Iñaki Egaña
Historiador

Oi ama Euskal Herria

Ellas fueron las que nos trajeron hasta donde estamos, las que hicieron posible ese sueño que vamos deslizando hacia la realidad

La canción de Benito Lertxundi nos fundió a toda una generación y encartó a nuestra tierra con nombre de mujer, por si a alguien le quedaba la duda de esa diferencia de género que habitualmente evita el euskara. Svetlana Alexiévich escribió, en un conmovedor texto, que la guerra no tiene rostro de mujer. Lo reivindicaba pero se quedó corta. El semblante de mujer es el de la vida, el de la transmisión oral, el del cosmos y el de la comunidad natural, menuda o abundante. Es también el de la patria, aunque el nombre se haya deslizado desde el «pater», origen similar en griego, latín, sánscrito y persa.

Todos los días del año construimos la patria, esa matria soñada, la hacemos más o menos cercana, la añoramos, y, en la misma medida, la amamos y la rechazamos. Uno de entre los 365, Aberri Eguna, la advertimos especialmente. Algunos, sin embargo, abrazándose a la musicalidad de Georges Brassens, que renegaba de himnos, desfiles y banderas, se suman al coro de los apátridas. Pero se inflaman como el resto, con otros símbolos nacionales o consumistas, abriendo la puerta a su particular devoción. Mientras, nosotros, en un camino lento pero inexorable, erigimos esa patria con rostro de mujer.

Un semblante que me recorre el espinazo para anunciarme que nuestra deuda con ellas alcanza los confines de la Vía Lactea, que supera esos 231 interminables escalones para alcanzar la entrada de Gaztelugatxe, que el saldo es tan negativo como el de los perdones y dispensas que nos adeudan desde que María Echalecu fue quemada viva en la hoguera.

Sé que la tierra os condenó y que a duras penas andamos rastreando huellas de mujer por demasiados caminos y veredas que han sido hollados por abarcas, alpargatas y botas delicadas. Y que jamás podremos devolver la identidad a las golondrinas humanas del Roncal que cruzaban el Pirineo en otoño hacia Maule y retornaban en primavera, como aquellas a las que imitaban en su vuelo estacional. «Hoa egan», tradujo Uxue Alberdi los versos de la argentina Alfonsina Storni.

Intuyo, porque el hambre es imposible imaginarlo sin haberlo sufrido, vuestro desasosiego, cuando en esa huida hacia el abismo, la armada vasca que había sido diezmada en las alturas de Sollube, Jata, Sabigain, Bizkargi y Artxanda, intentasteis asaltar la Harino Panadera de Bilbo, un nefasto 19 de junio de 1937. Pan. Pan para nuestros hijos. Y una compañía del Itxasalde, encargada de mantener el «orden público», os enfrentó a tiros, cuando ellos también habían sufrido las bombas de los pájaros de hierro facciosos. ¿Cómo descifrar vuestros nombres, vuestra angustia reventada cuando apenas sois una línea de prensa, oculta bajo signos bélicos de victoria o de derrota, de indulto o de venganza?

Y vosotras, las del lavadero del mineral de Galdames. ¿Dónde escondieron las letras de vuestros nombres? Cuando los criaderos de hierro comenzaron a agotarse, se explotaron los minerales anteriormente desechados. Había que alargar hasta el infinito el negocio. Los detritus formados por hierro mezclado con arcilla y rocas, exigían un proceso de lavado para la separación de lo que tenía «valor». Esta labor la llevaban a cabo mujeres, como Victoria Pellicer (me he permitido extraer tu nombre como recuerdo a tus compañeras), mal vistas, mal pagadas.

Ana Abizkiza Amalorrenteria, ondarrutarra. ¿Quién talló las tres aes de tus iniciales en ese conflicto hoy casi olvidado que llevó a Castilla a conquistar Navarra? ¿Qué hacía una mujer en una guerra de hombres? ¿Cómo fueron tus heridas en aquella escaramuza de la que no supiste huir? ¿Por qué tu nombre no selló los libros de historia? ¿Quizás porque tu sangre no era noble, como la de los Albret o la de Margarita de Angulema?

