Pedro A. Moreno Ramiro

Recomponer Europa

Las huellas del globalismo en una Europa que necesita comunidad y decrecimiento

A continuación haré público un breve resumen sobre mi próximo libro y los motivos que me han llevado a escribirlo. Me gustaría también manifestar que, en un primer momento, este libro iba a ser escrito mediante un alias que era Joseba Osorio Arizmendi, aunque, finalmente, he decidido publicarlo con mi nombre real. De hecho, bajo este seudónimo publiqué un artículo en el diario digital NAIZ. El principal motivo por el que pensé en escribir el libro con un nombre ficticio, residía en la polarización tan enconada en la que en estos momentos se encuentra la izquierda, escenario de crispación máxima, en el que todo lo que parece salirse de lo políticamente correcto es tachado de «rojipardo» o directamente de «fascista» y donde, para más inri, hablar de crítica constructiva o de debate crítico sobre ciertas temáticas como la migratoria, resulta un oxímoron en sí mismo. Teniendo en cuenta que ya tengo otros dos libros en la calle, he decidido publicar este ensayo crítico con mi nombre real, pese a tratar un tema tabú en la izquierda. Vaya por delante que el principal fin de este trabajo radica en subrayar la necesidad que existe de decrecer en el mundo «desarrollado» y, muy concretamente, en la Europa capitalista. He aquí un breve tentempié de lo que ofrece este trabajo.

Todo muta y cambia en el mundo con el paso de los años, por lo que es importante repensar los marcos sociopolíticos que nos han sido dados con el objetivo de adaptarlos a nuestro tiempo. Mientras que los Estados nación europeos surgieron en un contexto histórico donde los grandes imperios se desvanecían, en la actualidad el cambio se orienta hacia una dimensión mucho más profunda que a la simple desaparición de los Estados nación clásicos. Lo que está en juego es la destrucción de nuestro entorno, la erradicación de la conciencia de clase y la desaparición de las identidades culturales europeas. Estas últimas, por cierto, muy anteriores a los nacionalismos y a los Estados nación contemporáneos.

Con esto no quiero decir que se vayan a erradicar los Estados como estructuras de poder, sino que van a mutar, fruto de las políticas extractivistas y demográfico-migratorias auspiciadas por el capitalismo globalista. Por otro lado, el capitalismo también ha golpeado de manera clara al propio espectro de la izquierda sociológica, ya que vivimos en un marco temporal donde la propia izquierda no se autopercibe a sí misma como «izquierda», sino como «progresista».

La sociedad posmoderna ha perturbado tanto la realidad que nos ha vendido cosas que son asépticas como buenas y nos ha envenenado colectivamente en torno a debates estériles. Es la polarización perfecta que necesita la gauche divine y los reaccionarios de extrema derecha para hacer de las suyas, evitando así hablar de conceptos como la propiedad privada, la fuerza de trabajo, la desaparición de los modelos comunales, la ruptura con el mundo rural o la producción resiliente. Tan «loco» está el personal, que según el relato oficial del globalismo, la Unión Soviética era igual de mala que el nazismo y Otegi un sanguinario a la altura de Goebbels, ciencia ficción al estilo Matrix, donde lo único bueno en el mundo lo ofrece el libre mercado, los emprendedores y la sociedad del espectáculo que tan bien nos esbozó el situacionista Guy Debord.

Este ensayo también nos ofrecerá un repaso por toda la Historia colonial y cómo la misma ha desembocado en el neoliberalismo y en las actuales políticas globalistas. Empezando por el «colonialismo ibérico» que comenzó Portugal a principios del siglo XV, continuó el Imperio español con la conquista de América y que finalizó progresivamente tras la Conferencia de Berlín.

