Sasi Alejandre

Palestina y el estado de excepción global

¿Cuántos de nuestros países se han proclamado países de no me acuerdo? Desde el río Bravo hasta la Tierra de Fuego, desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo. Como escribía Cristina Peri Rossi, en plena dictadura militar en Argentina: «Del mismo modo que el pez de superficie no recibe información acerca de la profundidad, pero se mueve feliz y contento entre las algas y al borde de las rocas, ignorando el abismo del fondo». ¿Pero qué si, para que esos países del no me acuerdo se conviertan en los países del nunca jamás, hay que ver a los ojos esa profundidad que compartimos todos los pueblos?

Cuando decimos «Palestina somos todos», no se trata únicamente de una solidaridad abstracta, nebulosa, sino de un lazo tangible, a flor de piel y a flor de entrañas, entre nuestras luchas. Entonces vemos que quizás no se pudo haber preparado la Nakba, la limpieza étnica de palestinos, sin los cargamentos de armas enviados por el dictador nicaragüense Somoza padre, en ese 1939, a las milicias sionistas del Haganá durante el mandato británico sobre Palestina. Los lazos pronto se revertirían: tras ese 1948 y la consolidación del Estado de Israel, construido sobre los cimientos de la expulsión de los palestinos fuera de sus tierras, bajo órdenes de los poderes militares estadounidenses y británicos y los poderes financieros, de dinastías banqueras como la familia Rothschild, fue Israel, como Estado, el que ahora se encargaría de «ayudar» a la represión en América Latina. Desde ese primer golpe de Estado del Plan Cóndor, en la Guatemala de 1954, Israel estaría para entrenar al ejército del dictador Castillo Armas. Entrenamiento y armas con los que contribuirían también para la dictadura militar chilena, argentina, paraguaya, y haciendo el recorrido entero por el Cono Sur. Años después, financiando y entrenando a los paramilitares colombianos y diseñando las tácticas y armas usadas en la guerra sucia mexicana. Pero es en El Salvador donde las fuerzas israelíes llegan en 1972, al servicio del ejército, la policía secreta y los escuadrones de la muerte de la dictadura. De hecho, la primera gran exportación de aviones militares israelíes tuvo como receptor a El Salvador en 1973. Habiendo aprendido a desplazar palestinos de sus tierras, Israel ayudó a desarrollar las políticas de la «tierra quemada» en El Salvador y Guatemala, destruyendo los recursos y cultivos de una región para imposibilitar su uso por «el enemigo», forzando así la concentración de la población desplazada en un perímetro pequeño y controlado, facilitando la represión focalizada. Para 1982, más del 80% de las armas del ejército represor salvadoreño ya provenían de Israel, incluido el napalm, como arma química de exterminio. Presente en los años más sanguinarios de la guerra civil salvadoreña, Israel ayudó a perpetrar los más de 75.000 asesinatos civiles de los últimos diez años de genocidio. Entre los cuales se encontraban campesinos, como en la operación «Tierra Arrasada», bajo la cual los cuerpos fueron disueltos en ácido y arrojados sus restos al río; estudiantes, como en la masacre estudiantil de 1975 con más de 200 muertos; y sacerdotes y teólogos de la liberación, como monseñor Romero o Ignacio Ellacuría, de mi familia, y uno de los seis sacerdotes jesuitas asesinados en una de las masacres de 1989.

