Iñaki Egaña
Historiador

Sálvese quien pueda

A los que se denomina dirigentes se les debe de exigir un mínimo de anticipación. Actividad que ha brillado por su ausencia.

Hace ahora una década, el crucero Costa Concordia encalló frente a la isla Giglio, en la Toscana italiana. Las imágenes del barco volteado, y el rescate de más de 4.000 pasajeros y decenas de tripulantes, nos envolvió los informativos durante una semana. Murieron en el naufragio 32 turistas y 64 resultaron heridos. El comandante del navío, junto a otros subalternos, fue juzgado por homicidio múltiple involuntario. Francesco Schettino resultó condenado a dieciséis años de prisión por homicidio culposo, al haber abandonado la embarcación al poco de encallar, dejando a su tripulación y pasaje desamparada. Fue una expresión bien didáctica del «sálvese quien pueda».

Los estudios de Hollywood nos han dejado un número considerable de películas apocalípticas en las que, en situaciones extremas, se pone en juego la naturaleza humana. En general, se trata de pastelazos, en los que un equipo de salvamento, de bomberos o algún que otro héroe, incluidos los Superman de ficción, consiguen amparar a una comunidad del desastre, también a la humanidad. Inundaciones, meteoritos, incendios, invasión de alienígenas, epidemias incontroladas... De todos los gustos. La imaginación elevada a la categoría fílmica.

La realidad, sin embargo, es más tozuda, no tan heroica. Mientras setecientos millones de humanos están diariamente al borde de la muerte por inanición, Jeff Bezos se ha dado un paseo de unos minutos por el espacio por el astronómico precio de dos millones de dólares. Una minucia en comparación con los cientos de millones de euros anuales de algunos futbolistas, tenistas o cercanos a los de ejecutivos entre fijos y variables (entre ellos Josu Jon). Según Forbes, en el primer año de la pandemia, la lista de milmillonarios se ha disparado en una cantidad sin precedentes en la historia. Casi setecientos más. Ellos son precisamente los que marcan las reglas del juego.

Y son estas reglas del juego las que imprimen tendencia. Si otro sector aspira, si no a llegar a semejantes cotas, sí al menos a alcanzar un nivel de confort desde el que mirar hacia abajo es considerado un ultraje. La eterna y certera división clasista. Son aquellos que definen la existencia como un modelo para amasar fortunas, ganar dinero y disfrutarlo, tanto desde posiciones privadas como públicas. Cuando no se puede desde las primeras, lo público siempre es una opción. Si las angulas están a un precio exorbitante ya habrá una institución que se encargue de pagarlas como dieta.

Hay un abismo entre lo que nos exigen a los ciudadanos de a pie y lo que realiza la elite económica, o sus valedores políticos. Mientras enlataba su discurso de fin de año, pidiendo prudencia, solidaridad y madurez para abordar la crisis pandémica, el presidente de la autonomía vasca cerraba sus maletas para viajar a una isla africana y tomar las uvas en un lugar que la mayoría no podía permitirse. No es que el descanso, incluido el turismo, sea una cuestión reprobable. No es esa la razón del desatino. El conflicto surge cuando la máxima autoridad política, la que exige y debe de dar ejemplo de confianza, de madurez y sobre todo de diligencia, hace lo contrario a lo que debería haber hecho. Es por esta acumulación de motivos por lo que el desapego a la política diaria va en ascenso.

Y así ha sucedido desde el inicio de la pandemia. La sensación generalizada, esa que va calando como un sirimiri en el conjunto de la comunidad, es la de un sálvese quien pueda, al estilo de la espantada de Francesco Schettino. Estamos frente a la máxima histórica: se redimirá quien esté mejor posicionado o quien tenga la cuenta más repleta. El dinero lo cura todo.

Las señales son abundantes. Tuvimos la desagradable sensación de que aquel incipiente «comité de expertos» era pista de aterrizaje para unos cuantos allegados, entre ellos el incombustible Jonan, dislocados de escenarios anteriores. Durante ese confinamiento civil, que alcanzó también a las empresas no esenciales, tuvimos los primeros accesos de indignación al comprobar que bastaba ser jefe policial para moverse sin restricciones. También se nos inflamaron las meninges al advertir que hacer túneles bajo la playa en una obra faraónica e inútil era más importante que atender a pacientes con patologías diversas.

Cuando llegaron las primeras vacunas, se nos dilataron los vasos sanguíneos al observar cómo algunos altos cargos hospitalarios se saltaban la línea natural biológica y hacían valer sus galones para colarse. Fueron supuestamente degradados. Y supuestamente porque a las semanas, fuera de las letras y cámaras de los medios, ya habían sido recolocados en otras empresas.

Con la entrada del coronavirus como un elefante en una cacharrería en las residencias de mayores, causando una mortalidad que nos encogió el alma, nos enteramos de que la mayoría eran gestionadas por empresas privadas, las mismas que priman el negocio frente al interés público. No hubo responsabilidades, mala suerte dijo alguno, como si se tratara de un hecho aislado, una oveja negra en un rebaño blanco. Y para cuando aparecieron variantes como la delta y ómicron ya habían sido relevados de sus puestos 4.000 trabajadores esenciales de la salud pública, porque los de las angulas y las vacaciones africanas son valedores de desinflar lo público para priorizar lo privado.

La última expansión del virus, la llamada sexta ola, ha vuelto a desnudar a nuestros gestores políticos. Nadie tenía una bola de cristal para descifrar lo que iba a suceder, principal y único argumento de Lakua. Es cierto. Pero a los que se denomina dirigentes se les debe de exigir un mínimo de anticipación. Actividad que ha brillado por su ausencia. Ahora Gotzone Sagardui, una de las responsables del desmantelamiento de la sanidad pública, nos dice que, ante la gravedad de la expansión de la epidemia, dejará de informar. Opacidad. Una señal más para intuir que en una situación excepcional, de esas ya abordadas por Hollywood, el héroe será Schettino y los demás unos pringados.

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