Podemos situar la fecha de 1884-1885 como el inicio de un reparto y el fin de una época que acabaría, en muchos países, menos de un siglo después con los procesos de independencia. Una independencia que no se completó del todo y que conlleva la injerencia de sus excolonias a diferentes niveles (económico, político, energético, etc.). Un ejemplo es la intervención militar que llevó a cabo el Estado francés en Mali en 2013 por sus intereses geopolíticos en la zona. Unos intereses que, además de con la propia Mali, tienen que ver con Níger, lugar donde Francia extrae ingentes cantidades de uranio para poder abastecer su demanda de energía nuclear. Situación que también explicaría el golpe militar que se ha producido en el país en 2023. En 2020, el 70,6% de la producción energética del país galo fue de origen nuclear y es que, Níger produce el 40% de la electricidad de Francia, mientras que el 89% de su población no tiene siquiera acceso a la electricidad. Por no hablar del colonialismo económico, donde bajo el acuerdo monetario CFA controlado por Francia, son 14 los países africanos que siguen dependiendo de París; un auténtico atropello sobre la soberanía de los pueblos africanos.

El colonialismo también nos explica dramas del presente como las migraciones forzosas o los guetos, sin menospreciar otras huellas que ha dejado a su paso como el auge y asentamiento de la extrema derecha. Lo que nos ofrece en el siglo XXI algunas «dismorfias sociológicas» como que votantes de izquierdas de «toda la vida» voten a la extrema derecha en los barrios obreros. Podemos justificar este tipo de problemáticas como queramos y decir que estas trabajadoras autóctonas son todas unas racistas de mierda, pero... el fenómeno por el cual esto está sucediendo es mucho más complejo y precisa de una seriedad analítica para la que parece no estar preparada gran parte de la Academia “progresista” y de los partidos políticos y organizaciones de la izquierda contemporánea.

En algunos países europeos como Francia, los porcentajes de personas migrantes o de ascendencia foránea están por las nubes, lo que provoca casos como el de Marsella. Cuando hablo de guetificación y mal reparto de las cargas demográficas, me refiero a casos como el marsellés, donde ya en 2017, de 900.000 habitantes que tenía la ciudad mediterránea, 300.000 de ellos eran musulmanes de origen principalmente magrebí. Dato que sitúa a esta ciudad de la Provenza como la ciudad más islámica de la Europa Occidental. Este fenómeno de crecimiento del islam comenzó a partir de los años 50 del pasado siglo y se incrementó tras la independencia de Argelia, ya que fueron cientos de miles las personas argelinas que se mudaron a la ex-metrópoli en busca de una vida mejor. El expolio al que se vio sometido el país norteafricano a manos del fuerte colonialismo galo repercutió, y mucho, en el fenómeno migratorio que sufrió y sufre el Estado francés.

Si dirigimos ahora la mirada al Estado español y nos vamos al año 1998, la población de personas migrantes de fuera del Estado español era de 637.085 personas, es decir, 4.905.847 personas migrantes menos que las que tenemos en el año 2022 (5.542.932); esto sin tener en cuenta a muchas personas en situación irregular o de origen extranjero nacionalizadas españolas y a sus criaturas, las cuales cuentan con un pasaporte español. A esta llegada de personas migrantes en tan solo veinticuatro años se suma la mala repartición demográfica de estas personas en el territorio, fenómeno que imposibilita la integración y facilita la aparición de guetos. Según datos del INE, en el año 2022 vivían 949.969 personas extranjeras en la Comunidad de Madrid, mientras que en otros lugares del Estado español como por ejemplo, Castilla y León, había únicamente censadas unas 146.655 personas extranjeras. Si tenemos en cuenta que la Junta de Castilla y León tiene 94.225 km² y considerando que la Comunidad de Madrid posee unos 8.028 km², podremos entender el absurdo que significa, en términos materiales, que la región madrileña albergue a 803.314 personas migrantes más que su vecino del Norte.
Ante estos datos, planteo dos preguntas:

¿Se pueden integrar las personas migrantes si no existe una comunidad de acogida?, ¿Es sostenible una sociedad de etnias minoritarias al estilo norteamericano?

