Félix Placer Ugarte
Teólogo

Política y religión

La cristiandad y su cultura política sacralizaron una forma de gobierno monárquico –«por la gracia de Dios»– contra el que, por tanto, subraya Letamendia, la oposición era «alta traición».

Estos dos conceptos han estado estrechamente relacionados en la teoría y en la práctica recientes y pasadas; aunque de formas muy diversas y hasta opuestas. Nuestra memoria histórica nos remite a tiempos cercanos de sometimiento a las ideologías y poder político de un régimen que utilizó la religión católica para imponer su dictadura y a una Iglesia que se plegó a sus exigencias para lograr beneficios y dominio exclusivos.

La historia recuerda también periodos anteriores, donde la religión cristiana se extendió en occidente, pasando de ser un grupo de creyentes perseguido por su oposición al Estado imperial del Cesar-Dios, a constituirse en cristiandad dominante a la que debían someterse emperadores, reyes y pueblos.

La laicidad moderna ha establecido una clara separación entre esos dos campos; pero continúan implicando con fuerza, emotividad y hasta pasión a personas y grupos que en determinados sectores religiosos y políticos confunden y distorsionan sus relaciones por intereses ideológicos.

El tema, por tanto, sigue vigente y, hace unos años, se debatieron en el Parlamento Europeo las raíces cristianas de Europa como una referencia, juzgada necesaria para unos o, según otros, no pertinente en la Constitución laica de la UE.

En un reciente discurso, calificado como histórico –también muy criticado–, el presidente de la República francesa, Emmanuel Macron, afirmaba: «Estoy convencido de que la savia católica debe contribuir a la vida de nuestra nación… La laicidad no tiene como objetivo arrancar de nuestras sociedades las raíces espirituales que nutren a tantos de nuestros conciudadanos. Necesitamos la ayuda de los católicos para mantener este discurso de humanismo realista».

Para situarnos hoy adecuadamente en este conflictivo tema y, en general, para una adecuada interpretación de las raíces históricas del componente religioso en lo político, es una importante aportación el trabajo, emprendido por el profesor emérito de EHU/UPV, Francisco Letamendia, con su obra proyectada en cuatro tomos: "Cultura política en Occidente. Arte, Religión y Ciencia". El primero publicado se subtitula: "Antigüedad (Grecia, Roma, Cristianismo y Antigüedad Tardía, Edad Media)", EHU/UPV, 2018. Seguirán otros tres que abarcan desde la premodernidad hasta la modernidad y posmodernidad actuales.

Este primer libro no es un retroceso erudito al pasado. Estudia un periodo de dos mil años, en fases muy diferenciadas, pero de necesaria referencia para comprender el presente, para explicarlo y actuar en consecuencia. No solo en las relaciones entre política y religión; también en la explicación pluridimensional de la formación compleja de la cultura política que esta obra afronta. Cuando se observa la superficialidad argumentativa y desconocimiento histórico de épocas que, aunque lejanas en el tiempo, subsisten como estratos culturales religioso-políticos, inciden en las mentalidades, influyen en el inconsciente colectivo y condicionan las decisiones políticas, el trabajo de Letamendia es una aportación altamente valiosa.

Es cierto que también se plantean estas preguntas: ¿Para qué referirse a Pericles, a Platón, a Aristóteles, a Agustín de Hipona o a Tomás de Aquino, en la larga historia que comienza en Grecia admirada hoy por su arte, pero muy poco conocida en su religión y filosofía? ¿Para qué rememorar a Roma, su República y su Imperio? ¿Qué interesa ya en una cultura occidental laica la casi olvidada cristiandad, recordada por sus obras de arte, iglesias románicas y catedrales góticas? ¿Qué pueden aportar la Alta y Baja Edad Media, la incidencia del Islam y la dominante cristiandad hoy para la conformación de la cultura política occidental actual o para las libertades y derechos de los pueblos?

Son precisamente temas que Letamendia analiza con rigor histórico. Demuestra el lugar predominante de la religión «omnipresente en la antigüedad clásica», en Grecia y luego en Roma, y, por supuesto, en la cristiandad, como configuradora de Europa a lo largo de la Edad Media, donde la filosofía, el arte, la ciencia eran siervas de la «totalidad religiosa».

Entroncada en una densa y extensa filosofía, la religión, juntamente con el arte, «instrumento de comunicación y socialización de las ideas y sentimientos religiosos» y, en menor escala, la ciencia, son la referencia básica que orienta, inspira y alimenta la cultura política desde la época griega, como lo muestra Letamendia. Pero subrayando matices diferenciadores y significativos. En Grecia con Pericles, Séneca, y luego con Platón y Aristóteles estaba basada en una filosofía simbolizada en el Partenón que no solo recordaba la victoria sobre los persas; representaba también la simbiosis político-religiosa a la que Sócrates dotó luego de un importante componente ético y búsqueda de la verdad por la introspección. Fue acusado de impiedad y condenado a una muerte que asumió con total entereza y decisión personal. Platón desde su idealismo exponía una visión ético-religiosa del mundo donde «La República» era guiada por tres virtudes: el deseo, que lleva a la satisfacción de los instintos, el espíritu que produce acatamiento de lo justo e indignación contra lo injusto y la razón por la que se acede a la verdad. Aristóteles proponía en su "Politika" una idea de Estado organizador del bien común que debe respetar las instituciones básicas. Roma cuyo pensamiento jurídico universalizó el derecho civil, divinizó al emperador con su religión. Opuesta frontalmente al cristianismo que negaba tal prerrogativa imperial, terminó por amalgamar en la cristiandad imperio y cristianismo.

«En el bajo medioevo es imposible disociar religión y política» cuya «simbiosis –como constata Letamendia–. fue el pensamiento total». El platónico San Agustín de Hipona orientó el mundo y su explicación hacia la «Ciudad de Dios». Tomás de Aquino, aunque separó la filosofía de la teología, aquella era la «sierva» de esta; su innovador pensamiento aristotélico, sospechoso de herejía, superaba la idea de «totalidad» y defendió, siguiendo la “Politika” del filósofo griego el Estado monárquico-aristocrático, basado en la democracia.

La cristiandad y su cultura política sacralizaron una forma de gobierno monárquico –«por la gracia de Dios»– contra el que, por tanto, subraya Letamendia, la oposición era «alta traición» y donde los súbditos situados en la base de una hierocracia, en cuya cúspide se situaba el Papado con poder universal, no tenían derechos, sino privilegios.

Transmisor de esta «doctrina» era el arte medieval románico y luego gótico, que Letamendia destaca como «instrumento de comunicación y socialización de ideas y sentimientos religiosos» y que reforzaba, por consiguiente, una determinada cultura política con su esencial componente cristiano.

Estamos hoy ante una época nueva. En el lejano pero influyente y, en algunos casos, determinante pasado europeo, la religión ejerció un poder decisivo y conformador de la cultura política. Sus consecuencias ideológicas, imperialistas, colonialistas se comprobarán, espero, en los siguientes tomos de la obra de Francisco Letamendia. Este primer trabajo sobre la «Antigüedad» es una referencia importante para situar críticamente en su origen las relaciones entre religión y política y fomentar una mentalidad y conciencia laicas en una democracia política elaborada desde un humanismo liberador de las personas y realizadora de los derechos de los pueblos.

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