Jonathan Martínez
Investigador en comunicación

Quintacolumnistas

La disputa política no es tanto un repositorio de ideas como un mercado de identidades. En nuestro voto funciona la identificación con las siglas y el candidato más que la evaluación de sus argumentos.

Dicen que fue el general Emilio Mola quien acuñó el término. En 1936, cuando las tropas sublevadas avanzaban hacia Madrid y aún faltaban casi tres años para que terminara la guerra, Mola se reunió con algunos reporteros y desglosó los progresos de los militares golpistas. Una de las columnas insurgentes caminaba hacia Madrid desde Guadalajara. Otra se acercaba por el Tajo. Por Sigüenza cruzaba una tercer columna camino de la capital de la República. La cuarta columna, por fin, preparaba la toma de Madrid desde Guadarrama. Pero había, además, una quinta columna tan invisible y silenciosa que las fuerzas leales al Gobierno jamás serían capaces de detectarla. Era la de aquellos que, desde el corazón del territorio enemigo, trabajaban de incógnitos para que el golpe triunfara.

Con el tiempo, la propaganda política ha refinado los métodos de infiltración. Ya no es necesario inmiscuir un contingente de informantes camuflados en las filas del adversario. No hace falta introducir un topo en las oficinas rivales. En la batalla de la representación, existen variantes más eficaces de quintacolumnismo. Mientras la política continúe siendo el territorio de las apariencias, las grandes corporaciones de la información continuarán infiltrando a sus candidatos entre la masa despistada de votantes. Lobos vestidos de cordero. Gatos vestidos de liebre. Basta echar un vistazo, por ejemplo, a los tres engendros parlamentarios que ha fabricado el establishment español en los últimos doce años. Me refiero, claro está, a UPyD, Ciudadanos y Vox, malabaristas del quintacolumnismo.

Vamos al año 2007. Zapatero ha buscado sin éxito el fin de ETA. La derecha española ha salido en tromba contra la paz negociada y ha llenado las calles de Madrid de banderas rojigualdas. En los medios cavernarios, que añoran los tiempos gloriosos de Aznar, hay un clima hostil contra el Gobierno español y contra el independentismo vasco. En ese contexto, Rosa Díez anuncia que abandona el PSOE. Unos meses antes, medio centenar de militantes se habían reunido en Donostia para organizar lo que terminaría siendo UPyD. Rosa Díez es vasca. Rosa Díez era del PSOE. Tras el fracaso del proceso de paz, presenta todos los ingredientes de la buena quintacolumnista. Por fin, en las elecciones de 2008, la nueva niña bonita de la prensa de derechas accede al Congreso de los Diputados aupada por la sobreexposición mediática.

Vamos al año 2014. Las calles acaban de vivir un ciclo intenso de protestas. La Vía Catalana acaba de reunir multitudes por la independencia. Se presenta Podemos en nombre de la nueva política. En la prensa oficial, que añora los tiempos de fe en el régimen, hay un clima de inquietud por la desafección catalana y por las encuestas que auguran la victoria electoral de Pablo Iglesias. En ese contexto, un pequeño partido que había nacido en Cataluña al calor del nacionalismo español adopta el nombre de Ciudadanos y se postula como alternativa. Albert Rivera es catalán. Albert Rivera es novedoso. Ante el crecimiento del independentismo y la pujanza de Podemos, presenta todos los ingredientes del buen quintacolumnista. Por fin, en las elecciones de 2015, el nuevo niño mimado del IBEX 35 accede al Congreso de los Diputados dopado con la coba gratuita de las televisiones.

No hace falta que recuerde la historia de Vox porque es reciente y simétrica. El referéndum catalán. El «a por ellos». El blanqueo atroz de los medios de comunicación, que vuelven a añorar al PP de Aznar porque el de Rajoy era un poco blandengue en estos tiempos cruciales para la santa integridad de la nación española. Santi Abascal es vasco. Santi Abascal era del PP. Lo tiene todo para engrosar la ilustre nómina de quintacolumnistas a sueldo del poder establecido. Además, la figura del converso demuestra un gran valor pedagógico y cumple la función propagandística de rehén arrebatado al enemigo. Pensad en Pío Moa, que pasó de engrosar las filas del GRAPO a reventar el fachómetro a golpe de revisionismo histórico. Pensad en Jon Juaristi, que pasó de militar en ETA a firmar manifiestos avalados por la Fundación Francisco Franco.

La disputa política, al contrario de lo que nos han hecho creer, no es tanto un repositorio de ideas como un mercado de identidades. En nuestro voto funciona la identificación con las siglas y el candidato más que la evaluación de sus argumentos. Decir «no hay nada más tonto que un obrero de derechas» tal vez nos consuele, pero no contribuye a explicar por qué hay sectores populares que votan contra sus intereses de clase. En 1925, Benito Mussolini y Antonio Gramsci reproducían un debate de este género en la Cámara italiana de Diputados. El Partido Comunista representa a la clase obrera, dice Gramsci. El Partido Fascista tiene más inscritos, dice Mussolini. En las elecciones andaluzas de 2018, Vox arrancó sus mejores resultados en Los Remedios, el barrio más rico de Sevilla. Pero con los votos de los ricos no se ganan elecciones, así que la formación ultra hizo correr el bulo de que se habían impuesto en el barrio popular de Las 3.000 Viviendas. Quintacolumnismo de libro.

Vamos al año 2019. Persiste la crisis humanitaria de refugiados y la extrema derecha queda retratada como xenófoba y racista. Entonces, como por arte de magia, se pasea por todos los platós un tipo al que los medios llaman «el negro de Vox» y que acusa a la izquierda de racismo. Seguimos en 2019. Las mujeres organizan una respuesta masiva en las manifestaciones del 8M. Entonces, como por arte de magia, se pasea por todos los platós una mujer que arremete contra el feminismo mientras su partido ataca las leyes de género. Gatos vestidos de liebre. Lobos vestidos de cordero. Plusmarquistas mundiales del quintacolumnismo.

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