Desde mi punto de vista, la respuesta a la primera pregunta es clara: NO. En ningún caso, en un barrio, ciudad, pueblo o país la población extranjera o de origen extranjero debe superar el 30% de la población total. Si esto pasara, y así enlazo con la segunda pregunta, nos toparíamos con un país de minorías étnicas donde las bandas, las rencillas entre etnias o el poder del dinero representarían las principales señas de identidad de la sociedad en cuestión.

Como respuesta injusta y reaccionaria al fenómeno migratorio, ha surgido una extrema derecha liberal y populista que azuza fantasmas en sus discursos, pero que “pone los pies en la tierra” a la hora de aplicar sus políticas. Un ejemplo de que la extrema derecha liberal no deja de ser otro elemento más del puzzle capitalista, es cómo la Italia de Meloni recibirá entre 2023 y 2025 a medio millón de inmigrantes extracomunitarios a petición del empresariado italiano. Esto evidencia que la Europa del capital -gobierne quien gobierne-, prefiere seguir recibiendo flujos migratorios, es decir, mano de obra barata de otros países, en vez de dejar de expoliar los recursos naturales de los países de origen de estas personas o pagar sueldos dignos en Europa.

La realidad es que la extrema derecha ha venido para quedarse y que, si en algún momento colapsa VOX, será porque el PP se ha acercado demasiado a sus posiciones. Mucha gente que ha votado o milita en el PP tiene la misma opinión sobre la Ley Trans, el feminismo o el Proceso Catalán que la que tiene el partido de Abascal. Dos elementos esenciales a la hora de analizar el fenómeno de la extrema derecha en España, son que el Estado español no ha vivido una dictadura comunista como Hungría, Polonia y Ucrania, o que tampoco ha visto eclosionar con toda su contundencia el “boom migratorio” como ha pasado en Francia o en el Reino Unido. Todo llegará, solo es cuestión de tiempo viendo las inercias del presente, por lo que lo único que queda por dirimir es quién obtendrá el puesto de organización ultraderechista en el Estado español, si será un partido de cariz liberal como VOX o si lo hará una organización genuinamente fascista, es decir, etnicista, obrerista y no liberal (como Hacer Nación).

Mientras tanto, la “izquierda” se diluye y algunas de las corrientes del pensamiento crítico como la anarquista y la socialista, siguen sin querer ver que las únicas opciones que tenemos aquellas personas que ansiamos poner a la clase trabajadora en el centro pasan por el decrecimiento y la comunidad.

Una comunidad ideal que ha de ser un sujeto político que no se defina ni como marxista ni como anarquista, aunque es cierto que ha de tener componentes de ambas ideologías. Sí, por el contrario, ha de proclamarse como decrecentista y comunera, apostando por una política desprofesionalizada y rotatoria, al igual que por un decrecimiento económico, pero también político. Un “decrecentismo político” que retorne la toma de decisiones al municipio y a la comarca, relegando a un lugar meramente simbólico y de políticas «macro» (como la seguridad o la diplomacia) a la confederación que representaría la República Comunera.

Este municipio comunero se organizaría políticamente en torno a dos organismos fundamentales, que son los consejos obreros y los concejos municipales:

Los consejos obreros son unidades de producción gremiales y democráticas que se adherirían a distintos convenios sectoriales de funcionamiento. Contarían con representantes de las trabajadoras (que se verían obligadas a tener que rotar) y con una asamblea laboral.

Los concejos municipales son los encargados de gestionar la vida municipal; serían una especie de ayuntamientos alternativos que tratarían, empezando desde cero, de construir una organización de abajo a arriba y con perspectiva municipalista. De esto hablo más detalladamente en mi libro “Nuevas Institucionalidades, la apuesta organizativa del ecologismo integral” (NPQ,2022).

