vendrán −también aquí− si no hacemos nada por evitarlo.
Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, decía Rafael Sánchez Ferlosio con lucidez hace ya mucho, cuando solo los mejores poetas presentían lo que nos venia encima. Ahora que ya han venido, no podemos pretender, como niños pequeños, que el ogro desaparecerá si cerramos los ojos para no verlo.
Ojalá fuera así, pero si queremos evitar que el «fascismo nos coma», posiblemente ni siquiera podremos huir, vista la cacería programada en Gaza en supuestas zonas seguras o la de miles de víctimas ante los muros fronterizos de los países ricos que huyen de guerras interesadas o de catástrofes mal llamadas naturales. La única opción que parece razonable es enfrentarlo.
¿Cómo hacerlo? Pues para empezar, no colaborando con la colonización neofascista de nuestras vidas cotidianas (como acudir a un partido de basket), pero para conseguirlo debemos asumir que la desobediencia no nos saldrá gratis, que tendrá también sus consecuencias y debemos estar preparados para asumirlas.
El partido del 7 de febrero es algo más que un evento deportivo, pues supone, sin duda, un intento de blanqueamiento del Estado genocida de Israel, o lo que es lo mismo, un acto de banalización del fascismo, pero supone también un reto ético para no colaborar −en lo que nos toca− con la banalización del mal, con la transformación del genocidio en cotidianidad asumida como inevitable.
Asumir la normalización del asesinato de decenas de miles de niños −con evidente voluntariedad y hasta rigor científico en la tarea− entre otros gravísimos delitos de lesa humanidad, es colaborar en el avance de lo que Bárbara Ruiz, la directora de Unrwa Euskadi, ha llamado certeramente «crisis de humanidad».
Ante esta encrucijada ética, cada cual deberá decidir de qué lado colocarse. O bien mirar para otro lado y seguir como si nada, continuar nuestras vidas cerrando los ojos con la vana esperanza de que el nuevo fascismo desaparecerá por arte de magia. O bien asumir el imperativo ético que nos dicta no colaborar con el mal cuando afecta al otro, de la misma manera que nos gustaría que otros hicieran si fuéramos nosotras las víctimas. Es decir, alzar la voz y comprometernos contra el genocidio, evitando toda colaboración con quien lo comete, también aquí, aunque hacerlo pueda tener consecuencias que nos perjudiquen.
Desde luego, este es solo uno de los retos habidos y por haber en estos momentos de zozobra. Existen otros similares, como la fabricación de armas made in Euskadi, la construcción del tren colonial en Cisjordania, o los que tienen que ver con la acogida o segregación de las personas migrantes, entre otros −ahora inimaginables− que llegarán, si no hacemos nada por evitarlo.
El día 7 en Gasteiz se ha convocado una manifestación para exigir que no se celebre el partido de la ignominia, acudir pude ser un paso para enfrentarlos desde la ética y la dignidad humanas.