Isidoro Berdié Bueno
Profesor de Ciencias de la Educación, doctor en Historia y Filología Inglesa

Poder y sangre

Así se viene haciendo desde tiempo inmemorial, desde los inicios de la historia, así se crearon los grandes imperios qué luego terminaron ora destruidos ora autodestruidos, convirtiendo la historia en un baño de sangre inocente.

El ser humano, al igual que el animal, lucha y mata por la caza y por el territorio (Guarddón). De la misma manera, poder nos conduce por analogía a sangre. Los vampiros, del serbio «vampir» son unos murciélagos que chupan la sangre a personas y animales, el Estado es un ente codicioso con insaciables necesidades burocráticas qué se enriquece por malas artes chupando la sangre del pueblo. La diferencia entre el vampiro y el Estado e que el primero deja a sus víctimas exánimes pero vivas, para seguir chupando, y el segundo es más destructivo y si su orgullo o voracidad lo requiere puede disponer de tu vida y de la muerte.

Vamos a centrar el artículo en dos perlas, y no precisamente preciosas, históricas. En primer lugar citamos al rey francés Luis XIV, también conocido como el rey sol, quien se lució con la siguiente frase: «L'Etat suis je», el Estado soy yo. Previamente lo hace también el rey Enrique V de Inglaterra, del cual manifestamos su ¿perla?: «Dieu et mon Droit», literalmente Dios y mi Derecho, pero libremente traducido vendría a decirnos Dios que soy yo, mi Derecho qué lo hago yo y porque lo digo yo.

No dejan nada a los demás, ni siquiera su vida, mucho menos su libertad. Ambas frases, ¿perlas?, la mejor expresión del despotismo y la falta de humanidad de los poderes, que aglutinan para si todos los derechos arrebatándoselos a los súbditos.

Estos días se habla mucho y se escribe, por sus aniversarios y proximidad de las dos grandes guerras mundiales, en las que el Poder arrebató de su espacio físico a cientos de miles de campesinos, cuya vida consistía en una vinculación con la Naturaleza y su entorno natural, arando la tierra, dando de comer a los animales domésticos, cuidando y alimentando a sus hijos, padres y abuelos, en definitiva dando un sentido altruista y humanista a su vida, en el servicio a los demás. Lo máximo qué se le podía exigir.

De pronto, unos fulanos rompen la normalidad e irrumpen de manera agresiva, grosera y cruel, le arrebata de su medio, ese que le ha visto nacer y crecer para vestirle un uniforme, y en la mano le coloca un fusil, para finalmente decirle a quien tiene qué matar. Otro tanto hacen los del Ejército y bandera de enfrente, diciéndoles qué los en primer lugar citados son sus enemigos, cuando ni siquiera se conocen, y sin comerlo ni beberlo se encuentran luchando por una línea imaginaria a la que llaman frontera.

Aunque quienes los reclutaron sí que se conocen entre ellos, pero ellos no van a la lucha, se quedan en retaguardia. Más tarde, al final, tras enterrar cada bando a sus muertos, llega la paz, los jefes se reunirán en una mesa redonda, donde civilizadamente van a tratar los problemas qué causaron la guerra de manera incivilizada, y acordarán un precio para la nueva paz, que pagarán los vencidos a los vencedores.

Así se viene haciendo desde tiempo inmemorial, desde los inicios de la historia, así se crearon los grandes imperios qué luego terminaron ora destruidos ora autodestruidos, convirtiendo la historia en un baño de sangre inocente.

En estos tiempos que corren, vaya un «desideratum» por el país llamado España, que sufre la pandemia ideológica, la peor que podemos sufrir y contra ella no tenemos armas ni antídoto. Es el germen del que surgen todas las guerras y se trata de una pandemia muchísimo peor qué la del coronavirus. España es el país más afectado por ambos virus del mundo.

El mal que sufren los seres humanos lo provocan ellos mismos, ¿seguirá así siempre? Nos lo dirá el futuro, pero algo tendremos que hacer para no volver a repetir los mismos errores. Como decía el periódico anarquista portugués de 1977, «Que nao se repitam os erros do passado». Este es nuestro desideratum.

Bilatu