Ahora bien, es evidente que las condiciones materiales hoy por hoy son las que son, por lo que intentar construir castillos en el aire -según está el panorama- nos puede llevar a la irrelevancia o directamente, al más profundo de los pozos. Pese a que el objetivo final ha de ser construir un municipalismo democrático y ajeno a cualquier institución neoliberal, no estaría de más y siguiendo las enseñanzas de Murray Bookchin sobre el municipalismo libertario, tener a bien (en ciertos lugares y teniendo en cuenta las circunstancias de los entornos) la participación en las instituciones municipales ya creadas. Evidentemente, este no es el paradigma deseado debido a las enormes contradicciones que conlleva y las limitaciones que tiene, eso sí, más contradicciones acarrea remar solo en un mar de arena y estar atrapadas en la residualidad.

Por lo tanto, en lugares puntuales preferentemente pequeños –nunca de más de 15.000 habitantes-, se podría intentar intervenir en los ayuntamientos existentes con propuestas encaminadas a conformar concejos abiertos, es decir, herri batzarrak. El paradigma comunero es pragmático, pero no es reformista, por lo que no contempla ni como una hipótesis la posibilidad de presentarse a unas elecciones autonómicas o estatales, ya que esto supondría el fin de la hoja de ruta revolucionaria. Tampoco pretende esta propuesta hacer uso de la herramienta electoral en ayuntamientos que superen los 15.000 habitantes, algo que la diferencia sustancialmente de la iniciativa de Murray Bookchin, el cual creía que en ciudades de cientos de miles de personas como por ejemplo Montreal (Canadá), se podía aplicar el municipalismo libertario. Otro punto crucial en este relato municipalista, es que esta intervención en este tipo de ayuntamientos debe ir ligada a una propuesta organizativa alternativa. Me explico: no sirve de nada presentarse a unas elecciones municipales, ni siquiera en los pueblos pequeños, si a la vez no se persigue la construcción de redes políticas y económicas alternativas.

¿Qué hacer en los municipios de más de 15.000 habitantes?

En este punto, es imprescindible que se entienda que el principal objetivo comunero no reside únicamente en presentarse a las elecciones de los ayuntamientos pequeños. En contraposición, su alma máter se fundamenta en la creación de soberanía política y económica. Aun así, aparte de trabajar en estas direcciones, el hipotético movimiento comunero deberá encaminarse a intentar influir en la vida política del Estado nación. ¿Cómo llevar a cabo esta tarea? Además de crear cooperativas o de participar políticamente en algunos ayuntamientos, el proyecto comunero no debe renunciar a utilizar otras herramientas a su alcance como las ILP (Iniciativa Legislativa Popular) u otras, como por ejemplo, la de organizar un sindicato o una fundación.

En resumidas cuentas, la propuesta comunera no reniega de la participación en varios ámbitos ya dados, pero entendiendo, al mismo tiempo, que el verdadero objetivo de cualquier proyecto transformador ha de descansar en la necesidad que existe de crear unas instituciones políticas más cercanas y democráticas. Es en este aspecto donde podemos apreciar que esta mezcolanza comunera está a medio camino entre las tesis anarquistas y las tesis socialistas; no se niega a participar electoralmente en algunos ámbitos municipales, pero sí a tomar el control del Estado mediante las herramientas que ofrece el mismo. No rehúsa la acción sindical, pero tampoco de otras fórmulas jurídicas como pueden ser la fundación o la cooperativa. En definitiva, el futuro movimiento comunero aspira a ser un elemento teórico que, nadando entre dos aguas, consiga presentar una propuesta de consenso para aquellas personas que no creen en este sistema capitalista, pero que comprenden en paralelo que la organización es fundamental para enfrentarse al mismo y que proponer una fórmula de gobierno alternativa es crucial para ser una opción de masas creíble.

