Maitena Monroy
Profesora de autodefensa feminista

Normal

La normalidad patriarcal centra la amenaza en el espacio público, cuando sabemos que lo más peligroso es el espacio privado en el que se asumen como normales los comportamientos estereotipados y de abuso de poder en las relaciones afectivas.

Quién no quiere ser normal? Ahora que la idea de la vieja y la nueva normalidad cohabitan, sería interesante cuestionarse qué implica, no ya la vieja normalidad de injusticia, sobre la que se ha escrito mucho, sino «ser normal». Cada una de nosotras y nosotros, qué entendemos por ser normal, qué deseos de encajar en el sistema nos atraviesan y cómo esos deseos nos llevan, cuando menos, al malestar, y cuando más, a desarrollar algún problema importante de salud. Ojo, no encajar también tiene malestares, por ello es fundamental encontrar referentes en otras personas que sean disidentes de esos significados patriarcales de lo que es ser mujer u hombre. Referentes a los que agarrarte para mantener el equilibrio mental, la fortaleza y la alegría de saber que hay otras maneras de habitar el mundo. Dejar de creer que tú tienes un problema porque no te gusta el plan de vida que el sistema ha trazado para ti. De hecho, una de las frases que más escuchamos las feministas, en nuestros entornos «normales», es que somos muy radicales, raritas e incluso que estamos locas. Lidiar con ello, es reconocer el conflicto, el malestar, la rabia y la indignación de no encajar y, además, no querer, y al mismo tiempo, sentir el miedo de cómo se tambalea lo conocido, lo seguro, lo «normal».

Hace poco, una activista transfeminista, con respecto a cómo transformar nuestra normatividad, me decía que ella era siempre pro-derechos y yo cuestionaba esa idea de que ampliar los derechos siempre resulta positivo y transgresor. Le ponía el ejemplo de lo que estaba ocurriendo con la aprobación, en muchos países, del matrimonio «igualitario» y como muchas de nuestras amigas habían acabado casándose como única forma de acceder a derechos. Al menos si una es consciente de la utilización instrumental, ni tan mal, no vaya a ser que se nos cuele la idea de que detrás del matrimonio hay amor, amor verdadero.

También le señalaba que regular derechos en función del sufrimiento percibido puede convertirse en un arma de doble filo al «aliviar» el efecto y no la causa. Por ejemplo, la OMS en el 2004, reconoció el alivio del dolor como un derecho humano fundamental, y estoy convencida de que tratar el dolor lo es, pero también de que el abordaje farmacéutico al que le sigue muchas veces la búsqueda de ese «alivio» solo actúa sobre el efecto y no sobre la causa. Desde la perspectiva de la neurobiología del dolor crónico se explica el dolor como parte de nuestro sistema de alarma-protección. Por tanto, el cerebro es quién proyecta la conciencia de dolor. Tomamos conciencia no en función, como habíamos creído hasta ahora, de la situación real de los tejidos sino de la percepción de amenaza de los mismos. Así que, en el caso del dolor crónico, cuando no hay daño en los tejidos, fomentar el conocimiento sobre neurobiología se está tornando una herramienta desnormalizadora del dolor como lo «normal» cuando se está viva.

Resulta paradójico el aumento de personas que padecen dolor crónico y a la par que queramos vivir una vida sin emociones desagradables. En muchos foros feministas se escucha aquello de que «hay que vivir sin miedo», algo que, por cierto, es imposible. A veces, creo, confundimos el efecto con la causa. El problema no es sentir miedo puntual sino vivir en función de ese miedo, no identificarlo o normalizarlo. Alabamos a las mujeres víctimas que sólo cuentan sus logros de supervivencia, a las que elogiamos por no ser victimistas (?). Nos cuesta acompañar los procesos donde el dolor está activo y cuando enfrentamos situaciones de trauma una de las reacciones que solemos escuchar es: «no te preocupes que ya se va a pasar». Pero, ¿Cómo? ¿Porque el tiempo lo cura todo, porque no es necesario habitar el malestar ya que podemos fluir para recuperar una «vida plena»? Enfrentar los miedos con conocimiento, reconociendo la amenaza, quizás sea uno de los elementos más empoderantes para tomar las riendas de nuestras propias vidas.

Saber cuál es la amenaza nos permite obtener herramientas, estrategias para identificar cuándo hay una activación que se corresponde con el contexto real de amenaza. Aina Vidal, en la moción de censura, decía que «el miedo es un mecanismo de autodefensa y en nuestro miedo mandamos nosotras». Totalmente de acuerdo, pero en la creación de la amenaza no mandamos nosotras, manda el sistema patriarcal. Al identificar que este miedo es real podemos articular estrategias colectivas y, asimismo, cuestionar por qué más del 51% de la población tiene que «cuidarse» de la violencia de los otros. El problema se produce cuando no se sabe identificar la amenaza, se individualiza un problema que es estructural, entonces puede aparecer el pánico, el terror, o peor, la normalización y posterior perpetuación de la situación. Vivimos con una gestión cortoplacista de los problemas, solucionando lo urgente sin resolver lo imprescindible. Cuando frente a la amenaza solo se dan mensajes contradictorios como en la actual situación sanitaria, se genera más incertidumbre, más incomprensión y, por tanto, pánico o irresponsabilidad, al no favorecer el afrontamiento activo. Porque no se puede atender lo que no se entiende.

En el caso de la violencia machista llama la atención la cantidad de mujeres que tras realizar los talleres de autodefensa feminista identifican situaciones de violencia vividas que habían sido integradas como «lo normal». La normalidad patriarcal centra la amenaza en el espacio público, cuando sabemos que lo más peligroso es el espacio privado en el que se asumen como normales los comportamientos estereotipados y de abuso de poder en las relaciones afectivas.

Encajar, ser normal, es lo peor que nos podría pasar porque eso quiere decir que el sistema nos ha cooptado y puede que incluso sin darnos cuenta de ello.

Urkullu señalaba que es terrorismo actuar contra la salud de las personas. ¿Será consciente de cómo nos enferma este sistema, y de su responsabilidad como lehendakari? ¿Somos conscientes de cómo nos enferma querer ser normales?

Bilatu