Cada vez que recuerdo tu aliento, se me humedece el semblante, Nicolasa. En tu ficha leí tus apellidos, Aguirrezabala Amuchastegui, de Mutriku. Un sacerdote te atendió antes de ser ejecutada y gracias a su testimonio en Zaragoza, conocimos tu tragedia: «¡Qué lejos me han traído para matarme!», repetías una y otra vez. Lejos de Euskal Herria. «Ella continuaba llorando y exclamando: ‘¡Ay ama, qué lejos estás!...’. Y pronunciaba esta frase y otras semejantes con tanta expresión de dolor y de ternura, que las lágrimas se me venían a los ojos», leí de la pluma del sacerdote. Nicolasa fue ejecutada por un pelotón compuesto por ocho soldados una mañana de 1938.

¿Y tu juventud?, Madalena Larralde. Apenas 15 años, guillotinada en Donibane Lohizune porque los revolucionarios de París, los que cambiaron el nombre de nuestros pueblos y barrios, no sabían pronunciarlos, los mismos que secuestraron al lobo y a la luna de los títulos en euskara de los meses del calendario por otros como Floreal, Termidor, Brumario, te habían descubierto espía. Tu delito, escribir en una lengua de bárbaros, vascuence, desde tu refugio en Bera, al sur del Bidasoa.

¿Y Belén? Belén González Peñalva. Aquellas tus compañeras que leyeron poemas, que recordaron tus congojas, tus ilusiones y tus esperanzas, cuando nos dejaste en ese otoño traicionero, fueron citadas y detenidas por aquellos que maldijo Federico García Lorca, en los inicios de esta reciente y temerosa primavera.

¡Ay Tene! Avergonzada por tu nombre, ¿a quién se le ocurrió bautizarte Robustiana? Tene Mujika, ilustrada y abanderada de aquella columna semanal en un diario abertzale que tu editor tituló “Emakumea eta Aberria”, hoy intraducible porque, como sabes, sus iniciales coincidirían con las de una organización innombrable. Y los jueces y agentes que miran con lupa todo aquello que escribimos al norte del Ebro, no están para los detalles.

Hace unos años rescaté de un viejo legajo gasteiztarra el nombre de Josepha Ayesa, violada por hombres desconocidos. Y con ella sembré mi desazón de miles de otros nombres que jamás encontraré entre los papeles, ni en los manuales de buena urbanidad, de otras tantas mujeres que sufrieron el acoso de hombres sin escrúpulos, alentados por una religión que dudaba incluso de si aquellas que daban la vida desde el útero poseían alma. Pero la valentía de Josepha, que denunció a sus atacantes, fue refrendada por otras mujeres, matronas que la examinaron, también con nombres y apellidos. Y como es extraño que la historia se detenga en ellas, haré un nuevo ejercicio de memoria para acordarme de ambas, María Ruiz de Uriondo y Margarita Fernández de la Hermanda.

Y después de repasar aquellas antiguas páginas de dignidad, viajé en el tiempo y el espacio para encontrarme con Marie Etchebarren que de Urepel viajó a San Francisco, al otro lado del planeta llamado mundo. Abrió una pensión entre las calles Powell y Broadway de la ciudad norteamericana. Una pensión en años en los que la patria vasca tenía aún nombres y banderas diversas, pero que unía a sus territorios a través de esa lengua que llamaba pinpilinpauxa a la mariposa y herrimina a la nostalgia. Marie fue refugio para cientos de compatriotas que llegaban a aquellos parajes huyendo del hambre, buscando amoldarse a una vida que no les había dado más oportunidad que la de existir.

Se agrieta el teclado, se acorta el escrito y siento que todavía me restan horas, días, meses para seguir dictando nombres que, dicen, pertenecen al anonimato, crónicas de mujeres que dieron sentido común al caos originario, que ofrecieron decencia a la vida en un entorno rodeado de alimañas nauseabundas. Siento, también, que jamás podré siquiera intuir otra ristra interminable de mujeres cuya estela se difuminó entre el lodo del camino, entre los fogones del hogar, entre las estrías de mercados y ferias. Y sé que, a pesar de una huella imprecisa, ellas fueron las que nos trajeron hasta donde estamos, las que hicieron posible ese sueño que vamos deslizando hacia la realidad, que tiene cumbres y valles, arroyos y bosques, cemento y barro, hierro y madera, autopistas y calzadas. Agua, fuego, tierra y viento como cantaban nuestras trovadoras. Esa mujer, también, que llamamos Euskal Herria.

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