Mikel Arizaleta
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Pedro Muguruza Otaño, el Valle de los Caídos y…

“El 1 de abril de 1940, el general Francisco Franco presidió en Madrid el desfile de la Victoria que celebraba el primer aniversario de su triunfo en la Guerra de Liberación Nacional. Después de un almuerzo de gala en el Palacio de Oriente, el Caudillo llevó a un selecto grupo de invitados a una finca situada en la vertiente de la Sierra del Guadarrama, conocida con el nombre de Cuelgamuros, en el término de El Escorial. En la comitiva figuraban, entre otras autoridades, los embajadores de la Alemania nazi y de la Italia fascista, los generales Varela, Moscardó y Millán Astray, los falangistas Sánchez Mazas y Serrano Suñer y Pedro Muguruza, director general de Arquitectura. Franco les explicó allí su proyecto de construir un monumento, 'el templo grandioso de nuestros muertos, en que por los siglos se ruegue por los que cayeron en el camino de Dios y de la Patria'”. Así comenzó la historia del Valle de los Caídos.

Dos días después, Pedro Muguruza, la persona encargada de poner en marcha el proyecto, declaró que Franco tenía "vehementes deseos" de que las obras de la cripta estuvieran acabadas en un año y el resto de las edificaciones en el transcurso de cinco. En realidad, el sueño del invicto Caudillo, convertido en pesadilla de muchos, tardó diecinueve años en realizarse. El Valle de los Caídos fue inaugurado el 1 de abril de 1959, vigésimo aniversario de la Victoria. En esas casi dos décadas de construcción, trabajaron en total unos veinte mil hombres, muchos de ellos, sobre todo hasta 1950, "rojos" cautivos de guerra y prisioneros políticos, explotados por las empresas que obtuvieron las diferentes contratas de construcción, Banús, Agromán y Huarte. Pero poco importaba eso. Aquel era un lugar grandioso, para desafiar "al tiempo y al olvido", homenaje al sacrificio de "los héroes y mártires de la Cruzada”, escribía el profesor de Historia Julián Casanova en noviembre del 2007.
 
 Durante los últimos meses de 1958 y los primeros de 1959 llegaron al Valle de los Caídos los huesos de miles de personas enterradas en los cementerios madrileños de Carabanchel y de la Almudena y en fosas comunes de otros cementerios de provincias. Los monjes benedictinos, a quienes se les había otorgado el cuidado de la abadía, recibían las arcas con los huesos y anotaban las referencias que constaban de esos muertos. Su número exacto e identidad es un secreto. Daniel Sueiro, en la investigación más detallada que existe sobre la historia del Valle de los Caídos, publicada en diciembre de 1976, escribe que a comienzos de 1959 habían sido enterrados bajo esa cripta "unos veinte mil fallecidos en la pasada guerra”, que pudieron llegar a setenta mil a finales de la dictadura. ¿Cuántos hay en total? El Abad, supuestamente bien informado, da una cifra de casi 34.000, aunque la cifra real podría ser “mucho mayor”. Posiblemente algún día se sabrá el número aproximado de restos inhumados en el Valle de los Caídos, y las investigaciones permitirán sacar a la luz la identidad de muchos de ellos. Dice Julián Casanova que quiso ver los libros de registro, pero en vano.  Dependía del abad y el abad no estaba en el monasterio. El abad nunca ha estado disponible para los historiadores críticos.
 
El Valle representa la cruz y la espada unidas por el pacto de sangre forjado en el putsch militar. Y así sigue.
Pero volviendo al arquitecto Pedro Muguruza. Un tipo curioso, de derechas, a juicio  de conocidos persona con rasgos de humanidad: ayudó a republicanos  perseguidos en momentos difíciles. Un arquitecto brillante pero no alejado del todo del trabajador de sus obras, incluso ni construyendo aquel panteón de muerte, de castigo y silicosis, que es  el Valle de los Caídos.

