Maite Ubiria
Resp. Área Internacional de Sortu

No nos acostumbramos a las sirenas de muerte

Israel perpetra estos días la enésima masacre en Palestina, y lo hace entre el estupor de la ciudadanía, que con las fuerzas que tiene a su alcance, lanza el grito de alarma, en las distintas movilizaciones y actos de solidaridad que se llevan a cabo a lo largo y ancho del planeta.

La desproporción y la desmesura infinitas con las que Israel ha actuado en aparente respuesta a un hecho de enorme gravedad y doloroso, como es el secuestro y muerte de tres jóvenes colonos, no hace sino remarcar que no estamos ante un acto de autodefensa, al tiempo que pone en evidencia el carácter endémico de la violación de las más elementales normas de protección de derechos humanos por parte del Estado de Israel.

Dos centenares de víctimas, más de un millar de heridos, destrucciones de viviendas, ataques a equipamentos civiles -a los que no escapan ni ambulancias ni equipos de medios de comunicación-, detenciones, evacuaciones forzosas y humillaciones a la población civil. Ese es el balance provisional de esta masacre consentida por la comunidad internacional.

La agresión crece en enteros cada hora que pasa, marcando un pico en la siniestra hoja de ruta de la ocupación, cuyo objetivo no es otro que llevar a la extenuación a la población palestina y hacerla desistir de su legítima aspiración a constituir un estado viable sobre las fronteras reconocidas por las propias Naciones Unidas.

El pueblo palestino tiene derecho a existir y a constituir un estado propio. La solución de dos estados es, antes y hoy, la salida posible a un conflicto que, contra lo que se presenta a menudo en los medios occidentales, no es esencialmente un problema de seguridad, y menos aún una confrontación a dos bandas cuyo origen más cercano algunos, interesadamente, sitúan con el nacimiento de Hamas, o más bien en su ascenso por vía democrático-electoral al Gobierno de Gaza.

El conflicto que hoy nos conmueve especialmente, pero que debería preocuparnos siempre, hunde sus raíces en los compromisos no cumplidos en la hora de la descolonizacion de Oriente Medio.

Hecha la alusión histórica, tratemos de recuperar la memoria más cercana. Hace apenas un año, otras imágenes de destrucción y muerte captaban temporalmente la atención del mundo.

Al igual que ahora, con la llegada del verano subía el nivel de amenaza de una intervención militar. En ese caso en Siria. Focalizando exclusivamente la responsabilidad de la crisis en el régimen de Al-Asad, desde las principales plazas de la diplomacia occidental se calentaba la sartén utilizando para ello un líquido altamente inflamable. La misma fórmula empleada para moldear la opinión pública para una sangrienta intervención militar con vista al derrocamiento del ex mandatario iraquí, Sadam Hussein: la acusación sobre el uso de armas químicas prohibidas por los tratados internacionales.

Las imágenes, extremadamente crueles, que salpicaban las pantallas de televisión en agosto de 2013, tras un cruento ataque en las afueras de Damasco, se acompasaban de todo un panel de informaciones, no siempre contrastadas, destinadas a acelerar una solución militar.

Gobiernos que apenas unos años antes habían abastecido los arsenales de otros países que también han sido en los últimos tiempos escenarios privilegiados para la desestabilización y la guerra - Libia, Egipto, Yemen...- se situaban a la cabeza de las peticiones de una reacción enérgica de la comunidad internacional contra las autoridades sirias.

Para entonces, la contienda en este país había causado ya la muerte de más de cien mil personas y un enorme éxodo de refugiados. Poco importaba, la ofensiva de Damasco era utilizada no para proteger a una población atrapada en la guerra, sino para tratar de influir en su curso, en un claro intento de decantar las fuerzas en favor de una heteróclita coalición opositora.

Entre quienes lanzaron el dedo acusador contra Damasco, y abogaron, seamos claros, por golpear a Irán sobre la cabeza de Siria, figuraba el estado más militarizado de la región, Israel.

Hoy, un año después, el olvido se cierne sobre el frente bélico sirio, donde la vida sigue cotizando a la baja, y otro tanto ocurre en el devastado Irak que, ahora trasmutado Califato, prosigue ese viaje al medievo que le impuso la mayor coalición militar internacional nunca antes conformada.

Tanto en Siria como en Irak, la comunidad internacional no hizo sino valerse de la doble vara de medir tan empleada en otros muchos conflictos olvidados. Algunos de ellos, como los que asolan el cuerno de África, son más lejanos geográficamente hablando, al menos hasta que quienes los padecen se atreven a saltar una valla o arriesgan la vida en una barcaza. Pero otros, más cercanos, dejan tanto o más al descubierto las vergüenzas europeas, como en el caso de Ucrania.

Y, sin embargo, tanto esos conflictos como el que hoy nos ocupa, el que asola Palestina, tienen solución, en parámetros de derecho internacional, desde el respeto a los derechos de los pueblos, desde la protección de las personas, mediante procesos de diálogo en los que los organismos internacionales jueguen un papel activo de facilitación y no de injerencia con fines geoestratégicos.

El conflicto que vive Palestina tiene solución, a costa de que, primero, se ponga coto a la violencia que se deriva de la colonización, y que es causante de muerte en Gaza y Cisjordania, pero también, digámoslo, como lo hacen no pocos israelíes comprometidos con la paz, a una situación de falta de libertad para la población israelí, cautiva en un estado que se sustenta sobre relaciones de fuerza.

Esa población cautiva, sometida a un régimen en que halcones y palomas apenas se distinguen cuando vuelan en busca de muerte en Palestina, puede coadyuvar a un cambio, necesario para invertir la lógica de la confrontación.

El acuerdo nacional palestino, sellado el pasado mes de abril entre Al-fatah y Hamas, no puede ser interpretado como un factor de amenaza, sino más bien como todo lo contrario. Ese compromiso solo puede distorsionar los planes de quien piensa en mantener el status quo. Ese acuerdo es, sin embargo, un paso en la buena dirección, cara a dotar a Palestina de una interlocución válida ante la comunidad internacional, a la que corresponde garantizar sus derechos como pueblo.

Euskal Herria ha mantenido históricamente fuertes lazos de solidaridad con Palestina. Ello no quiere decir que seamos insensibles ante otras muchas situaciones de injusticia, algunas ya citadas en este artículo. Es solo la constatación de una conexión que se ha plasmado, por ejemplo, en los hermanamientos entre distintos ayuntamientos vascos y otras tantas localidades palestinas, pero también en experiencias de brigadas y otros tipos de intercambios culturales.

Esa sensibilidad tan arraigada hace que hoy no podamos permanecer callados ante la desolación que se cierne sobre Gaza y que manifestemos que, más allá de las declaraciones de consternación, es hora de actuar con responsabilidad política.

Esa vocación se puede expresar de múltiples modos, todos legítimos, y así en algunos balcones consistoriales ondean ya las banderas palestinas con crespón negro, en señal de respeto a todas las víctimas de esta agresión militar. Son pequeños gestos, que se irán sucediendo, no nos cabe duda, en próximos días, y a los que de antemano queremos dar la bienvenida.

La denuncia de la agresión es necesaria, porque ello debilita al estado que siembra el terror en Gaza. Pero esa queja formal, insistimos, debe acompañarse de un compromiso que perdure en el tiempo, que no caduque cuando el dolor de la población palestina vuelva a desaparecer de esas pantallas que nos dan una imagen casi siempre incompleta, y por descontado efímera, de la mayoría de los conflictos.

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