Maitena Monroy
Profesora de autodefensa feminista

Si hay violencia no es sexual

Si entendemos la sexualidad como una experiencia de placer que compartimos, consensuamos y practicamos entre las personas implicadas, no cabe que esta sea violenta.

El control del cuerpo y de la sexualidad de las mujeres ha sido y es una obsesión patriarcal. ¿Por qué? Porque para ejercer el control sobre las personas, lo mejor es primero ejercer el control sobre algo que no te puedes quitar, el cuerpo. Todo lo que se articula en torno a la categoría social «mujer» posee una excesiva corporalidad. Restringir a cuerpo facilita la explotación y opresión de las mujeres, convertidas en meros cuerpos.

Un cuerpo que, a su vez, para ser digno y para validar su dignidad es dependiente de los comportamientos, los propios y los impuestos por otros. Es decir, las mujeres tienen que demostrar constantemente que son dignas. De esta lógica perversa se han derivado a lo largo de la historia los crímenes de honor que daban libertad para asesinar a aquella mujer que no había sabido «proteger» su honor. Nuevamente un ejercicio tramposo puesto a que a las mujeres se nos ha negado históricamente el derecho a la legítima defensa, necesitando de la protección externa. Esta necesidad de protección, incuestionable y derivada de la propia categorización como el sexo débil, es la que legitimaba la dominación del marido, el peaje porque te protegieran de los otros, aunque el marido en cuestión fuese un cruel explotador de todos los recursos de esa mujer.

En aras a la modernidad, ahora a las mujeres nos toca, otra vez, protegernos. La Ertzaintza propone que dejemos de hacer y estar, cuando sabemos que cuanto menos presentes estemos las mujeres en los espacios, más peligrosos se vuelven los mismos. Y que es ese, precisamente, uno de los objetivos de la violencia en el espacio público, que dejemos de estar y hacer con libertad. Es cierto, mientras exista el machismo las mujeres tendremos que dotarnos de alertas y recursos para saber cómo actuar frente a él, pero también lo es que focalizar en el autocontrol de las mujeres solo promueve el terror, la indefensión y los sentimientos de culpa por no haber tenido el suficiente cuidado si te llega a pasar algo.

«¿No queréis libertad? Este es el precio a pagar» parecería ser el eslogan de los hijos sanos del patriarcado. En el debate está qué es la sexualidad y cómo se construye la sexualidad en torno a los hombres, una sexualidad impregnada de imposición y abuso. Desde aquí les digo que esa no es mi sexualidad. Porque siguiendo esta lógica, nos podríamos encontrar con todo un discurso que considera que hay sexo aunque no haya consenso. Aquí habría que abrir un paréntesis para diferenciar entre consentimiento (lo que se acepta) y consenso (lo que se negocia) porque en el primero solo hay una aceptación de la propuesta ajena y en el segundo, un proceso activo en el que decidir sobre lo que se quiere.

Hemos hablado mucho de la violencia sexual y poco sobre lo que tiene de sexual la violencia. Bajo mi punto de vista, es hora des-sexualizar la violencia porque es un oxímoron hablar de violencia sexual. En el caso del acoso, el abuso o las violaciones añadiendo sexual se desvirtúa lo que en realidad son estas prácticas machistas, pura dominación que, además, pretende ir más allá de la propia violencia al dejar «tarada/deshonrada» a la mujer que sufre esta violencia. Así se cierra como un círculo sobre sí misma la dominación patriarcal. Te agreden, te anulan y ya nunca más puedes rehacer tu vida.

Si entendemos la sexualidad, en lo relacional, como una experiencia de placer que compartimos, consensuamos y practicamos entre todas las personas implicadas, no cabe que esta sea violenta. Sería como decir que una relación es amorosa aunque haya malos tratos. En este último caso el amor es la coartada, el decorado bonito con el que esconder lo primordial, los malos tratos. Por lo tanto si hay violencia, no es amor y si no hay consenso, no es sexo. Socialmente, en demasiados foros, se legitima la agresor como «buenos hombres» que tuvieron un mal momento en esa idea de un exceso de libido descontrolada de los agresores, a la vez que se les otorga la potestad de la sexualidad porque lo que importa es satisfacer su deseo. Si lo analizamos con calma ¿a quién estamos dando el poder de definir la sexualidad?

La vivencia de un hecho está en función de componentes individuales pero también en función del relato cultural, por eso es muy importante la visibilidad y el reconocimiento de la violencia sexista como un ejercicio de dominación por parte de los agresores y a su vez de vulneración de los derechos de las mujeres, no solo de la víctima directa sino del conjunto. La violencia sexista tiene el poder de impactar sobre el imaginario social como es el caso de la alarma y terror que generan las últimas violaciones colectivas.

En el relato actual escuchamos muchas veces que la vida de una joven ha quedado destrozada para siempre por una violación, que ya nunca más se va a poder recuperar. Por eso también se les exige a las víctimas, para ser reconocidas como tales, que no se recuperen, que no sigan viviendo. Porque ese el objetivo final, el control de la vida y de la sexualidad de las mujeres. Que quedemos taradas por lo único que nos otorgaba dignidad, nuestro cuerpo.

La violencia es una extensión del control patriarcal y la misoginia. No dejemos que la definan, no dejemos que definan cómo nos debemos sentir. No se trata de minimizar lo que supone el acoso, el abuso o las violaciones, se trata de situarlo como parte de ese contínuum que pretende hacernos creer indignas del derecho a ser nosotras mismas o que la violencia sufrida debe de marcarnos como una esvástica (losa) patriarcal

Pese a las violencias que atraviesan nuestros cuerpos, ni el patriarcado, ni «sus representantes en la tierra» serán nunca los dueños de nuestros cuerpos ni de nuestra sexualidad. Esa es nuestra venganza individual y colectiva. Nuestra victoria como humanidad será erradicar el machismo.

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