Uno de los objetivos estructurales que tienen las comuneras es buscar la resiliencia del nuevo sistema tanto a nivel ecológico como democrático. Por ello, intentará trabajar para que las vidas de sus integrantes se puedan desarrollar en comunidades donde la democracia directa pueda ser aplicable y la sustentabilidad ecológica posible y esto, en mi opinión, solo es viable en ciudades que tengan un máximo de 15.000 habitantes. Este tipo de sujetos demográficos también son extrapolables a los barrios de las ciudades grandes en una primera fase, reestructurando las mismas en demarcaciones que no superen los 10.000-15.000 habitantes. Eso sí, con el claro objetivo de que, con el paso del tiempo, estos barrios adquieran la denominación de municipalidad y sean autónomos a nivel político.

Todo este tipo de reflexiones en torno a la demografía y al urbanismo del futuro, hunden sus raíces en la convicción de que las grandes ciudades son una construcción de la era industrial-capitalista que tiene por único fin acumular capital de manera productiva, independientemente de las condiciones de vida de las trabajadoras. Por ello, la cuestión demográfica es otro de los grandes retos que tiene la comunidad por delante. Según proyecciones de la ONU, en 2035 -no dentro de mucho- el 33% de las «españolas» vivirá en Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza y Sevilla. Pero ahí no acaba la cosa, para el año 2050 se espera que el 88% de la población «española» resida en el medio urbano. Si tenemos en cuenta que el Estado español tiene una superficie de 505.990 kilómetros cuadrados, podremos entender lo irrisorio que resulta que se apiñe a casi toda la población en unos cuantos cientos de kilómetros cuadrados.

En relación con la resiliencia de las sociedades, conviene matizar que la cuestión ecológica en el relato comunal ha de ser la arista programática principal, y esto debe ser es así, ya que sin mundo no hay ideas y la única manera que tenemos de preservar el mundo es cuidándolo y construyendo sociedades ecológicas y resilientes. Ahora bien, el ecologismo debe mutar, ya no sirve de nada hablar de la ecología en abstracto si este concepto no se liga estrechamente con la centralidad que debe suponer el decrecimiento en nuestras vidas como europeas.

Hoy en día, y como era evidente, las enormes diferencias entre tecno-optimistas y lo que algunos definen peyorativamente como “colapsistas”, ha llevado a una implosión interna del movimiento ecologista. En lo que a mí respecta, me sitúo en ese segundo grupo de personas “colapsistas” que piensan que nos vamos al abismo si no apostamos por un decrecimiento radical, por mucho que, decir esto, no sea políticamente correcto o populista.

Si nos referimos ahora a la cuestión identitaria en el Estado español, esta representa un melón sobre el que tenemos que teorizar, pero no desde nuestras tripas, sino desde un análisis pormenorizado de la realidad. Esto quiere decir que aparte de la Historia, es fundamental tener en cuenta otros factores del presente como, por ejemplo, cómo se siente la gente en los diferentes territorios del Estado español, o algo tan básico como a qué comunidad humana se adhieren las personas más allá de las etiquetas individuales.

En sintonía con estas preguntas, es imprescindible destacar que lo bueno que tiene el confederalismo comunero respecto al Estado nación, es que esta propuesta organizativa “macro” tiene al referéndum como piedra angular de su funcionamiento. Lo que en mi opinión le otorga a este modelo organizativo mucho punch democrático y de legitimidad respecto a otras formas de gobierno.

Es innegable que a día de hoy existe una identidad española muy asentada a la que se adhiere muchísima gente, independientemente de la forma organizativa en que se gestione este “espectro identitario”: monarquía, república o confederalismo. También es un hecho, en contraposición con lo anterior, que a día de hoy son millones las personas que no se sienten españolas, pero que viven bajo esta identificación y régimen legal. ¿Esto convierte a España en una nación?, desde mi punto de vista, no. Lo que sí que es España, desde mi parecer, es un sentimiento político u opción política que afecta a unas zonas del Estado más que a otras. Basándonos en este criterio, Galiza, Euskal Herria o Catalunya, son los lugares del Estado español donde más se presencia esa ruptura con el sentimiento nacional español. Territorios que, según un estudio del portal “Electomanía”, obtienen el siguiente balance identitario sobre 100: Galiza (3%), Catalunya (1,7%), CAV (-6,8%), Navarra (-7,6%). Para este balance, el portal consideraba diferentes aspectos identitarios como el sentimiento de pertenencia a su Comunidad Autónoma respecto al sentimiento de ser español.

