Txema García
Escritor y periodista

PNVheim: la nación convertida en museo

La obra no está acabada, pero un rictus de emoción traspasa su rostro. Poco a poco, el país por su partido soñado va tomando forma y está convencido de que la Historia se lo reconocerá. Él también ha trabajado duro, nadie le ha regalado nada y ahora llega el momento de recoger los frutos.

Como un general antes de la batalla, se acerca a la inmensa mesa sobre la que una maqueta a gran escala muestra un país de tres territorios que pronto espera gobernar. Y allí, en uno de ellos llamado Bizkaia, encuentra plasmadas, como si de un juego de Lego se tratara, sus megaconstrucciones: toda una geografía atravesada por rotondas, autovías, subterráneos, puentes, ramales y túneles.

Durante cuatro años como diputado de Infraestructuras y Desarrollo Territorial (2019-2023), y antes otros ocho como diputado de Promoción Económica (2015-2019) y Desarrollo Económico (2011-2015), él ha sido el principal adalid de las obras faraónicas que, a base de miles de toneladas de cemento, arena y grava, han convertido al herrialde que le vio nacer en la «sociedad del hormigón», un territorio admirado por los «señores de la construcción».

Sin embargo, ahora el partido al que pertenece le ha confiado una misión más importante aún: salir de su pétrea condición y ampliar sus dominios, gobernar Euskadi. Y todo indica que podrá hacerlo. Una formación de izquierdas y abertzale le pisa los talones electorales, incluso puede superarle, pero él cuenta con una ventaja muy apreciable: su formación cambia cromos con el partido que Gobierna en Madrid y, ante un enemigo común, se apoyarán mutuamente.

Siempre lo han hecho. Es el juego de las apariencias: uno aparenta ser abertzale y el otro simula ser de izquierdas. Un encaje perfecto. Unidos por las conveniencias, como los matrimonios antiguos y a pesar de que en la calle, de puertas afuera, finjan no ir de la mano y muestren algunas pequeñas desavenencias.

Su carrera ha sido lenta pero segura. En realidad, el partido le ha ido preparando con paciencia para afrontar los nuevos tiempos históricos, esa gran tarea que un dirigente jelkide que se precie ha de afrontar para guiar a su pueblo en momentos de desesperanza. Las bases ahora están inquietas, algo perdidas, sin las otrora figuras referenciales como Arzallus o Ajuriaguerra, que con solo su mirada sabían la ruta que había que tomar para llevar a su pueblo a la Tierra Prometida.

Todo ha cambiado. La sociedad, la economía, la política misma, convertida ahora en un zarzal donde es casi imposible no quedarse enmarañado. Incluso sus Batzokis, todo un símbolo, ya no son lo que eran, y en muchos casos están subarrendados. Ni sus pintxos de morcilla superados ahora por la parafernalia de la cocina de vanguardia y un globalismo al que no le interesa lo que sucede ni en Sopuerta ni en Agurain ni en Azpeitia.

Mientras tanto, el mundo se derrumba. Surgen amenazas de guerra por todas partes, se piden subidas de impuestos para afrontar los gastos de Defensa, cada vez hay más ciudadanos abandonados a su suerte por la carestía de la vida y el PIB se atasca si no se aumenta el gasto en infraestructuras, cada vez más desmesuradas. Él sabe que está aquí para eso, para cumplir con su pueblo y, ante todo, con la dirigencia de un partido que le ha dado todo. Y no les va a fallar.

Mira la maqueta de nuevo y se imagina megaparques temáticos por todas partes, autovías, subfluviales y muchos más puentes que crucen los tres territorios como estelas de progreso, a modo de «chemtrails» permanentes. Serán la avanzadilla de una nueva Europa creciendo más y más en todas las dimensiones y sin límites.

La obra de su antecesor se quedará pequeña, casi ridícula, ante lo que él y su propio partido tienen en mente. Habrán de dejarse de remilgos y afrontar las dificultades con la mirada puesta en un progreso sin precedentes. Atrás quedarán las incomprensiones de quienes incluso desde las filas de su propio partido, pero sobre todo desde el exterior, les tildan de neoliberales sin escrúpulos, de no distinguir los medios y los fines y, sobre todo, de gastar sin miramientos sociales el dinero de todos los contribuyentes.

