Oskar Fernandez Garcia
Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación

Poder omnímodo, anacrónico y supersticioso

Según diferentes estimaciones, al día se producen unos 1.000 abortos clandestinos. Esa clandestinidad implica, año tras año, un auténtico cementerio para las mujeres. Decenas y decenas de ellas mueren en el intento.

El 8 de agosto de 2018, el Senado de Argentina, integrado por 72 representantes, de esa inmensa nación del cono sur del continente americano, ponía fin a un sueño, a una esperanza, a una reivindicación justa, legítima, humana e insoslayable en pro de una Ley por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito.

¿Cómo se pudo perder una votación, una oportunidad, una reivindicación tan clamorosa, estruendosa, necesaria e imprescindible? ¡Que había logrado concitar a tantos sectores, a tantas personas y a tantos grupos sociales!

El Proyecto de la Ley del Aborto, previamente había sido sometido a debate y votación en la Cámara Baja, donde fue aprobado el 14 de junio, provocando una inmensa alegría en millones de rostros progresistas de mujeres y hombres que no concebían, en esa explosión de júbilo colectivo, que la Cámara Alta impidiese la materialización de la mencionada ley. 
Tras las irrefrenables muestras de alegría y entusiasmo colectivo –sobre todo, evidentemente, en los movimientos feministas, combativos y luchadores– surgían las inevitables dudas y temores ante la composición y la representación del Senado.

La República de Argentina se divide administrativamente en veinticuatro provincias, cada una de ellas tiene tres representantes en el Senado, independientemente de la población asentada en ellas. El origen de esta representación «está en la organización institucional emanada de la Constitución de 1853», lo que supone directamente que el voto de una persona afincada en los once territorios norteños –donde se asienta el 28,8 % de la población total– tiene un valor, prácticamente, de dos veces y medio más que el de otra persona de los trece restantes territorios. 

Esas provincias, ubicadas al norte del país, tienen un perfil mayoritariamente más humilde, con menos formación y con unas creencias religiosas católicas profundamente arraigadas. 
Esos once territorios norteños, mucho menos poblados que el resto de la nación, ese fatídico y aciago 8 de agosto aportaron –en la votación de la Cámara Alta– 23 de los 38 votos en contra de la aprobación de la ley. 
El deplorable y aborrecible resultado fue: 31 a favor, 38 en contra, 2 abstenciones y una senadora ausente.

¿Qué explicación sociológica y política se haya detrás de esa tremenda decepción? Cuando se había logrado crear una auténtica marea humana en pro de un derecho universal e inalienable.

La exministra y referente de los derechos humanos Graciela Fernández Meijide, de 87 años, con gran acierto, agudo ingenio y claridad intelectual, exponía en una entrevista las razones profundas y fundamentales que llevarían al rechazo de la despenalización del aborto, y por lo tanto continuarían obligando a una mayoría social a seguir doblegada y sometida –en el año 2018– a una ley de 1912, que lo sigue penalizando. 
Fernández Meijide «sostiene que la calidad del debate –en torno a esta apremiante cuestión– se ve resentida en el último tiempo por la desesperación de perder de los sectores, ultraconservadores, que quieren hacer de esto una cuestión de fe y acusa a la iglesia de intentar confundir a la gente». Critica abiertamente la postura adoptada por los obispos de Córdoba: «que acaban de hacer una carta espantosa diciendo que si esto avanza va a ser como una dictadura».

Ocho obispos firmaron un comunicado público, contra el proyecto por el aborto legal, y en él advertían que su aprobación convertiría al país «visible o encubiertamente en una dictadura». 
A este respecto la exministra comenta: «Este discurso va en la línea con la postura del Papa –Jorge Bergoglio– que también se ha pronunciado muy fuerte en contra de esta ley…» 

Fernández Meijide analiza, con gran agudeza y sagacidad el contexto histórico actual y el tristemente, aún tan próximo de la década de los setenta, «Hay que decirles con todas las letras a los obispos que los que estuvieron antes que ellos no se conmovieron cuando una dictadura torturaba a una mujer embarazada con el riesgo de que abortara. ¡Cuántas habrán abortado! O esperaban a que una embarazada secuestrada tuviera su hijo, la eliminaran, y entregaran el hijo cambiándole la identidad y ellos tenían capellanes que absolvían. Y no hubo un pedido de disculpas… La mujer tiene derecho a decidir sobre su cuerpo, la ley no la obliga a abortar». 
Se refiere a la brutal, inhumana, terrorífica y asesina dictadura argentina del general Jorge Rafael Videla, que gobernó Argentina desde el golpe de estado del 24-03-1976 hasta el 10-12-1983. «Considerada la dictadura más sangrienta de la historia de Argentina».