Aunque de familia originaria de Elgoibar (Gipuzkoa) parece que él nació en Madrid. Realizó muchas obras, entre otras el monumento al Sagrado Corazón de Bilbao (el listero de Euskalduna) entre 1921-1925 con su profesor de dibujo y diseño, el sevillano Lorenzo Coullaut Valera, luego haría otro el del Cerro de los Ángeles (1940) y otro más en Donosti en 1945. Y aunque muere joven, a los 58 años y de parálisis progresiva, en sus años jóvenes fue deportista nato: amante de la pelota, de la natación, navegante… Apasionado seguidor del Athletic de Bilbao. Estudiando arquitectura en Madrid funda con otros estudiantes vascos y madrileños el Atlético de Madrid como filial del Athletic de Bilbao, con la misma indumentaria deportiva de camiseta blanca y azul del club bilbaino (luego ambos cambiarían a rojo y blanco). Fue también fundador del club deportivo Elgoibar con los mismos colores azul y blanco. Una de las primeras alineaciones del Atletico de Madrid la conforman: Ramón Cárdenas, Pedro Muguruza, Roque Allende, Rafael Rodríguez Arango, Julián Ruete, Perico Mandeola, Juanito Elorduy, Luís Belaunde, Manolo Garnica,  Palacios y Alejando Smith.

Aún siendo un atlético declarado fue amigo de Santiago Bernabéu. Cuentan que Bernabéu “andaba metido con el proyecto de construcción del estadio, que llevaría su nombre, y tenía un grave problema arquitectónico con la altura de las gradas del coliseum madridista. Bernabéu quería un gran estadio pero el Ayuntamiento de Madrid, ciñéndose a las normas urbanísticas de la época, no permitía que la altura de las gradas superase el nivel de la línea vertical imaginaria de las aceras, con lo que el aforo deseado por Bernabeu quedaba reducido drásticamente. Bernabeu pidió consejo a su amigo arquitecto Muguruza, que le aconsejó brillantemente: en vez de elevar las gradas debían enterrarse éstas con el fin de lograr bajo el nivel de la calle los asientos que no se podía conseguir en altura”. El terreno de juego del estadio de Chamartín está por debajo del nivel de las calles que lo rodean.

Murió en 1948. En 1946 fue proclamado hijo predilecto de la localidad de Elgoibar y en 1997 se inauguró el viejo arco de los Muguruza en un parque elgoibarrés, no lejos del solar de los suyos. Éste es Pedro Muguruza, el arquitecto del Monumento a los Caídos (que en su enfermedad lo remataría Diego Méndez) y del Sagrado Corazón de Bilbao. No cabe duda, un hombre muy contradictorio.

Siempre me ha llamado la atención este tipo de gente en las guerras, esa especie de Oskar Schindler, como el de la Lista, en aquel campo de concentración polaco de Plaszów y a cuyo mando estaba aquel inhumano y bestial comandante Amon Göht, calificado por algunos como el comandante más sanguinario de los campos de concentración nazi, que ya es decir. Hombres normalmente adictos al régimen vencedor respectivo, pero sin perder del todo ciertos rasgos humanos, mezcla de interés y piedad y con cierto riesgo vital, dependiendo del predominio si del interés o la piedad. En el putsch militar, iniciado en el 36, fueron numerosos los republicanos, que en momentos difíciles ayudaron a los de derecha a esconderse o escaparse, y más tarde se trocaron los papeles, habiendo parecido comportamiento con rojos, nacionalistas o izquierdosos. Por supuesto, predominaron las injusticias, las matanzas indiscriminadas y los actos brutales.

Nos recuerda Pascual Serrano que el excelente historiador estadounidense, Howard Zinn,  se alistó en la Segunda Guerra Mundial como piloto de las Fuerzas Aéreas estadounidenses y participó en bombardeos contra los nazis en Europa. A pesar de estar convencido de encontrarse en el bando adecuado, las atrocidades que pudo contemplar, y en alguna de ella participar activamente, le hizo llegar a la conclusión de que “nunca más”. Su libro “Sobre la guerra. La paz como imperativo moral”, es un noble alegato contra la guerra por parte de un historiador convencido de que nunca la violencia está exenta de injusticias, matanzas indiscriminadas y actos brutales que impiden definir claramente la línea que divide el bien del mal. Y extrae una lección provechosa para cualquier tiempo, pero más en nuestros días: “El poder de un gobierno depende de la obediencia de los ciudadanos. Cuando se les retira esa obediencia los gobiernos se vuelven impotentes. Es algo que hemos visto una y otra vez a la largo de la historia”.

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