Amparo Lasheras
Periodista

Primero de Mayo, dulce amor olvidado

Primero de Mayo, el día del trabajo y la conmemoración histórica más importante del movimiento obrero. Así se definía hace unas décadas, después de que dejase de ser la festividad de San José obrero, el nombre con el que el nacionalsindicalismo de Franco desnaturalizó el sentido de lucha del 1 de mayo.

Hoy el primero de mayo solo es un día de fiesta más con manifestaciones tan desperdigadas como las consignas y los carteles que las anuncian. Y si el calendario y buen tiempo se ponen de su parte, se puede convertir en un puente de los que negociar en los convenios que hayan sobrevivido a la última reforma laboral y en la excusa ideal para una salida rápida, con encanto y avión incluido, de esas que venden las empresas turísticas, dirigidas, sobre todo, a los y las  que piensan que forman parte de la clase media. El viaje les ayuda, según la publicidad consumista del capital, a desconectar de la rutina y el estrés un poco miserable de su vida diaria. Pero siempre hay que volver y lo hacen dispuestos a sumirse en las diez o más horas de trabajo diarias que le exige la empresa, para pagar la hipoteca, (el que todavía puede pagarla) y esperar el próximo puente. Para los demás, para los que cada día son más, desempleados, precarios estructurales y trabajadores pobres, tal vez no signifique nada. Un día más de incertidumbre, de pobreza desesperada, porque es primero de mes y ya no hay salario, ni subsidio de desempleo que cobrar.

No cabe duda de que una se va haciendo mayor y aunque no me gusta demasiado mirar al pasado, existen días, recuerdos y sueños en los que me envuelve la nostalgia. Ahora, al escribir estas líneas la siento como una pequeña punzada por aquellos primeros de mayo en que la  clase trabajadora de Euskal Herria (el pueblo trabajador vasco se decía en otro tiempo) llenaba las calles con reivindicaciones ahora impensables, a pesar de que, hoy, en 2015, las relaciones laborales hayan retrocedido un siglo. Se necesita un nuevo sindicalismo, ésa ha sido una reflexión previa  a esta fecha. La sociedad ha cambiado; hemos sufrido una crisis sistémica que lo ha puesto todo patas arriba ¿Quiénes la conforman o cómo es, ahora, la clase trabajadora? ¿Hay que volver a definirla para convertirla en sujeto de cambio? La práctica de los sindicatos como la hemos conocido se ha quedado vieja, no moviliza, se ha burocratizado...
 
Éstas ideas han aparecido en artículos de debate donde las alternativas se muestran todavía  difusas, inconcretas, o proceden de sectores empresariales, progresistas sí, pero empresariales. Y yo que soy desconfiada con el capital casi por naturaleza, se me ocurren muchos argumentos críticos, inspirados en el convencimiento de que, en la lucha de clases de este presente tan alborotado, el sindicato de clase sigue siendo una cuestión vital, un arma a perfeccionar, pero necesaria. No en vano, según el historiador catalán Josep Fontana, desde la época de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, la destrucción del sindicalismo ha sido el objetivo del neoliberalismo para quitarse obstáculos en sus planes para desguazar el estado de bienestar. Sobre esta cuestión, habría mucho que decir y argumenta, pero aquí, en este tiempo pequeño de las horas en que transcurre el 1 de mayo, me quedó con la nostalgia de ayer y la certeza de que mientras los  sindicatos debaten o discuten y los intelectuales expertos piensan, la patronal avanza; no se cansa de pedir más reformas laborales, exige recortes, despide trabajadoras, cierra empresas, miente, persigue la ley de huelga, prepara la imposición del TTIP, desacredita el sindicalismo y el desempleo, en Euskal Herria, llega 16% y el número hogares con todos sus miembros en paro continúa subiendo (más de una tercera parte de los hogares).

El 1 de mayo tiene una historia trágica. Una huelga en Chicago para conseguir las 8 horas de trabajo, una huelga de cuatro días que acabó en la revuelta de Haymarket donde cientos de obreros fueron detenidos, torturados y encarcelados. Ocho sindicalistas anarquistas fueron juzgados como instigadores de la revuelta, tres condenados a cadena perpetua y cinco fueron ahorcados públicamente. En homenaje a ellos y en memoria de lo que representó su lucha, el Congreso Obrero de la Segunda Internacional, celebrado en París en 1889, declaró el1 de mayo, el Día del Trabajo. Ocho horas de trabajo, mejorar los salarios y terminar con la explotación de los trabajadores ¿existe alguna diferencia esencial con lo que hoy ocurre?


Escribiendo he recordado un pensamiento de un personaje de Iván Turgueniev, escritor ruso, autor de la obra ‘El primer amor’. «Dulce amor de mis años mozos, perdona si te olvido». Estas palabras nada tienen que ver con el movimiento obrero, sólo la época en que fue escrita, una etapa del siglo XIX «en la que el obrero-siervo se veía sometido a una explotación sin freno por la industria capitalista», según escribió Turgeniev. La he recordado antes de finalizar, porque pienso que el convencimiento de unas ideas y la libertad del compromiso que de ellas se derivan, cuando se van de nuestro alrededor, se llenan de la nostalgia con que se miran los primeros amores, sobre todo cuando se han perdido y una siente que se necesitan más que nunca para enamorarse del futuro.

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