Jorge Majfud
Escritor

Nuestros hijos en nuestra cultura neurótica

Ahora, los padres ya no vivimos con nuestros hijos; vivimos para nuestros hijos. Les damos todo y les exigimos todo.

Nuestro mundo neurótico es especialmente neurótico con los niños. Está organizado para evitarles todo tipo de sufrimiento, como si viviesen en Disney World, con la ausencia total de las necesidades básicas de otros tiempos y de otras sociedades periféricas, rodeados de cosas (que compramos para suplir nuestros sentimientos de culpa) mientras los torturamos y les impedimos tener una existencia propia, como si la niñez, primero, y el resto de la vida, después, fuesen una carrera interminable hacia el éxito económico, académico o social.

Desde que nacen, los especialistas de todo tipo comienzan a medir su naturaleza. Peso corporal, diámetro cerebral. A los pocos años, el especialista está contando cuántas palabras pueden aprender y producir, y las compara con las estadísticas. Como todos los individuos son diferentes, ninguno se adecúa exactamente al modelo. Para no herir sensibilidades, casi todos son calificados como «normales dentro del rango» de la felicidad. Pero si alguno sale un poco por fuera (es decir, todos), se lo empuja como ganado al tubo de tratamiento. Inmediatamente empiezan las ansiedades y el estrés por cualquier diferencia que, generalmente, debe ser tratada con un especialista para que: (1) si es un genio, no se le arruine el futuro que merece; o (2) si tiene alguna tara, como tenemos todos los que nos consideramos normales, se lo derive a un especialista para que lo ayude a superarla, al tiempo que, en el mismo proceso, el niño va absolviendo el resto de las taras de una cultura exitista y consumista.

Ni el orden socioeconómico ni la cultura que deriva de él y lo promueve, son tratados, porque para eso no hay especialistas diplomados: se tratan los individuos, de la misma forma que la policía y el sistema judicial castigan los elementos expurgados por una sociedad enferma. Son niños y adolescentes generalmente estresados y sufriendo el síndrome de la ansiedad crónica que su propia cultura produce. Sobre ellos proyectamos todas nuestras expectativas y, sobre todo, todos nuestros miedos. Los miedos propios de una sociedad basada en la competencia y el consumo, es decir, el miedo al fracaso, a no ser exitosos, a no tener cosas, títulos, a ser una basura que todavía no cometió ningún delito.

Nuestra generación, aunque jodida de otras formas, tuvo algunos privilegios existenciales: todas nuestras incapacidades fueron ignoradas. Yo aprendí a leer solo, antes de entrar a la escuela, y todavía tengo problemas para decidir si vacaciones va con c o con s. No había tantos nombres para esas deficiencias que hacen de un individuo un artista, un científico, un carpintero o un deportista. No había reportes detallados de nuestro coeficiente de inteligencia ni de nuestra incapacidad de prestar atención a lo que decía la maestra en clase, por lo cual podíamos recibir un grito histérico, pero no el estrés ni la ansiedad ni la desesperación diaria de nuestros padres por un hijo con futuro de perdedor.

A nosotros nos amaban tanto como nosotros amamos a nuestros hijos, con una diferencia: por lo general, nuestros padres, con todos sus problemas, que no eran pocos ni eran pequeños, aun siendo terriblemente estrictos, vivían con nosotros y nos dejaban en paz. Éramos, por lejos, más libres. No conocíamos la adicción a los videojuegos, a las pantallitas, esas fábricas de autistas sociales. Estábamos rodeados de seres humanos, con todos sus defectos de humanos. Nuestros padres eran, para el estándar actual, terriblemente negligentes. Corríamos casi desnudos por las calles bajo la lluvia. Solos, sin la guardia paterna. Hacíamos las compras en algún almacén. Íbamos caminando a la escuela, muriéndonos de frío o de calor. En las escuelas, en los automóviles, no existía ni la calefacción ni el aire acondicionado, por lo que no podíamos quejarnos de su falta. Sufríamos más el calor y el frío y menos la tristeza y la frustración. Hoy ya no hay niños jugando en las calles. Por estadísticas, los reclusos pasan más tiempo al aire libre que los niños de hoy.

Las maestras no nos exigían resolver la cuadratura del círculo ni nos presionaban para alcanzar altos escores en las pruebas PISA. No necesitábamos competir ni con Estados Unidos ni con China. Sí, éramos más pobres. Pero éramos lo que éramos. Éramos niños y, en mi opinión, más felices.

Ahora, los padres ya no vivimos con nuestros hijos; vivimos para nuestros hijos. Les damos todo y les exigimos todo. La repetida publicidad, los numerosos negocios no dejan de recordarnos que debemos comprar diez seguros, hasta por si se nos escapa una mala palabra en público y alguien nos hace un juicio. Debemos ahorrar en el Banco X para la universidad y hasta para el retiro de esos niños. El negocio está siempre en promover el miedo para vender una ilusión de futuro y aplastar el presente, convirtiéndolo en una oportunidad de inversión.

La solución no es individual sino colectiva. ¿Por qué? Porque incluso aquellos padres que criticamos esta cultura neurótica estamos atrapados o tenemos poco margen de movimiento real: si alguien quisiera criar a un niño por fuera de esta locura global, crearía un ser marginal, inadaptado, una futura víctima de una sociedad que lo castigará con todo su variado arsenal de privaciones, de humillaciones propias y de premios ajenos.

Todos los best sellers para niños y jóvenes insisten en la idea de escaparse del sistema, como si fuese una catarsis, un sueño pasajero que, al terminarse, deja la misma sensación de despertar de un sueño agradable a una realidad decepcionante. No aprendimos nada, pero renovamos energías para seguir haciendo lo mismo. Este tipo de industria editorial continúa haciendo montañas de dinero con una frustración infantil y adolescente a la que no ayuda, aparte de una distracción y de una mejora en las habilidades de lectura que lo harán un mejor consumidor o un mejor CEO. No es el espíritu crítico lo que se promueve, sino habilidades para aprobar esos exámenes que le enseñan al niño a odiar las matemáticas y la literatura o, en el mejor caso, a creer que la literatura es un examen clerical de datos computacionales.

En Estados Unidos, tanto la educación elemental como secundaria, privada o pública, está obsesionada con la literatura, pero confunden literatura y cultura con tortura. La literatura debería expandir los límites interiores de la experiencia humana y no ser, como lo es hoy, un objeto de decodificación para aumentar las habilidades clericales y computacionales de los niños. Una actividad de primer año de secundaria (sexto año de primaria en América del Sur) suele consistir en doscientas preguntas sobre tres novelas de cien y doscientas páginas, de las cuales me reservo el calificativo.

¿Dónde está el espíritu crítico, la fantasía creadora, el placer de estar vivos? Entonces, uno entiende el desinterés de los jóvenes por la cultura crítica, esa que produce seres humanos, sensibles y pensantes, no consumidores de cantidades, eso otro tan necesario para la economía del uno por ciento que luego, en los promedios, se confunde con la economía de un país y con la felicidad de sus habitantes.

Para que todo eso funcione, los dulces padres deben ser los policías de sus hijos, como sus dulces maestros, cuya estrategia es acosar al niño con una montaña de deberes y actividades para que no piense, para que desarrolle solo aquellas habilidades que lo harán una persona exitosa en un futuro supercontrolado y predeterminado.

Un mundo que no estará controlado por ellos, sino por unos pocos que se encargarán del resto. Eso en el mejor de los casos, si no hay un quiebre abrupto.

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