Aster Navas

Sedición

Bajas a pelo, casi en pijama, como todas las noches la basura y te encuentras con esa reflexión que se te antoja una respuesta a un problema al que llevas dando vueltas toda la semana. Acaso años; quizá toda la vida.

Lunes. Últimamente dudo de todo. Al teclear «magnífico» en Google para comprobar su tilde me aparece entre sus resultados el desternillante discurso de Pijus Magnificus en "La vida de Brian"; esa surrealista lista de condenados a los que da lectura, para la puesta inmediata en libertad de alguno de ellos, al pueblo allí congregado: «Tenemos a Sansón, el asesino saduceo, Silas de Siria el sagaz, sesenta y seis sediciosos de Cesarea…», recita, igualando, confundiendo s y z y quitándole hierro a esa «sedición» tan terrible.

Martes. Entro al aula de 4. A. Puerta y ventanas abiertas. Los folios que he apoyado sobre la mesa salen volando hacia el pasillo. Prácticamente, todos los alumnos, salvo algún despistado, se levantan y me ayudan a recogerlos.

No sé cómo no se me había ocurrido antes esta actividad como evaluación inicial del grupo, pero es un indicador, una señal de feeling, de química, muy a tener en cuenta. Es tan solo un detalle, pero resulta tremendamente significativo.

Miércoles. Entro en 4. B. Abro puertas y ventanas con el argumento –la excusa– de ventilar el aula. Las hojas que he apoyado sobre el portátil no se mueven. Ni gota de viento. Calma chicha. Cagüen…

Miércoles. Entro en 3.B. Esta vez la corriente se lleva hasta los cuadernos. Solo un par de alumnos, de los 21, se levantan. No me lo esperaba. Quizá -me digo por la tarde- esté llevando esta historia demasiado lejos, pero me preocupa no haber conectado con ellos, un motín a bordo, una sedición a largo plazo.

Jueves. Acudo al banco para negociar una hipoteca. El director va vestido escrupulosamente. Nada que se salga de la norma, salvo las gafas de presbicia. Nos mira por encima de ellas continuamente para comprobar que entendemos las condiciones de la oferta. Alguien –quizá yo mismo– debería recomendarle que se compre unas progresivas para mejorar su contacto visual con el cliente y que no se sienta observado, escrutado. Habrá perdido más de un contrato por esa tontería, por ese detalle, por ese mensaje subliminal tan inapropiado.

Finalmente, no me atrevo a decírselo; no, tampoco firmo la hipoteca.

Viernes. Tropiezo en la red con unos versos de un poeta, @neorrabioso, que escribe en los contenedores madrileños: «Quien no sepa de sótanos que no te hable de balcones». Al parecer el tipo ha sembrado, ha minado Madrid con frases de ese calibre; reflexiones de dieciocho kilates que grafitea de madrugada, con rotu, en los cubos para desechos orgánicos («Welcome to Madrid: la ciudad sin mar con mayor número de náufragos»; «Siempre cambiando el miedo de sitio»; «Ya asumí el último error; es hora de cometer otro»...). El caso es que bajas a pelo, casi en pijama, como todas las noches la basura y te encuentras con esa reflexión que se te antoja una respuesta a un problema al que llevas dando vueltas toda la semana. Acaso años; quizá toda la vida. No sé. Puede ser una liberación; o una putada: puedes ver la luz o comprender que has sido un gilipollas todo este tiempo.

Acaso esto también podría ser tipificado como sedición: esos mensajes amenazan con derrocar todo lo establecido; incluso las convicciones más íntimas. Esas que te empujan a seguir viviendo.

Sábado. De paseo por el monte le digo a mi pareja que la vida nos manda señales continuamente; «se trata de estar atentos porque en ocasiones no son explícitas, sino demasiado sutiles» añado con cierta vehemencia. Me mira como si no me conociera; preocupada. En fin.

Bilatu