Res publica, el poder de la comunidad vecinal y la gran estafa de la democracia moderna
Vivimos bajo el mito de que habitamos democracias. Se repite como mantra que el pueblo tiene el poder, que elige a sus representantes, que participa en la gestión de lo común. Pero, ¿qué pasa cuando los representantes no representan? ¿Cuándo los partidos se convierten en corporaciones de intereses y el pueblo queda reducido a espectador? En ese contexto, el concepto de «república» ha sido igualmente despojado de su contenido original: la administración pública en manos del pueblo.
Y, sin embargo, hubo una experiencia histórica que encarnó con fuerza esa res publica: Nabarra. Un reino con corona, sí, pero con una estructura profundamente popular y comunal, donde la soberanía no residía en una clase política, sino en la vecindad organizada. No es casualidad que ese modelo fuera destruido y ocultado.
¿Qué es una democracia?
Democracia significa, en su raíz griega, demos kratos: el poder del pueblo. Una forma de gobierno en la que las decisiones se toman desde abajo, en la que el pueblo no solo vota, sino que gobierna, participa y controla. La república, desde Roma, es res publica: lo que es de todos, lo que pertenece a la comunidad y debe ser gestionado colectivamente.
Pero el modelo actual, basado en partidos políticos, ha vaciado esos conceptos de contenido. Los partidos se han convertido en estructuras cerradas, jerárquicas, financiadas por lobbies y empresas. La política se profesionaliza, se aleja de la vida común, y convierte lo público en mercado.
Los ciudadanos se ven reducidos a consumidores electorales: votan, pero no gobiernan. Opinan, pero no deciden. Pagan impuestos, pero no controlan su destino. El poder real se concentra en élites políticas, mediáticas y empresariales que actúan de espaldas al interés común.
El caso del Estado español: un bipartidismo vigilado.
La transición española, aclamada como modelo de paz y consenso, fue en realidad un pacto tutelado: se legalizó lo que ya estaba atado y bien atado. Se legalizó un sistema de partidos, se blindaron intereses económicos, y se instauró una monarquía impuesta sin referéndum. No se construyó una democracia desde abajo, sino una arquitectura institucional desde arriba.
El bipartidismo entre PSOE y PP funcionó durante décadas como un sistema de alternancia sin alternativa. Mientras tanto, la corrupción campaba a sus anchas: casos como Gürtel, Bárcenas, los EREs de Andalucía o la Púnica demostraron que los partidos gestionaban lo público como botín. Y, aún hoy, según el CIS, más del 75% de la ciudadanía desconfía de los partidos políticos.
A esto se suma la captura mediática: las grandes cadenas de televisión y medios de comunicación están controladas por intereses financieros o por los propios partidos. Se construye un relato único que excluye cualquier modelo alternativo de organización social o de gestión pública.
El modelo nabarra: poder desde abajo
Frente a este modelo vertical y clientelar, el ejemplo histórico de Nabarra muestra otra forma de entender la organización política: una basada en la vecindad, en el auzolan, en la comunidad. No era una utopía ni una excepción: era el derecho pirenaico, el orden natural de los pueblos que se autogobernaban sin necesidad de partidos. Este era el orden establecido organizado por el pueblo
Las juntas vecinales primero se reunían bajo un roble, después en plazas o en espacios abiertos, en anteiglesias y ajuntamientos lo que dio lugar a los actuales ayuntamientos. La tierra, los caminos, los molinos, los pastos, eran comunales. La propiedad era pública. Las decisiones se tomaban entre iguales. Y, en muchos casos, las casas estaban encabezadas por mujeres, que administraban el patrimonio y participaban directamente en la política local. Era una forma de poder desde abajo, desde la base social y no desde una cúpula separada del pueblo.
Este modelo reconocía incluso el derecho de resistencia frente a la autoridad injusta. Las comunidades podían oponerse a las decisiones del rey o del poder central si consideraban que atentaban contra su libertad o su sustento, tal es el caso de las juntas de infanzones las cuales se representaban en el parlamento dentro del estamento militar.
La destrucción de Nabarra: conquista y desposesión
¿Por qué entonces este modelo desapareció? La respuesta es sencilla: porque era peligroso para el poder centralizador y feudal de Castilla y Aragón. Nabarra ofrecía un modelo alternativo de organización social, económica y política. Su red de puertos, su industria metalúrgica, su sistema comunal, su cultura política arraigada eran un obstáculo para los planes expansionistas de los nuevos reinos peninsulares.
La conquista no fue rápida. Desde 1035 hasta el siglo XVI, la resistencia navarra fue constante. Se recurrió a la guerra, al soborno, a la imposición de leyes ajenas, a la destrucción de instituciones propias. Se persiguieron a los palacianos, se reemplazaron las juntas por estructuras administrativas reales, y se privatizaron bienes comunales. El objetivo: destruir la res publica.
Hoy, cuando se habla de república, hay que ir más allá de la bandera o de la forma de Estado. La verdadera cuestión es: ¿quién gestiona lo común? ¿Quién decide sobre la vida de la comunidad?
Una república sin res publica es un fraude. Un sistema de partidos sin control popular es una oligarquía con apariencia democrática. Y una democracia sin poder vecinal, sin propiedad pública, sin autogestión, no es más que una máscara.
El futuro no pasa por cambiar coronas por presidentes, sino por recuperar la soberanía popular desde la base. Aprender de modelos históricos como el nabarro, donde el poder era compartido, donde la tierra era de todos, donde el pueblo no solo votaba: gobernaba.
Por eso se destruyó y por eso también puede volver a renacer.
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