Si hablamos ahora del continente europeo y las identidades nacionales, la Revolución Francesa supuso el inicio de una concepción organizativa fuertemente autoritaria, centralista y negacionista a la hora de entender la diversidad nacional; influjo doctrinal francés que afectó con el tiempo a gran cantidad de mandatarios de otras latitudes europeas. Este proceso reaccionario en lo cultural, acabó con las diferentes nacionalidades históricas y arrasó con la diversidad cultural del mapa hexagonal, supuestamente en beneficio de la idea de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Pero… ¿Podemos hablar de libertad, igualdad o fraternidad cuando al mismo tiempo erradicamos formas diversas de entender el mundo?

Lo que empezó la Revolución Francesa lo ha agravado el globalismo neoliberal en un contexto donde las naciones de Europa agonizan como comunidad, abrazando, en detrimento de esta última, al nacionalismo reaccionario o al indecente globalismo liberal. También, y en este proceso de descomposición de lo comunitario, el fascismo islámico asoma las orejas en muchas mezquitas de todo el continente europeo. Un fascismo de corte religioso que tenemos que combatir al mismo nivel que los presupuestos reaccionarios de Orban, Duda o Zelenski.

Conviene señalar que la comunidad nacional del futuro o el nacionalismo comunero (como me gusta denominarlo) no es étnico, pero sí cultural, por lo que está a favor de que exista una cultura matriz hegemónica en todas las naciones del mundo. En este aspecto, la integración plena de la población migrante es una pieza clave para el buen funcionamiento de la comunidad. Una comunidad nacional que ha de ser plenamente laica de cualquier simbolismo religioso, más aún si el mismo implica la invisibilización de la mujer o la estigmatización de la comunidad LGTBI.

Por último y para finalizar este breve resumen, debemos dirigir la vista hacia el Mediterráneo y hacia uno de nuestros mayores retos como “Movimiento Comunero del futuro”: la cuestión migratoria. Con ese propósito, tenemos que ser conscientes de que las migraciones que vivimos en el siglo XXI representan un drama, no un derecho.

Este ensayo se ampara en la idea de que poder vivir en tu tierra sin tener que huir de la misma por cuestiones ajenas a tu voluntad, es el verdadero derecho que debemos conquistar como sociedad. Para conseguirlo, solo nos queda el decrecimiento más consciente y la práctica militante más coherente. Una acción política colectiva que ha de ir en la dirección de conseguir que cientos de millones de peces pequeños se coman a un puñado de peces gordos, dejando de alimentar con nuestros euros a sus máquinas de hacer dinero. Desenmascarando que no hay mundo más injusto y violento que el neoliberal, y concienciando de que la única alternativa estructural que se podrá construir deberá hacerse desde el apoyo mutuo y la creación de nuevos marcos. Un gran acuerdo colectivo donde se respete al individuo, pero como parte del todo que representa la comunidad. Un nuevo contrato social para la convivencia donde quepa todo el mundo y donde solo cuatro requisitos sean imprescindibles para poder participar:

1. No querer acumular un patrimonio personal copioso sabiendo que la comunidad cubrirá tus necesidades básicas y la de tus criaturas.

2. Querer producir y consumir en base a factores resilientes y ecológicos.

3. Ansiar participar en la toma de decisiones e implicarse en momentos puntuales en la gestión de las estructuras colectivas.

4. Creer en trabajar menos y repartir el trabajo para impulsar la “bizi poza” (buena vida).

¿Te apuntas al reto comunero?

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