Olga Saratxaga Bouzas
Idazlea

Primaveras truncadas

La caída del muro de Berlín fue punto de inflexión en el periodo histórico conocido como Guerra Fría. Dos años después finalizó la hegemonía bipolar de las potencias dominantes (URSS y EEUU), resultante del operativo de fuerzas mantenidas en pugna durante la Segunda Guerra Mundial. En el transcurso de aquellos 45 años, sumieron al planeta en conflictos bélicos entre y con terceros países, intencionadamente, para capitalizar zonas de dominio que les posibilitaran la supremacía única, con el agravante del avance nuclear que ambos opositores ostentaban.

Muchos años antes, en pleno momento de cuestionamientos políticos, según influencias ideológicas adeptas (Comunismo versus capitalismo), el hábitat humano sufría ya el colapso social y económico provocados por la aversión mutua entre dos modelos contrapuestos y su capacidad de proyección global. Las ideas de libre mercado, representadas por las grandes empresas transnacionales, conducen entonces no solo una economía capitalista, fuera de la tutela y regularización del estado, sino que intervienen, además, en política y estructuras de índole decisivo. Lo que conlleva mayor desamparo para los colectivos sociales de base. Capas económicas intermedias ven peligrar su «equilibrio».

El año 1973 recorría Euskal Herria acercándose al final del estío mientras en el hemisferio Sur, anunciaba el albor de la primavera. En Chile, el golpe de Estado contra el primer presidente socialista elegido democráticamente, sin embargo, truncó la voz del pueblo, aquel 11 de septiembre. Quebró la esperanza de un pueblo universal, transcendiendo las fronteras de América Latina. Supuso el zarpazo a los movimientos obreros, que vieron en Salvador Allende la figura de un verdadero gobierno popular; la posibilidad real de extrapolar al mundo el derecho de vivir en dignidad. Sin poder frenar el ataque golpista, su último discurso resume la voluntad de mantener la palabra otorgada a la nación chilena. Multitud de imágenes, incluido el bombardeo de las Fuerzas Aéreas a la sede presidencial recorrieron medios internacionales. Comisiones de Verdad ofrecen datos oficiales de más de 40.000 víctimas, entre ejecuciones, desapariciones... De ahí la repercusión que la sublevación militar, y como consecuencia la muerte de Allende, tienen aún hoy a nivel mundial.

Al cumplirse el cincuenta aniversario del asalto al Palacio de La Moneda, conviene seguir recordando los «matices» estadounidenses que proporcionaron sostén a las áreas militares chilenas y a Augusto Pinochet. Aun a falta de una desclasificación completa de documentos al respecto, queda constatada la intervención de la CIA en apoyo a la extrema derecha chilena, desde que Allende fue elegido presidente. Se atrevieron con el asesinato del comandante en jefe del Ejército, el general René Schneider; objetivo: poner en jaque al ejército e impedir el inicio de la «vía chilena al socialismo». Esta acción definitiva tardaría tres años en cumplirse, y hay pruebas suficientes para pensar que la financiación y soporte logístico fueron de la mano aquel martes trágico de 1973.
 
Pasados tantos años, aún sigo imaginando el caballo del niño Luchín, el fusil de la sierra, un Manuel que no vuelve a la fábrica al toque de sirena, o la plegaria insurrecta desalambrando la tierra. Víctor Jara enseñó el arrojo de cantar la denuncia. Dio espacio a Amanda y la eternidad plena de 5 minutos, al derecho al trabajo, a vivir en paz. Mostró la miseria gateando barracas, con su pelota de trapo; un niño «Luchín», convertido hoy en abogado, era la esencia de la infancia que todavía alimenta el alma a jirones de tierra y gusanos, entretanto dibuja pájaros al vuelo sin entender de fronteras ni estacas.

Se atrevió a nombrar con apellidos la masacre de Puerto Montt y condenar al genocida Edmundo Pérez Zujovic, ministro de Interior del gobierno de Frei Montalva. Manifestó su apoyo al pueblo vietnamita, a Ho Chi Minh y su lucha de liberación nacional frente al imperialismo de EEUU y su bombardeo homicida con napalm sobre la población civil. Armas químicas destruyeron el mayor manglar del mundo.

Hace cincuenta años Estadio Chile fue celda de tortura y ejecución. Pensaron que asesinando a Víctor Jara callarían su recuerdo, y lo convirtieron en semilla universal. Su canto será para siempre símbolo de la lucha por un suelo para vivir en paz. Donde no existan «niños Luchines» envueltos en ropas de injusticia. Desde hace 20 años ese mismo lugar lleva su nombre: Estadio Víctor Jara. Su guitarra sigue latiendo, y con ella el canto de los pueblos.

Recupero fragmentos de mi infancia. Me invade la consciencia de haber sido una niña privilegiada. Nunca me faltaron abrigo ni alimento, un colchón para descansar y un cobijo de sueños: alguno, hecho realidad; los menos, casi olvidados, y los otros, siguen arando el camino que los legitime. Hoy, retomo las canciones de Víctor Jara de aquel single girando, vuelta y vuelta, a través de los ojos verdes de mi hermana; aquella humedad que nos embargaba la piel al escucharle se hace patente en estas líneas. Distingo el rostro de la dictadura mitigándose en la cinta de casete que hacíamos sonar incansables en aquella habitación de nostalgia.

Al fondo de este paisaje de memoria, un paso por delante de cualquier caída, veo las grandes alamedas que dibujó Pablo Milanés, tras la muerte de Miguel Enríquez Espinosa, militante del MIR, en pleno enfrentamiento con la DINA. He escuchado tantas veces cada nota, en directos, grabaciones, a dúo, en solitario... décadas de estrofas donde caben todos los nombres represaliados. Piso, una y otra vez, las mismas veredas que transitó la revolución para no olvidar a dónde voy.

Imagino cunetas convertidas en vestigios de una historia forjada sobre voces acalladas, en las que puedo ser la niña llorando la ausencia de primaveras truncadas, el cerro enhiesto frente a las plazas liberadas y el renacer de los pueblos, una vez devueltos los libros y los versos.

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