Víctor Moreno
Profesor

¿Que, usted, me representa? ¡Venga ya!

Desde luego, para muchas personas que se consideran republicanas, y no solo, la Constitución dirá lo que quiera, pero el Rey y su monarquía aprobada con el paquete constitucional no les impresiona lo más mínimo. Y ¿representar? No me hagan reír

La palabra representación se usa mucho, pero ignoro si su significado es el mismo cuando se utiliza por distintas personas y en diferentes contextos. Por los datos que manejo, la conclusión provisional sería que no. Veamos.

En la Constitución española se establece que el Rey asume la más alta representación del Estado en las relaciones internacionales (art. 56); la sucesión en el trono español seguirá́ el orden regular de primogenitura y representación (art. 57); las Cortes Generales representan al pueblo español (art. 66); un diputado es un representante de su circunscripción electoral (art. 68) y el Senado es la cámara de representación territorial (art. 69).

Si, ahora, nos introducimos en las páginas de los periódicos, el galimatías semántico es mayor. El uso inmoderado de la palabra se hace obsceno: «1) los sindicatos ostentan la legitimación para representar a los trabajadores; 2) una persona de 30 años que vive con sus padres es representativo de los jóvenes españoles actuales; 3) el representante del jugador no tenía ni idea de las pretensiones del club; 4) el Tribunal Constitucional o cualquiera de las reales academias existentes, donde no hay mujeres, es criticable por no ser representativa de la sociedad; 5) para el poder, sea el que sea, cualquier institución como órgano representativo es preferible a otro que no lo sea; 6) la bandera representa al país».

Si lo llevamos a otro terreno menos abstracto, el panorama se convierte en histriónico, empezando por decir, por ejemplo, que la paella es un plato representativo de España y que el flamenco, la jota, los tambores, el lacón con grelos, los espárragos, los sanfermines, la virgen del Pilar... son el id de la identidad de individuos y colectivos. Ya no digamos la gamberrada metafísica de los papas y de los obispos que dicen ser «representantes» de Dios en la tierra.

El significado y sentido de dicho concepto, ¿es el mismo en cada una de esas frases anteriores? Es obvio que no. La representación del Estado por parte del Rey no tiene el mismo alcance, ni el mismo fundamento jurídico, que el del político elegido en unas elecciones. Desde luego, para muchas personas que se consideran republicanas, y no solo, la Constitución dirá lo que quiera, pero el Rey y su monarquía aprobada con el paquete constitucional no les impresiona lo más mínimo. Y ¿representar? No me hagan reír. ¿Una monarquía heredera de los principios que inspiraron el «Glorioso Movimiento Nacional» golpista representante de la ciudadanía? Ni de coña.

Los políticos, sean cuales sean sus afinidades, a quienes representan son a sus votantes (¿?) y esto, más que carambola de intereses, es un milagro, cuando tal cosa sucede. A duras penas, los intereses de un partido político coinciden con los de la ciudadanía. Pensar que los políticos representan los intereses del ciudadano es condescendencia que solo la fe del ingenuo se permite y una democracia formalista impone por medio de la fuerza del derecho o el derecho a la fuerza.

El artículo 401 del Código Penal, cuando habla del delito de la suplantación de la identidad ajena, establece que «es necesario que exista un perjuicio en el suplantado para condenar al suplantador». Y, de hecho, cuando no llega a concretarse dicho perjuicio es habitual que los tribunales absuelvan al acusado. ¿Qué daño podría alegar alguien que se ha visto defraudado por la representación de un político en el Congreso o en una procesión religiosa? ¿Daño moral, inmaterial, como el que sucede en el ultrajado sentimiento religioso?

Al votante, que cree en esta representación política y religiosa –en realidad, no andan muy lejos la una de la otra en cuanto a su origen y finalidad última, que es el poder–, le cabe la posibilidad de no votar a ninguno de ellos en las próximas elecciones, pensando, ingenuamente, que los próximos políticos le «representarán» mejor. Nadie representa a nadie; ni en política, ni en la esfera religiosa.

Supongo que los políticos no se hacen pasar por quienes no son –sería una suplantación, castigada por lo penal–, pero estaría bien que no se hicieran tantas ilusiones con su papel de representantes oficiales del Estado. A nadie, excepto a sí mismos con el permiso del Estado, representan cuando dicen que defienden su ideario político o creencias religiosas en una procesión religiosa en cuerpo de ciudad o ponen un belén delante de la puerta de su despacho oficial en el Ayuntamiento.

Su representación política y religiosa es sinónimo de usurpación, de «usus» –derecho de uno sobre lo suyo–, y de «rapere» –arrebatar con violencia, robar. Usurpación que está en el origen de las decisiones autoritarias del político y que, en el contexto que nos ocupa, tanto recuerdan la parodia de los Groucho Marx sobre el lenguaje administrativo. Si en la vida real, nunca las segundas partes fueron buenas, menos lo será la parte representada de la primera parte por el representante y, puestas así las cosas, ¿por qué no hacemos que la primera parte de la segunda parte del representante sea la segunda parte de la primera parte del representando? Sería lo mismo, ¿no?

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