Kepa Tamames
ATEA (Asociación para un Trato Ético con los Animales)

Porque tampoco les gusta a ellas

¿Acaso necesitamos del perro abandonado en un pinar o del bebé olvidado a pleno sol lenguajes articulados para saber a ciencia cierta que sufren? Quiero pensar que todo ciudadano estándar asumirá que no. Entonces, ¿por qué hay quien lo duda –hasta el abierto convencimiento de lo contrario– en el caso de las vaquillas?

Lo suyo ha costado, pero al fin parece que una generosa mayoría social acepta que las corridas de toros son –como mínimo– muy cuestionables desde una perspectiva moral, y hasta que –como máximo– suponen una canallada inasumible por cualquier comunidad que pretenda definirse «progresista».

Así pues, y como quiera que no cree uno demasiado en milagros, habrá que esperar a que tan deleznables espectáculos vayan languideciendo hasta desaparecer por falta de sustento económico, hecho dependiente a su vez de la falta de público en las gradas. El fenómeno de la evolución sin disfraz ni máscara alguna.
 
Aunque no distinto en el fondo, algo diferente se presenta el espectáculo de las vaquillas, pues goza este todavía de cierta aceptación social, por cuanto «a los animales no se les maltrata». Tal afirmación no se sostiene, a poco que entremos en la realidad del hecho: los animales –cachorros de vaca, bueno es remarcarlo una vez más, por evidente que resulte– están ahí contra su voluntad, acosados en su completo perímetro por gente egoísta que no valora sino su propio deseo de divertirse, sin apreciar que eso del divertimento propio a costa del malestar ajeno ofende en su esencia al concepto de respeto. Las vaquillas sufren antes, durante y después del evento. ¡Vaya que sí!

Por supuesto que no se les causan heridas corporales (el reglamento lo prohíbe; como prohíbe de hecho que sean golpeadas, algo que no se cumple en absoluto), pero ello no impide que sufran en lo psicológico: echan de menos a su manada (¿hemos escuchado el lamento del ternero al ser separado de su madre?), perciben a los participantes del jolgorio como acosadores –no se equivocan–, se agotan hasta la extenuación tratando inútilmente de ahuyentar a los agresores… Es difícil no leer en ese rostro un «¡Dejadme en paz!». Lo dirán sin duda en su lenguaje bovino, que no necesitamos conocer los humanos para interpretar según qué cosas en según qué animales. ¿Acaso necesitamos del perro abandonado en un pinar o del bebé olvidado a pleno sol lenguajes articulados para saber a ciencia cierta que sufren? Quiero pensar que todo ciudadano estándar asumirá que no. Entonces, ¿por qué hay quien lo duda –hasta el abierto convencimiento de lo contrario– en el caso de las vaquillas?
 
La maldad existe en muchos de nosotros, desde luego, y la hay en todos los grados posibles. Pero me niego a pensar que es lo natural y cotidiano: que los aficionados a la tauromaquia sean una suerte de «sádicos sin remedio», que por ello disfrutan con el padecimiento de toros, caballos y vaquillas. Siempre aprecié el diagnóstico como una etiqueta demasiado reduccionista. Tiendo a pensar que se trata más de una «educación incompleta» que de crueldad como tal. Siempre con las consabidas excepciones que todo fenómeno conductual arrastra. Quizá me escude en una fórmula personal, que en el fondo persiga un cierto 'blanqueamiento' moral de lo humano, siendo como somos bastante 'oscuros' en el debe de una especie que exhibe a la menor oportunidad su pancarta de «racional».
 
Y, mencionado el fleco de la «educación incompleta», sostengo que aquí el maldito déficit de empatía se lleva buena parte del problema. Porque, en efecto, con la dosis adecuada de empatía, uno puede salir al mundo cargado de ilusión y esperanza. Justo lo contrario de lo que se aprecia en un espectáculo de vaquillas.

Además, pensemos que la empatía es «gratis total»; que no se compra el producto en una mercería; que podemos cargarnos de ella en la cantidad deseada, pues ni peso tiene, a diferencia de los libros en la mochila o la comida en el carrito de la compra. ¿Acaso no es la empatía un regalo del cielo?
 
Pues bien… nunca supe encontrar mejor respuesta para quienes una y otra vez me preguntaron por qué no me gustan las corridas de toros, o mismamente las vaquillas: «Porque (me consta que) tampoco les gusta ni a ellos ni a ellas».

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