Ese país de no me acuerdo es el que ahora rige Nayib Bukele. Él mismo, proveniente de una familia palestina, mismas que agrupan el 1% de toda la población salvadoreña. Muchos de ellos, combatientes también en los frentes revolucionarios de la guerra civil, como Schafik Handal, uno de los comandantes generales de la guerrilla del FMLN. La propia familia de Bukele colaboraría con el Frente Farabundo Martí, una vez hecho partido. Con las empresas de marketing familiares, se encargaron de la comunicación política del partido por 12 años, propiciando la victoria presidencial de Mauricio Funes en 2009. ¿Cómo le pagaría el partido a la dinastía publicitaria Bukele? Fichando al joven Nayib, quien en 2012 se vuelve alcalde de San Salvador. Construyéndose su imagen de izquierdista antimarxista y antiestablishment, Bukele dejaría el partido bajo el cometido publicitado de romper con el bipartidismo salvadoreño, obteniendo la presidencia en 2019. ¿Su bandera? Luchar contra el crimen. Y para ello, Bukele mantiene la tradición de la dictadura militar: no solo directrices de Washington, sino armas israelíes. «Para obtener buenos resultados en la guerra contra las pandillas, ha sido necesario dotar de armamento y equipo a nuestra institución. Este día entregamos 800 fusiles Arad a las unidades de la Fuerza Armada», diría René Merino, el ministro de Defensa de Bukele, apenas en 2022, en el marco del rearme de 1,2 millones de dólares con equipos israelíes. Hoy día, el 2, 5% de la población adulta en El Salvador se encuentra encarcelada, muchos de ellos en el Cecot, la megaprisión contra el terrorismo. Sin derecho a juicio, sin visitas, sobrepasada su capacidad de presos y bajo denuncias de tortura y encarcelamientos arbitrarios en redadas masivas. Por definición, un campo de concentración es un centro de detención donde se encierra a personas por su pertenencia a un colectivo genérico en lugar de por sus actos individuales, sin juicio previo y sin garantías judiciales. Eso es el Cecot para los salvadoreños opositores, pobres, y ahora también para los venezolanos. Desde este marzo, cuando bajo un trato entre Bukele y Trump, más de 238 venezolanos fueron secuestrados en suelo estadounidense y traficados ilegalmente hasta El Salvador. Un modelo de negocio penitenciario bajo el cual Bukele recibe 20.000 dólares por cada preso, una materia prima muy rentable. Y que, tal y como los campos de concentración de antaño, también altamente rentables, puede empezar con unos, pero acaba con todos los que no sean cómplices. Si una vez fueron judíos, comunistas, enfermos mentales, personas sin hogar y «desviados sexuales», hoy empiezan con salvadoreños, siguen con venezolanos, pero no pararán ahí. Seguirá todo quien apoye a Palestina en los Estados Unidos, por ahora en centros de detención, y seguirán. Porque, en realidad, nada empezó ahí, sino que empezó en Palestina.

En el momento en el que dejamos ocurrir un genocidio televisado en el que, en dos años, Israel ha asesinado a casi 70.000 palestinos, más de 24 ataques con fósforo blanco, toneladas de explosivos que equivalen a más de tres bombardeos atómicos como los de Hiroshima y Nagasaki, fue entonces cuando todos nos volvimos Palestina. Nos intentarán decir que la democracia, la ley internacional, los derechos humanos, la dignidad humana existen y gozan de plena salud. Que el genocidio contra el pueblo palestino fue solo un atropello, una excepción en el oasis democrático global donde los crímenes de guerra no pueden ocurrir, a menos de que ocurran. Donde la ley existe, siempre y cuando no interfiera cuando los poderosos la gustan romper. Donde, para poder ser digno de derechos humanos, debes ser el perpetrador de violaciones de derechos humanos, y donde poseer humanidad es motivo suficiente para ser extirpado de la vida misma. No se puede hablar ya siquiera de la banalidad del mal, porque no es que el mal, en nuestro mundo actual, sea trivial, sino que vivimos en un globalizado estado de excepción del bien, que empieza en Palestina y acaba con todos los demás. Que no hace falta ponerse poéticos hablando del efecto mariposa, de cómo el aleteo de una monarca en Palestina toca a todo el mundo como un efecto de ola; ni ponerse científicos hablando del entrelazamiento cuántico, y de cómo dos partículas subatómicas están intrínsecamente conectadas, y que, aun separadas por billones de años luz, lo que le pase a una influye a la otra irremediablemente; y ni siquiera cerrar los ojos e imaginarnos en Gaza recibiendo los bombardeos para saber que los primeros que tienen claro que todos somos Palestina, son los propios genocidas. Hoy, arribados y asentados ya en el Guantánamo de El Salvador, en el genocidio recrudecido de El Congo, en la Argentina de Milei, y en todos aquellos países que pretenden que Palestina no sea la peor tragedia de nuestra historia, sino la peor hasta ahora. Quizás del único lugar donde debe brotar la esperanza ahora sea en que, si la amenaza es colectiva, la respuesta debe serlo también. Y no como una sugerencia, sino como principio básico de lo primero que es nato en la raza humana: la supervivencia. Entonces, es que en la lucha por sobrevivir, el único verbo existente se vuelve resistir.


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