Raúl Zibechi
Periodista

Siguen las revueltas en América Latina

Los debates en estos momentos no giran en torno a la necesidad de la movilización, sino en cuanto a la orientación de la misma

En el segundo semestre de 2019 se produjeron levantamientos, estallidos sociales y revueltas en varios países de la región latinoamericana. En Haití, Ecuador, Chile y Colombia, hubo intensas y extensas movilizaciones contra el neoliberalismo y las políticas represivas de los gobiernos.

Meses después aterrizó la pandemia y se dictaron draconianas medidas de cuarentena, que forzaron el repliegue de la movilización popular. De todos modos, en plena pandemia los pueblos siguieron activos, incluso en las calles, como sucedió con los bloqueos indígenas y campesinos en Bolivia para forzar al gobierno golpista a convocar elecciones.

En Perú cientos de miles de jóvenes ganaron las calles contra la usurpación del gobierno por un gabinete corrupto y en Chile la movilización nunca se detuvo y se concretó en un masivo apoyo en las urnas a la convocatoria de una asamblea constituyente.

Ahora está siendo el turno de Colombia y de Perú, con protestas que se expresan de diversos modos, aparentemente contradictorios, pero que apuntan al mismo objetivo: destituir las políticas neoliberales.

La huelga general del 28 de abril en Colombia abrió las compuertas de una rabia contenida y no estuvo lejos de emular las jornadas de noviembre de 2019. Cientos de miles de personas, en las ciudades y en el campo, rechazaron una reforma tributaria que castiga a la población trabajadora.

Lo peor, como señala la publicación “Kavilando”, es que la reforma viene «agazapada en una presunta financiación a los más pobres, pero en realidad es la misma fórmula de siempre, gravar con impuestos regresivos al pueblo trabajador y no tocar ni por un error a los grandes conglomerados económicos» (https://bit.ly/3u6eUYl).

La reforma afecta de modo especial a pequeños y medianos empresarios, a los adultos mayores y a una clase media imposible en Colombia. «La reforma afectará de manera directa a la clase media, lo cual consideramos es una afirmación imprecisa pues quien tenga un ingreso en Colombia de 2,5 millones de pesos (unos 550 euros) de suyo no hace parte de ninguna clase media» (https://bit.ly/3u6eUYl).

La jornada comenzó de madrugada con el derribo de la estatua del colonizador Sebastián de Belalcázar, en Cali, de la mano de indígenas misak que el año anterior habían derribado una similar en Popayán. Los manifestantes llenaron la plaza de Bolívar en Bogotá, danzando, cantando y haciendo sonar tambores, pintando con todos los colores una bronca que responde por la represión del gobierno, por el pésimo manejo de la pandemia y ahora por la reforma tributaria.

La protesta no solo desbordó las previsiones sino que neutralizó una campaña de miedo que propagó desde los medios que marchar era sinónimo de contagio. Algunos observadores constataron la masiva presencia juvenil, pero también «las ausencias de viejos liderazgos sindicales, políticos y de diversos movimientos sociales, aunque unos pocos de ellos asistieron a la marcha pero se retiraron de manera apresurada» (https://bit.ly/3gUx9fA).

Este análisis constata un relevo generacional «notable en la estética que empieza a ganar espacio en medio de la marcha, no solo marcado por las batucadas sino también por performance instalados en una u otra parte del recorrido», que a la vez denunciaban el golpe económico sufrido por el encierro y mostraban la presencia de colectivos culturales y artísticos en el núcleo de la protesta, en particular en las grandes ciudades.

Destacar que las concentraciones no se rompieron pese a las agresiones del Esmad (Escuadrón Móvil Anti Disturbios) y del adelanto del toque de queda a la 20:00, en ciudades como Cali. Finalizada la protesta, ya por la noche, el sonido de las cacerolas inundó el silencio de las ciudades, en señal de que la desconformidad es enorme y no va a retroceder.

En Perú la protesta callejera había desalojado en noviembre del gobierno al oportunista Manuel Merino, que se encaramó en el gobierno gracias a un parlamento corrupto que destituyó al entonces presidente Martín Vizcarra. La masividad de la movilización juvenil hizo caer al usurpador en apenas una semana.

Ahora la protesta se trasladó a las urnas, con un importante voto en primera vuelta para Pedro Castillo, maestro rural que dos semanas antes tenía apenas el 1% de las intenciones y terminó siendo el candidato más votado.

La segunda vuelta, entre la hija del dictador Alberto Fujimori, Keiko, acusada de corrupción por la justicia, será mucho más compleja por la férrea unidad conseguida por la derecha con la bendición de Mario Vargas Llosa.

Más allá del imprevisible resultado, lo cierto es que el Perú andino y parte de la costa están apoyando masivamente a un candidato que se opone al modelo neoliberal. Por el momento, no tienen otro medio para hacer visible su rabia. «Lo que pasa con Castillo es un estallido social con el voto», explica el comunicador Hugo Otero (https://bit.ly/3t0LARS).

Lo que podemos concluir, en base a lo que viene sucediendo en Colombia y en Perú, en Chile y Ecuador, es que la movilización social no fue neutralizada ni cooptada por la pandemia. Por el contrario, durante los meses de encierro y militarización se fueron acumulando nuevos agravios, como la corrupción de las elites en el reparto de vacunas entre las clases privilegiadas y por amiguismo político.

Los debates en estos momentos no giran en torno a la necesidad de la movilización, sino en cuanto a la orientación de la misma. Las elites dominantes siguen empeñadas en desviar la energía de las calles hacia las urnas, sabiendo que en ese terreno son prácticamente imbatibles, como quedará demostrado en la elección de constituyentes en Chile.

No se trata de acudir o no a las elecciones, sino si hacerlo al precio de desorganizar los colectivos nacidos durante la protesta, como viene sucediendo en Chile con la desactivación de doscientas asambleas territoriales que son la única garantía para que no decaigan la organización y el activismo.

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