Pedro A. Moreno Ramiro

Refugiadas políticas madrileñas en Euskal Herria ¿Tragicomedia o triste realidad?

Da cuanto menos envidia sana ver cómo en Euskal Herria se ha mantenido ese patrimonio cultural y cómo este ha pasado de generación en generación.

No es casualidad que de mi generación sean varias las antifascistas madrileñas que residimos en Euskal Herria. Muchas dirán que sufrimos de una «vasquitis crónica» o que huimos a pastos más verdes para no luchar en nuestros pueblos y barrios. Dicho esto, cada cual tiene su propio pasado y sus motivos para marchar, motivos, que creo que son difíciles de juzgar sin conocer la carga que han soportado ciertas espaldas, y que en casos como el mío, me ha llevado a emigrar a Euskal Herria. Aun así, no podemos obviar lo duro que es abandonar a familia o amigos para llevar a cabo una apuesta vital que es profundamente ideológica. Salir de la zona de confort nunca es fácil, más aún, si tenemos en cuenta que en plena pandemia a muchas «kanpotarras» se nos ha hecho, un poco más difícil si cabe, sobrellevar ciertas situaciones teniendo a nuestros seres queridos a cientos de kilómetros de distancia.

Decir de seguido y en otro orden de cosas, que no es la intención de este artículo ensalzar a este país cómo un oasis para la izquierda europea o para el antifascismo contemporáneo. Ahora bien, aunque no sea un oasis, sí que al menos supone un charco en el que poder refrescarnos aquellas personas que nos cansamos de luchar contra molinos de viento en el corazón de la bestia.

En mi caso, los motivos de mi vuelta a este país, ahora en Nafarroa antes en Bizkaia -en total ocho años de mi vida-, tienen que ver con la posibilidad de poder llevar a cabo en el día a día una movilidad más sostenible, vivir en un espacio más vinculado a la naturaleza o tener la posibilidad de no verme abocado a tener que malvivir en un trastero con millones personas. Sin olvidar, que el residir aquí me hace no sentirme un marciano por apoyar la autodeterminación de los pueblos o la construcción de una sociedad radicalmente democrática, socialmente justa y ecológicamente sostenible.

Siempre seré madrileño, nunca renegaré ni de mi región ni de mi gente, eso sí, vidas solo hay una y por eso prefiero desarrollarme como persona y pasar mi vida en este lugar que en mi propia tierra. Una tierra que por cierto es insostenible a nivel ecológico, y que además, se encuentra en estos momentos asfixiada por un españolismo rancio e intransigente, el cual desgraciadamente, también práctica cierta parte de la izquierda gata.

Tipos como yo, como dice Asel Luzarraga en el prólogo de mi libro, no dejamos de ser una suerte de exiliados político-culturales. Anacronismos de una capital que prefirieron emigrar antes que pelear día si y día también, sobre cuestiones que son ignoradas por los propios movimientos progresistas madrileños; la perdida de derechos culturales que hemos sufrido al ser despojados de nuestra castellanidad, el expolio absoluto que sufre nuestra sierra norte o algo tan sencillo, a la par que apabullante, como es la aberración ecológica que supone para el planeta nuestro «hogar» urbanita, son algunas de esas cuestiones que son intratables desde el rigor por una gran parte de los movimientos sociales de nuestra provincia.

Hablo de madrileños, porque es lo que soy, pero soy consciente que estas líneas pueden sonar familiares para muchas personas de Murcia, Andalucía, Extremadura, León, Aragón, Valencia, Cantabria, Asturias o del resto de provincias castellanas a parte de la madrileña. En este punto de la reflexión, conviene destacar un concepto que ya he trabajado en el libro y en otros textos. Nosotros y nosotras -todas las identidades antes mencionadas-, tenemos la mala fortuna de representar lo que podemos denominar la España sociológica. Este concepto no es otra cosa que la etiqueta que pongo a aquellos territorios que a día de hoy se sienten profundamente españoles y que suscriben a pie juntillas, y de forma mayoritaria, el proyecto hegemónico español.

Es necesario destacar en este punto, que cada vez existe más polaridad en la sociedad estatal y que mientras que unos se acercan más a la extrema derecha, otras se aproximan más a las posturas secesionistas. Mientras tanto, en este nuevo mapa sociológico los y las federalistas españolas juegan a la gallinita ciega, ejemplo de ello es el batacazo que han recibido en estas últimas elecciones Elkarrekin Podemos o la marca del partido morado en Galiza. Esta última reflexión evidencia, desde mi punto de vista, que solo hay un camino para mejorar a España, ese camino ha de llevar a la misma hacia la destrucción. Solo con ese paradigma, tendremos la posibilidad de armar desde los pedazos de dicho Estado la construcción de diversos procesos constituyentes en Catalunya, Galiza y Euskal Herria, que con el tiempo, se extenderán en el resto de pueblos del Estado.

No podía escribir un artículo como este sin destacar el tema cultural en la región de Madrid. Y digo cultural por no decir no-cultural. Hemos sido arrebatados de nuestras danzas, músicas, identidad, etc. En conclusión, nos han vendido nuestro día regional como el 2 de mayo, cuando el mismo debería de ser el 23 de abril, día de Castilla, nos han cambiado las jotas por el chotis y nos han despojado de las tascas del centro por los tablaos flamencos. En definitiva, si a un pueblo le roban su cultura, le han arrebatado lo más preciado, su identidad. Una identidad, la cual por cierto, ha sido sustituida por un españolismo amorfo con toques de globalismo liberal.

Da cuanto menos envidia sana, ver como en Euskal Herria se ha mantenido ese patrimonio cultural, y cómo este, ha pasado de generación en generación. Un hecho que pone sobre la mesa cómo, aparte del mantenimiento del legado cultural, se puede construir un relato identitario desde la izquierda y con un enfoque multiétnico. Todo un hito por cierto, si tenemos en cuenta desde qué perspectivas se defienden las identidades culturales en otros puntos de la vieja Europa.

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