Joan Llopis Torres

Relaciones desconocidas

El lenguaje político y los gestos hipócritas de la política, siquiera el más sofisticado, pueden ya ocultar nada, porque el error era escuchar el mensaje, la palabra

Lo de las relaciones íntimas tiene que estar bien, me lo creo, debo tener confianza en los amigos. No contaremos aquí la del gato pequeño que se fue a casa exhausto después de estar toda la noche dando vueltas a la plaza para jolgorio de los grandes, sino la de la confusión del lenguaje. No la del leguaje político, ese no confunde a nadie. Cuando alguien quiere descifrarnos el lenguaje político, miente como un bellaco (Bellaco: persona, comportamiento: Que es malo moralmente y ruin –por si no es suficientemente malo ser malo moralmente, también ruin, luego dicen que las bromas sean pocas-; en especial, que comete delitos. «Poca valentía demuestran los bellacos que, cual cazadores furtivos –todos los son desde el punto de vista de la presa, que lo es precisamente por ser libre- asesinan a ancianos por la espalda, tienden cebos explosivos junto a niños y rematan a las madres en presencia de sus criaturas»; mentir como un bellaco; astuto, sagaz. Hoy bajan fuertes Google y el río. Dicho en corto: malo, muy malo, malo de verdad, como si no tuviera madre; cazador hijo de cazadora; rata. Vamos, que mejor beber antes de la fuente o cualquier vino. Es peor un descifrador de esos que cualquier político rastrero.

No se hace aquí referencia en particular a ninguno de los múltiples descifradores de lenguaje político, a los infelices perseguidores de sí mismos en la plaza de los gatos al tiempo que imparten doctrina chapucera lejos de sus funciones que dejan para los que asumen el riesgo de la honestidad (nos contarán un día que hacían periodismo de Estado y se precisará personal de los servicios de inteligencia para descifrar las claves bélicas) ¿Quién podría malpensar eso de mí sino un bellaco. Pero haberlos, los hay que se dedican al fingimiento y a los improperios, mientras a otros –también aquí depende- nos gusta más merendar con mortadela que esas cucharas.

La perplejidad venía de cuando alguien te propone mantener no aquellas relaciones íntimas, y por íntimas desconocidas, sino que te invita a tener una conversación íntima (aquí sí hay calles por recorrer), y, comoquiera que de esas supuestamente he de entender yo más que mis amigos por estar ocupados relacionándose, aún siempre con la duda, he de decir muy claramente como hacen los bellacos con sus simulaciones que, cuando ella me dijo «me gustaría tener una conversación íntima contigo», pensé, «qué querrá esta pájara». «Justo ahora a la hora de la merienda», «esto es injusto». Fue entonces cuando ella me preguntó si yo creía que la mentira era un síntoma patológico. Lo soltó aparentando saber de qué estaba hablando –patológico dijo- y quedé aterrado al instante con ganas de apuñalarla. Sin duda, responder era un camino sin alternativas y sin retorno. Estaba delante de una de esas conversaciones que se toman  en serio (Dios nos libre). Vamos a un lugar tranquilo, me había dicho. Bueno, le dije yo, con el conocimiento de las ilusiones que da el derecho de haberlas perdido todas, «yo miento lo normal o quizás un poco más», en una confesión sin penitencia que la dejó mirándome con cierta desconfianza sin apercibirse de que yo me había dado cuenta de sus dudas. Pues intimidad es aquella de la que no se entera nadie más que uno mismo. O, en su caso, el confesor si estás en esa práctica. Para que sólo se entere Dios o todo Dios según el cura. Que hay mucho cura hijo de puta y cazador amparado por el diablo de las intimidades. ¿Pues cómo saber de esas relaciones y de esas conversaciones si son íntimas?, y sorprendente es saber, como se sabe sin duda, de donde vienen los niños. La única explicación es que el cura se ha ido de la lengua. Desveladas las intimidades, están en este país los jueces y los curas a la intemperie. De lo contrario, no sabríamos nada por estar las luces apagadas.

Lo dicho sea para todos los idiomas menos para el inglés y los ingleses o incluidos, por nombrarlos de alguna manera y valga como figura, a gusto de todos y el gusto al elegir. Ahora recuerdo que me habló de la «silepsis retorcida e ininteligible», me lo dijo cuando se repuso de su recogimiento autodefensivo que la hacía tan vulnerable y atractiva, después se disparó como una cobra creando la intimidad que se produce entre víctima y verdugo, sin habernos dicho  hasta hoy qué papel asumía cada uno y sin confesarnos, como suele suceder, que los gatos crecen. ¡Absurdo!, se decía, creo yo, a sí misma y a sus reflexiones, pues no me dijo qué era lo que encontraba absurdo. ¡Estoy harta de mí misma! ¡Harta me tengo! No me atrevía preguntarle de qué estábamos hablando. No tiene importancia llamarles de cualquier suerte sin ninguna distinción ni respeto (vale llamarles ingleses, sin ningún reparo) ni es precisa ninguna reverencia. El inglés y los ingleses no tienen intimidad, ni ninguno ni nadie sean quienes sean. Una confidencia, cosa distinta, dicha en la intimidad (puede ser detrás de una cortina) es para que otro no se entere y ni tú ni nadie os enteréis de los manejos del inglés con cualquier otro, o con quienes él quiera. El único que ha de enterarse es el inglés. -Al rato ella decía, si no entiendes lo absurdo que es todo, no entiendes nada porque es una locura, una locura, todo es una locura-. Eso sí, dicen que tiene la flota en el puerto (también los hay cazadores fluviales y según funciones, rangos, empleos o cargos, muchos con distinciones y medallas). Pero, en cualquier caso, siempre pescan con red atravesada envenenando todas las aguas. El inglés sólo lo entienden ellos. Tú puedes hablar perfectamente inglés. No sirve de nada. El inglés es un idioma creado exclusivamente para los ingleses, creen ellos. Esa es la perversión. Algunos lo llaman corrupción del lenguaje. Aquélla por referirse más al vició y los pervertidos, y ésta a la podredumbre de la carne por haber salido de cuentas con la dignidad y la honradez caducadas, sin que nadie recuerde desde cuándo y en qué siglo, y sin posibilidades ni esperanza de reencarnación.  Aquí podemos entendernos y nos entendemos los mortales y también los inmortales. De nada sirven los sectarismos desmedrados, las malas administraciones como malas costumbres, los arreglos de despacho ni el cerramiento en núcleos reducidos de poder que lo deciden todo aun sin la complicidad silenciosa de las grabadoras, desconociendo si la difusión de estas otras intimidades es por falta de seriedad, sin valor legal ni práctico, dicen ellos, o todo lo contrario, decimos nosotros entre los ruidos de las calles, descubiertos todos los pasteles, sin que se note el cuidado. El disimulo de estos señores quiere ocultar pero manifiesta que también el inglés ha sido descifrado. El lenguaje político y los gestos hipócritas de la política, siquiera el más sofisticado, pueden ya ocultar nada, porque el error era escuchar el mensaje, la palabra. La miseria se oculta tras el factor humano, enclenques caballeros con las vergüenzas al aire, eso somos todos, y como el factor humano era otra cortina detrás de la cortina, cuando también a la intemperie, para qué alargar: todos en pelotas. Aquí, allá y más allá, sus señorías, dioses, estamos cansados como las avestruces de adorar al sol, confiesen el engaño. Los senderos de gloria ya los explicó Kubrick, para qué insistir.

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