La Iglesia como institución no es que no se conmoviese, ante los brutales e inhumanos asesinatos de la dictadura, sino que los posibilitó y tomó parte activa en el contexto sociohistórico y político que permitió el secuestro, la aniquilación, la desaparición, la sistemática tortura y la feroz y despiadada persecución de la población civil, simplemente, por haber manifestado sus legítimos, y en principio inviolables, derechos a tener un pensamiento de izquierdas adscrito a diferentes corrientes: socialistas, comunistas, marxistas, anarquistas…

Poco antes del terrorífico y dantesco golpe militar, la Santa Sede (Gobierno Central de la Iglesia Católica en Roma) había designado como Nuncio Apostólico en Argentina al arzobispo y diplomático, de esa institución, Pío Laghi –durante el periodo que abarca desde el 27-04-1974 hasta el 21-12-1980–, miembro de la logia anticomunista Propaganda Due, a la que también pertenecía el almirante Emilio Eduardo Massera, comandante en jefe de la armada, una de las cabezas visibles de los golpistas y miembro de la jefatura dictatorial. Algunos de los miembros de esa logia también integraron la terrorífica y abominable Alianza Anticomunista Argentina, más conocida como la triple A.

Durante ese periodo de auténtico terror de estado, decenas de miles de personas fueron literalmente aniquiladas y borradas de la faz de la tierra. Un documento de la embajada USA en Argentina, relata que el 22-11-1978, un alto oficial del gobierno golpista le había informado al Nuncio Pío Laghi que se habían visto forzados a «hacerse cargo» de 15.000 personas en su campaña antisubversiva. El propio exdictador Videla en una entrevista afirmó que los desaparecidos habían llegado hasta los 30.000.

El conocido como Plan Cóndor, dejó en América latina un cruel, terrorífico e inhumano reguero de dolor extremo, muerte por doquier, cuerpos torturados hasta extremos impensables, personas destrozadas en el fondo del océano y en cunetas y fosas desperdigadas por una tierra dolorida y abatida hasta la extenuación.

¿Y qué hizo la Iglesia católica? Ascender con todo el beato, parafernalia y cruel frialdad al mencionado nuncio, Pío Laghi, al cardenalicio, el 28-06-1991, por «los santos servicios prestados».

¿Cómo ha reaccionado la Santa, Apostólica y Romana Iglesia Católica ante el debate por un Aborto Legal, Seguro y Gratuito? Tal y como lo ha hecho durante toda su existencia: negando los derechos básicos, universales e inalienables, tanto de los diferentes colectivos humanos como los individuales.

Esa Iglesia se ha mostrado con una frialdad marmórea y pétrea ante un descomunal problema que afecta al año a más de 350.000 mujeres argentinas. Según diferentes estimaciones, al día se producen unos 1.000 abortos clandestinos. Esa clandestinidad implica, año tras año, un auténtico cementerio para las mujeres. Decenas y decenas de ellas mueren en el intento de materializar una decisión libre y soberana, que exclusivamente les compete a ellas, «y miles terminan hospitalizadas por complicaciones posteriores».

Esa Iglesia intransigente, intolerante, indolente, anclada en los tiempos más obscuros y terribles para la humanidad se ha opuesto a la despenalización del aborto hasta la semana catorce, y ha utilizado su omnímodo poder y todos sus recursos económicos, políticos, sociales y humanos para escenificar un no rotundo –con toda su parafernalia de imágenes, cruces, estandartes, banderas, vírgenes, cantos y oraciones por calles, avenidas y plazas de Buenos Aires– al avance, que ya es imparable, en los derechos humanos colectivos e individuales.

Esa Iglesia que ha gobernado con mano de hierro y mentalidad medieval toda «la cristiandad» ha llevado el debate a un campo inaceptable –hoy en día y al menos, también, desde el Siglo de las Luces– al de las creencias, alejándolo del ámbito académico, del derecho, de la salud pública, de la inalienable autonomía psicosocial de las colectividades humanas y de las personas individualmente.

Increíblemente la Iglesia ha logrado, por el momento, imponer sus creencias por encima de todos los conocimientos, ciencias y materias que a lo largo de los tiempos el ser humano ha ido atesorando en las bibliotecas, academias, foros, universidades, sociedades científicas y culturales…

Unas creencias, que a luz de la ciencia, de la historia, de la sociología, de la filosofía, de la psicología, de la literatura… no tienen mayor valor ni mayor trascendencia que los textos que dejaron escritos los grandes cuentistas universales, como los Hermanos Grimm, Hans Christian Andersen, Lewis Carrol, Charles Perrault, Michael Ende, Gianni Rodari…

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