«A esta Euskadi no la conocerá ni la madre que la parió», piensa para sus adentros y esboza otro rictus de contenida emoción. Y observa con especial detención, sobre la maqueta, sus colapsados valles por si quedara alguna rendija donde meter una nueva autopista, alguna parte del litoral donde construir otro campo de golf o urbanizaciones para las nuevas clases pudientes, que a buen seguro han de surgir al calor de las inversiones que su gobierno proyecta realizar como una apisonadora imparable capaz de allanar todo lo que le aparezca en el horizonte.

De repente, su mirada se posa sobre un espacio de la maqueta que le subyuga, como si fuera una fijación en su mente. Es una sensación extraña. Intenta borrarlo de la memoria, pero no puede. Se trata de dos localidades en Urdaibai, Gernika y Murueta, donde su partido y él tienen previsto asentar, «Sí o Sí, el proyecto «discontinuo» del Museo Guggenheim. Una arriesgada apuesta que traducida a términos políticos equivaldría a ganar o a perder credibilidad y votantes.

Su cerebro se cortocircuita al hablar de Urdaibai. De su Reserva de la Biosfera, dos palabras estas últimas que le jugaron una mala pasada y se le atragantaron en una reciente comparecencia. Habló por separado de ellas y confundió, tal vez sin querer, Biosfera con una de las cuatro capas que rodean la Tierra, en lugar de entenderlo bajo una significación vinculada a la propia Reserva. Dijo, además, que Urdaibai «no es una reserva india», como si quisiera aclarárselo a algún turista yanqui, y habló de «heridas medioambientales», sin especificar quiénes eran los autores de esas «lesiones», para apostar finalmente y de forma decidida por la ampliación del Guggenheim en la zona.

Desde su partido ya le habían advertido que era mejor no tocar el tema por un tiempo, y menos estando en plena campaña electoral. No convenía. Además, esta era una cuestión que generaba rechazos incluso entre sus propias bases, y suscitaba muchos malentendidos e incomprensiones, cuando no detractores y reticencias por parte del anterior lehendakari y de los ciudadanos de los otros territorios de Araba y Gipuzkoa que quizá no llegaran a entender las razones de un gasto que también ellos habrían de pagar por la nada despreciable cifra de más de 140 millones de euros.

Había, por tanto, que frenarse por un tiempo hasta que pasaran las elecciones, y mientras tanto, con «nocturnidad y alevosía» dar rienda suelta a la «desbrozadora» de obstáculos de todo tipo que ralentizaban un proyecto que habría de colocar a Urdaibai, de la mano del Museo Guggenheim y del bolsillo de los ciudadanos, en el máximo exponente mundial de interacción entre medio ambiente y arte. Como había dicho Andoni Ortuzar, el máximo mandatario del PNV, hacía un par de meses: «Va a ser el primer Museo que va a estar en una Reserva de la Biosfera y el primero que va a recuperar un espacio industrial dentro de una Biosfera. Es decir, vamos a ser un caso mundial en este proyecto».

Sí, esa era la cuestión verdaderamente importante, pensó para sus adentros el candidato a nuevo lehendakari. Sería un ejemplo único a nivel planetario de cómo los ciudadanos de un país regalaban con su propio dinero y el beneplácito de su Gobierno, la creación de dos sedes de otro Museo para que una entidad privada extranjera se hiciera con dos espacios en medio de la Reserva de la Biosfera y a coste cero. Pero no solo eso, la ciudadanía también tendría que cubrir los gastos de contaminación de las tierras que un Astillero en Murueta había vertido durante décadas sin que ese mismo gobierno le abriera expediente alguno.

En realidad, se trataba de una jugada perfecta para que perdieran «los indios» (los aborígenes) de la Reserva y sus pueblos limítrofes y ganara, como siempre, la «infantería» de la Unión. Una especie de «Plan Marshall» pero al revés, con el objetivo de levantar la maltrecha economía de esa nación venida a menos que son los Estados Unidos de Norteamérica y unos Astilleros que privatizan ganancias y consiguen que la Administración, es decir, la ciudadanía, carguemos con sus pérdidas y la limpieza de los suelos que han contaminado durante décadas.

Se distanció unos pasos de la maqueta. Mejor dejarla en un segundo plano hasta pasadas las elecciones. Él sabía que, en realidad, todo esto era un mero expediente y que con Jaungoikoa ta Lege Zaharra y él como lehendakari todo sería posible. Y recordó las palabras de Itxaso Atutxa cuando dijo que el Museo Guggenheim Urdaibai «es un proyecto de nación importante» que convertirá a Euskadi en un referente mundial museístico para gloria de la Fundación Solomon R. Guggenheim.

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