Olga Saratxaga Bouzas
Escritora

Por fin, un poco de cordura

¿Para cuándo la voluntad de crear, en materia de machismo y misoginia, herramientas garantistas al respecto?

Aunque no es la primera vez que hablo del caso, hoy, mi reflexión será menos dolorosa, probablemente más serena, más lógica, porque responde al final de un largo proceso de hechos concatenados en el tiempo (de los cuales, un eslabón judicial, incomprensiblemente mal engarzado, ha supuesto 60 años menos de condena en la resolución arbitrada), y éste (el tiempo) suele proveer de espacio suficiente donde aplacar el arrebato de la emoción inicial.

El Tribunal Supremo ha dictado sentencia resolutoria definitiva por unanimidad (después de tres años desde que los hechos se produjeron) en el mediático juicio a «La Manada». Cinco profesionales de magistratura, tres hombres y 2 mujeres, han sido los encargados de nombrar sentencia: violación –en grado y cuantía de 10 agresiones sexuales–, contraviniendo el pronunciamiento del 26 de abril de 2018 de la Audiencia Provincial, ratificado, a su vez, el 5 de diciembre de 2018 por el Tribunal Superior de Justicia de Navarra. Y fallando en consecuencia, han considerado aumentar las penas de cárcel, dictar alejamiento de la víctima y «compensación» económica.

Entre alcohol, incultura, desprecio y supremacía violenta cinco predadores misóginos protagonizaron, además de la vejación y degradación propias del acto de violación sexual, alarde y jactancia de intimidación, acoso y maltrato continuado a la mujer violada. La dignidad y normal transcurrir diario de su vida fueron vapuleados por medios de información, quebrantando su derecho a la intimidad, cuando se cuestiona su proceder y hábitos posteriores a las agresiones sexuales. Sectores retrógrados de todo ámbito hostigaron, igualmente, sus idas y venidas; entradas y salidas; risas y no lloros… manosearon relaciones personales, confiscaron su derecho a olvidar. No hay como enterrar la cabeza bajo el hombro; decapitarse una misma; anular ilusiones y futuro; despojarse del presente, a jirones, si es preciso –como la ropa arrancada en un sombrío portal una madrugada de julio–, y frenar el deseo de soñar. Olvidarse de ser y de sentir, para ser absuelta por la ilusa pretensión de seguir viva.

Dormitamos la existencia acomodadas en la lástima fácil, la caridad de oficio y la incomodidad de llamar a las cosas por su nombre. La moral, a modo de oportunismo de los instintos, nos aflora el desafecto en un inconfesable deleite del morbo por mera simpatía a inmiscuirnos en lo privado de lo ajeno. Así, se cuestionan los daños y perjuicios, el miedo y la angustia de haber padecido una violación en grupo. Simultáneas agresiones: las sexuales y las sociales, que parecen querer tatuar, a toda costa, en la memoria de la mujer agredida. Victimización secundaria y juicio social mediático paralelo, con exposición pública de quien persistía en mantener su anonimato.

Por supuesto, recibí la noticia de manera positiva, los violadores (eso eran para el sentir común de la sociedad, desde que se conocieron detalles significativos del ataque a la mujer) eran nombrados como tales por la sala de lo penal del máximo órgano judicial del Estado y cumplirán condenas de 15 y 17 años de cárcel. El primer impacto, así de pronto, no cabe ser de otra manera, dado el largo periodo en el que se ha visto envuelta la causa y los dos fallos anteriores.

No obstante, de ahí a pensar, siquiera, que el veredicto «reconcilia» a las mujeres con el sistema judicial y «permite recuperar la confianza en la Justicia» (como se expresó tras conocerse la noticia), hay una distancia de año solar por día transcurrido desde el 7 de julio de 2016. «Se restaura la Justicia con esta sentencia del Tribunal Supremo» fue otra de las frases declarada a la prensa, por la vicepresidenta de la Asociación de Mujeres Juristas. Si fueran tan amables de explicarnos al detalle con qué justicia debemos reconciliar nuestra angustia, decepción y desamparo, si con la de Nafarroa o la española, quizás me avendría a intentar entenderla.

Concurren áreas, en las que la exigencia de pedir perdón, de reconocimiento del daño causado, unida a la tan manida cantinela de «vencedores y vencidos», repica como letanía monótona ante la incapacidad voluntariosa de quien compete solucionar desacuerdos y no resuelve por pura indiferencia. ¿Si tan importante consideran este tipo de credo –especie de protocolo para la paz y la convivencia en los casos de conflicto político–, para cuándo, entonces, la voluntad de crear, en materia de machismo y misoginia, herramientas garantistas al respecto?

Por qué extraña razón será que la vara de medir la ideología de ciertos colectivos desciende del período CroMagnon y cuando se trata de equidad entre géneros, los juicios contra violadores y demás repugnantes engendros abusan de la exculpación y hasta las pruebas más contundentes y gráficas se convierten en poco menos que eximentes y estigmatizan a la víctima, cuestionando si su «no» fue lo bastante alto, lo bastante continuado, lo bastante contundente; se defendió lo suficiente, opuso resistencia al agresor –poniendo en riesgo su vida–, o se redujo indefensa e imploró a las fuerzas sobrenaturales para que todo acabara cuanto antes...

Estructuras legislativas y judiciales laxas y repletas de impunidad, o arcaicas, rudas y partidistas, las encargadas de velar por los derechos de las personas. Argumentos jurídico-políticos insostenibles, irrevocables, concienzuda y hartamente irresponsables, son las cadenas y doctrinas ortodoxas de un Código Penal obsoleto.

Y pretenden que yo, como mujer, feminista radical, orgullosa de mi cultura y de mi origen, como ciudadana de una nación sin Estado, me sienta hoy reconfortada con una Justicia en la que no creo ni creeré hasta que no me demuestre, por fin, un poco de cordura.

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