Julen Goñi

Señores obispos (a propósito del documento de la Conferencia Episcopal «Sembradores de esperanza»)

A lo dicho hasta ahora, habría que añadir las filigranas lingüísticas que desarrollan los obispos para justificar la sedación terminal, intentando evitar, sin lograrlo, la contradicción que supone defender ésta negando la eutanasia.

La vida no es sagrada. Si la especie humana hubiera asumido que la vida es sagrada, haría mucho tiempo que habría desaparecido por inanición, porque es vida lo que cualquier ser viviente tiene que ingerir para sobrevivir. Si los obispos se refieren a la vida humana, habría que preguntarles qué es lo que hace que esta sea sagrada y no la del resto de los vivientes. Responderán, sin duda, que lo que la hace sagrada es que dios le otorgó esa cualidad cuando la creó. En resumidas cuentas, la sacralidad de la vida humana solo se justifica por la fe en un dios creador, lo cual obliga a demostrar que fue este, y no el proceso evolutivo de la materia, el causante de la existencia de la vida y de la propia materia. En vano esperaremos demostración alguna.

La vida tampoco es trascendente. Trascender significa existir más allá de aquello en lo que algo se manifiesta; es decir, que la vida, según los obispos, existe al margen de los seres vivientes. Tampoco aquí se pueden esperar pruebas racionales, sino recursos a textos supuestamente sagrados y escritos al dictado por personas que decían tener contacto directo con dios. Esto crea el problema de que para creer en dios hay que creer en quienes dicen haber tenido contacto con él...

Pues bien, ambas características –sacralidad y trascendencia– son la base argumental de la diatriba episcopal contra la eutanasia. Cuesta entender, y mucho más comprender, que haya personas que pierdan la razón a causa de la fe en seres inexistentes, cuyos mandatos, a lo largo de la historia, según sus propios textos sagrados, han sido en multitud de ocasiones contradictorios. Pero, aún así, respetamos que tengan esas creencias y que quieran vivir de acuerdo a ellas, pero no respetamos que las intenten imponer a toda la sociedad a través de las leyes civiles.

Si la visión de la conferencia episcopal acerca de la vida es claramente errónea, la que manifiestan acerca del sufrimiento raya en el sadismo. Afirman, sin el menor pudor, que el sufrimiento posee un sentido que debemos descubrir para aceptarlo y «encajarlo en el recorrido vital de las personas». Y con semejante afirmación cuestionan que haya personas que deseen morir antes de vivir en sufrimiento perpetuo e insoportable. Si esa es la caridad que reclaman como su seña de identidad, algunas personas preferimos que no la ejerzan con nosotras, y que la guarden para quienes, sufriendo, creen haber sido redimidos, aunque los efectos de esa redención deban ser imaginados. Claro que, los obispos «resuelven» la contradicción con la palabra mágica que «explica» lo inexplicable: misterio. La vida, la muerte, la libertad, el amor, el ser humano, la creación, la redención, la resurrección, todas son misterio, y, cómo no, el sufrimiento también. Decir que algo es un misterio es reconocer que no se sabe qué es, pero, sin embargo, pronto se olvidan del carácter misterioso de la vida, de la muerte, etc., para explicarnos que son dones divinos, trascendentes, sagrados... Vamos, que son misterios para cualquiera menos para ellos. Pero, no queda ahí el discurso episcopal a favor del sufrimiento; dicen, como argumento para su aceptación, que «el dolor físico y el sufrimiento moral están presentes de forma habitual en todas las biografías humanas: nadie es ajeno al dolor y al sufrimiento». Siguiendo este pseudo argumento, deberían añadir que la enfermedad también está presente en las biografías humanas, y que, por tanto, se debe aceptar y encajar en nuestro recorrido vital. Pero, ¿aceptar y encajar no supone negar el papel de la medicina? ¿no trata ésta de eliminar la enfermedad? ¿Se debe aceptar algo que deseamos eliminar? No, replicarán, «uno de los derechos del enfermo es el de no sufrir de modo innecesario durante el proceso de su enfermedad». ¿Quién determina cuándo un dolor es innecesario? ¿la persona enferma? No, dirán, el personal sanitario. Se supone que ese personal estará en contacto directo con la divinidad para no errar en su diagnóstico...

La vida no es un don divino, como afirman los obispos sin demostración alguna, sino fruto de la evolución de la materia, como sí demuestra la ciencia y avala el sentido común; pero, además, si lo fuera, pertenecería al ser a quien le ha sido donada, cosa que los obispos parecen no entender.

Por otra parte, insisten en llamar homicidio a la ayuda a morir o eutanasia, ignorando dos elementos fundamentales en las valoraciones morales de los actos humanos: la voluntariedad y la intencionalidad. A los obispos les da igual lo que desee la persona enferma acerca de si vivir y su morir, ellos se adueñan de esa voluntad y la obligan a seguir sus preceptos. Difícil no describir esta situación como secuestro. Les da igual, también, qué intención motiva a la persona que ayuda a otra a morir, porque juzgan, en este caso, el resultado solamente, no como cuando se trata de juzgar los abusos a menores realizados por miembros de su institución, y cuyos casos se negaron a investigar.

A lo dicho hasta ahora, habría que añadir las filigranas lingüísticas que desarrollan los obispos para justificar la sedación terminal, intentando evitar, sin lograrlo, la contradicción que supone defender ésta negando la eutanasia. La sedación terminal es una eutanasia en diferido, es decir, hipócrita, porque provoca lo mismo que la llamada eutanasia (o ayuda a morir) pero con la aquiescencia de la iglesia. La ayuda a morir y la sedación terminal tienen el mismo objetivo, evitar el sufrimiento; las diferencia el hecho de que en la ayuda a morir es la persona enferma o sus representantes quienes deciden el momento de su aplicación, mientras que en la sedación terminal es el equipo médico el que lo decide.

A pesar de la presencia que tiene la Iglesia en las costumbres y en determinadas instancias del poder, la realidad histórico social demuestra que ha ido perdiendo influencia en la vida de las personas, que, con sus creencias religiosas o sin ellas, van ganando en autonomía y en desarrollo de un criterio propio, tanto para su vivir como para su morir. Quienes defendemos la eutanasia, nos alegramos de que sea así.

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