Joseba Pérez Suárez

No diga division; diga intolerancia

Aún recordamos, un año después, aquellos vehículos de la Guardia Civil partiendo desde distintas localidades españolas hacia Cataluña, cargados de «razonamientos» y despedidos por sus convecinos al grito de «¡A por ellos!».

Dicen que «hay tontos que tontos nacen, hay tontos que tontos son y hay tontos que tontos vuelven a quienes tontos no son». Algo que en la vida diaria tiene su fiel reflejo, sin ir más lejos, en el día a día de la actividad política estatal. El atontamiento de la sociedad constituye toda una ciencia en la que gran parte de quienes detentan el poder ejercen su doctorado, sobre todo ahora que ciertos títulos académicos se reparten a voleo muy cerca de aquí.

En lo que toca a nuestro país, como al de al lado, el discurso diario de determinada clase política, que se oxigena y viraliza desde esos medios afines (radiados, televisados o «twitterizados») que viven en el entorno de un pesebre constitucionalista sobrado de paja y confortabilidad, cumple su misión de adoctrinamiento a base de simplificar unos mensajes que plantean la duda, muchas veces, de si son lanzados con la insana intención de eliminar el debate o constituyen, realmente, todo el bagaje intelectual que son capaces de aportar determinadas «mentes preclaras» de la política, tanto estatal como autonómica. Mantras que se defecan desde ese establo para consumo indiscriminado de una ciudadanía poco crítica, dispuesta a degustar ese maná sin demasiada reflexión y cuya ingesta diaria cumple su misión de ir calando en la sociedad a modo de fina lluvia. Sibilino trabajo de adormecimiento de conciencias, a la búsqueda de una ciudadanía acrítica e irreflexiva, que haga sencilla su gobernanza y garantice la propia permanencia en el poder.

Llevamos años escuchando el run-run de esa «división» que supuestamente generan todas y cada una de las ideas que cuestionan la visión oficial de cuanto sucede en nuestra sociedad. Se apela a ella como palabra rotunda, con el ánimo de que nadie trate de buscar acepciones distintas, matices cromáticos que dejen abierto el campo a la duda razonable, a la disparidad de criterio, al pensamiento racional o al análisis de la situación. Se abunda en palabras tajantes y sentencias definitivas, que deriven en soluciones simples, que no sencillas, para consumo rápido entre la ciudadanía. Populismo a granel, vaya.

Y surge esa «división», como surgen el «golpismo», la «sedición», la «traición» o el «prófugo», todas ellas apelaciones rotundas, sin presunción que valga, no vaya a ser que quien lo lea o escuche sienta la tentación de pararse a pensar. Se hablará de todas ellas, al igual que del «menosprecio» de la judicatura (belga, alemana, argentina o cualquiera que ose remar en sentido contrario) hacia la justicia española o de la «injerencia» de aquellas en asuntos que no les son propios, por no tener que hacerlo del respeto a la diferencia, a la disparidad de criterios, a la diversidad de opiniones o a la variedad de planteamientos, cuestiones, todas ellas, no solo en las antípodas del delito, sino enraizadísimas en la más avanzada de las democracias imaginable. Democracia, la española en este caso, siempre más proclive a la prohibición que a la escucha, al encarcelamiento que al diálogo, a poner el parche que a limpiar la herida, predispuesta como lo está a apelar al porrazo y a las gónadas cuando la lesión se complica y requiere de soluciones reflexivas.

Razones hay para pensar que la supuesta división en las sociedades catalana o vasca por cuestiones políticas no es muy diferente de la que se produce, mismamente, en cada una de las citas electorales, a la hora de llegar a acuerdos en una comunidad de vecinos o, sin ir más lejos, tras cualquier Madrid-Barça. Simple disparidad de opiniones, algo que solo genera división cuando aparece la intransigencia. Porque nadie genera división por consultar a los ciudadanos sobre sus preferencias políticas, sino precisamente por impedirlo o renegar de su resultado. Nadie nos ha explicado por qué una visión política, el constitucionalismo en este caso, que concita el 50% de adhesión entre la sociedad catalana, es sinónimo de convivencia, mientras que la opción independentista, que aglutina al otro 50%, representa la división y el enfrentamiento. Solo la intransigencia lo explica y en este caso, la de quienes no aceptan un cambio de «statu quo» político. Su concepto de democracia fracasa en el momento en el que los votos amenazan con cuestionar sus planteamientos. Genuinos representantes del tardofranquismo, añorantes de un caudillismo que todo lo igualaba sin concesión del mínimo resquicio a la discrepancia. Por eso entienden siempre la unidad patria como bien superior, por encima de la propia praxis democrática. Porque la unidad a golpe (y nunca mejor dicho) de intransigencia es solución más simple que la búsqueda de convivencia entre diferentes.

Aún recordamos, un año después, aquellos vehículos de la Guardia Civil partiendo desde distintas localidades españolas hacia Cataluña, cargados de «razonamientos» y despedidos por sus convecinos al grito de «¡A por ellos!», mientras los próceres del unionismo, con sus títulos de «máster en convivencia por la URJC» colgados de la pechera, aplaudían con las orejas. Dice el diccionario que intransigencia es la actitud de la persona que no acepta los comportamientos, opiniones o ideas distintas de las propias o no transige con ellos.

Cuando el constitucionalismo representaba la opción mayoritaria en Catalunya, la convivencia (el respeto por parte de la minoría, en este caso) era la norma; cuando la situación, por el contrario, tiende a dar la vuelta y el unionismo atisba el final de su hegemonía, opta por airear el mantra de la división. En mi humilde opinión, la intransigencia es un simple problema de falta de educación y 40 años de falsa democracia no han servido para superarla.

Impedir el derecho a decidir en el seno de una sociedad que presume de democrática es como poner ruedas cuadradas a un coche de carreras y refleja, negro sobre blanco, que el constitucionalismo español y los soberanismos vasco y catalán seguimos sin coincidir en los conceptos más básicos.

Bilatu