Siamak Khatami
Politólogo

Por una Europa más socialista

Las decisiones que afectan a las desigualdades en cuanto a ingresos y riqueza no deben depender solo de factores económicos, sino también de factores políticos.

Nací en Irán, en el Irán de la época del último Shah. Vine a este mundo en 1962, el mismo año de la Crisis de los Misiles en Cuba, un momento en la historia en el que el mundo se acercó más que nunca a una Tercera Guerra Mundial. Pero en el Irán de aquel entonces el debate giraba en torno a unas reformas que el último Shah implementó solo bajo la presión de la administración de John F. Kennedy, y solo para mejorar la imagen del Shah tanto dentro de Irán como en el resto del mundo. En realidad, esas reformas, en cuanto a educación, salud, sufragio femenino, etc., en sustancia significaron poco. Eran más bien reformas cosméticas para que las masas en Irán pensaran que tenían un régimen reformista, mientras que la realidad no era de ninguna manera así. Irán tenía un régimen y un gobierno que se basaban en el terror y en los servicios de inteligencia (Savak). Mi padre, médico pediatra con ideas progresistas, durante su juventud incluso se unió al Partido Tudeh («Partido de Masas» en persa), el partido marxista-leninista más importante de Irán, hasta que concluyó que el Partido Tudeh era poco más que un instrumento usado por la antigua Unión Soviética para avanzar sus intereses en Irán, siendo los líderes de Tudeh poco más que marionetas manipuladas por la URSS. Desilusionado tanto por el régimen extremista proamericano de Irán como por el prosoviético Tudeh, mi padre pasó el resto de su vida intentando mantenerse al margen de la política.

Yo, como niño y adolescente en Irán, algunas veces criticaba al régimen, pero mis padres me advertían que «incluso los muros tienen ojos y oídos» (los servicios de inteligencia, famosos por torturar a los presos políticos) y que había que callarse las críticas. Y cuando yo llamaba «imperialista» al régimen estadounidense, mi padre me corregía diciendo que yo no debía decir eso, y que debía sustituir el adjetivo «imperialista» por otros como «liberal» o «capitalista». Repetí ese adjetivo que hacía a mi padre corregirme incluso dentro de los mismos Estados Unidos de América.

Después de la Revolución de 1978-79, Irán solo cambió una dictadura por otra. Hay organizaciones supuestamente benéficas cuyas fuentes de ingresos y de riquezas no se contabiliza oficialmente, ni siquiera se somete a ningún tipo de control por parte del Estado –de hecho, funcionan como si fueran un «Estado dentro del Estado»–. También hay comités, muchos de cuyos miembros no son elegidos, sino escogidos o seleccionados por el Líder Supremo del país (actualmente y desde muriera Jomeiní en 1989, el Ayatollah Ali Jameneí), y supuestamente trabajan para el mejor funcionamiento de un régimen que no se define ni como capitalista ni como socialista, sino como islamista. Pero, en efecto, ese sistema islámico solo ha dado lugar a una nueva dictadura y un nuevo y pequeño grupo de élites que persigue sus propios intereses de clase, no los de las masas.

Y ahora yo, ya no como adolescente sino como adulto de sesenta años, veo que el régimen más justo que puede existir es uno socialista. Quizá no el tipo de régimen socialista que existía en la antigua URSS, que ha dado lugar a otro régimen salvaje y dictatorial dominado por un solo líder –Vladímir Vladímirovich Putin–. Un socialismo como alguna de sus variantes europeas, como Suecia o Alemania. Un régimen que no prohíbe el mercado libre, pero que regula y suaviza los excesos de ese mercado libre con mecanismos de mercado social, incluyendo la intervención estatal y la existencia de un fuerte sector público. Un régimen que redistribuya progresivamente tanto los ingresos como la riqueza, aunque eso signifique mayores tasas de impuestos al menos para el diez por ciento de los ciudadanos más ricos.

En estos momentos, muchos europeos dudan de que el estado de bienestar pueda sobrevivir muchos años más sin reforma o modificación. El tipo de reforma que apoyo es el que implementaría un mercado más social, si cabe, del que tenemos en estos momentos, un mercado que favorecería a las masas y no solo a los más ricos y poderosos. Yo decidí hace muchos años que no voy a volver a vivir a Irán, donde lo único que ha cambiado es que en vez de someterme a la voluntad de un Shah, tendría que someterme a la voluntad de un Ayatollah, igual de dictatorial, igual de salvaje. Además, desde 1977, he repartido mi vida entre Europa y los Estados Unidos. Y para el régimen iraní, yo solo soy un contrarrevolucionario que tengo una celda asegurada en una cárcel famosa por torturar a los presos políticos. Yo prefiero vivir en una Europa más justa, más social que la Unión Europea que tenemos en estos momentos.

No sé si la cultura política, incluyendo el interés por parte de distintos grupos de población por la política y su participación en la política de cada país, tiene que modificarse –y hasta qué grado–. Pero de lo que sí estoy seguro es que las decisiones que afectan a las desigualdades en cuanto a ingresos y riqueza no deben depender solo de factores económicos, sino también de factores políticos vinculados, a su vez, al reparto de poder e intereses en cada gobierno. Tenemos que llegar a una Europa más justa, más igualitaria y más socialista como la mejor manera para conseguir un futuro que beneficie a la mayoría de las masas y no solo a unos pequeños grupos de élites. La tendencia desde los años 1980-90, no solo en Europa sino, en general, en los países llamados «avanzados del Primer Mundo», ha sido hacia más desigualdad entre los diferentes sectores de la población, y más concentración de la riqueza y los ingresos en las manos de las élites. Esa es la tendencia que tenemos que revertir.

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