Imanol Osinaga

Sobre blanqueamientos y otras generalidades

Hay seres que incomodan un día, y son molestos. Hay otros que fastidian un año, y son peores.

Parece que este globo no está preparado para la fatalidad, pero sí para muchas otras cuantas ligerezas que continúan desgraciándonos. La estadística y su interpretación evaluativa junto con la obligación de decidir para prevenirnos de entre los posibles destinos no resulta nada difícil que yerren si se comparte camino con el márquetin de la farsa. Su marca queda bien grabada en lo que corre a gran velocidad descabezadamente hacia el mismo desenlace que se repite cada cierto tiempo. Décadas llevaban avisando de lo que probablemente podría ocurrir y ha ocurrido. De lo que probablemente ocurra y ocurrirá. Años han pasado desde que la pirámide poblacional no puede invertirse ya más porque se cae. Siempre tarde y poco, pero esto no es nada nuevo. ¿Será que la mano de obra exterior esta tirada? Aquellos que huyen no lo hacen porque les pone andar en zodiac, o porque se han aficionado a escalar muros hormigonados y alambradas afiladas, sino porque sus Estados de origen están mucho más empantanados que los de destino, porque también se sabía desde antes de ayer su causa eficiente principal. Aun así, se sigue comprendiendo a la sumamente dificultosa elección entre la banal contingencia de lo impropio y la esencial necesidad de lo propio. Porque la disyuntiva se te viene encima como de repente, y abruma mucho, claro que sí, y también angustia el vacío de la libertad electiva entre lo extrínseco de su nada y lo intrínseco de mi totalidad.

La previsión, algo muy parecido a verlo desde antes de ayer, supuesta cualidad intelectiva exclusivamente homínida –permítanme que me ría una poquita–, también puede recogerse de la intuición –no la de las pitonisas nocturnas– y es más probable que sea más certera que desde la ya calcificada razón especulativa de tresillo. Pero es que hay que justificarlo todo, hasta cuando tienes más de la mitad de tu ser en aquel barrio donde no hay papeleo, que allá se comunican en empatía por cuantos. La sublimación de la indiferente racionalidad nos lleva a la irrealidad, a un mundo nada inclusivo desde el que tanto se manipula, y que, para su evitación, hay que estar también aligerado de la neurosis crematística que en vez de alhojar como en Hawái, deshaloja como le sale de la bolsa de la abundancia. Es lo que tiene pasarse de proto estoico. La causa final aupada por Fatuo, Patán y sus colegas del hemiciclo privatizado. La extrema desigualdad entre el casi todo y la casi nada proviene del abuso, y éste de esa ilusoria omnipotencia humana que anestesia la banalidad de nuestra existencia, por intuirnos contingentes y no necesarios. En este último asiento contable se aposenta la fechoría gestora mediante el embuste patogénico y su expansión: las versiones de tantos de los que ampararon y amparan a saqueadores de poblaciones, culturas y territorios. Quizá estés haciendo algo mal usurpador de lo ajeno, pues nos sigue extenuando ver a los malvados aprendices de Craso y a sus allegadas cómo humillan con alevosía y ensañamiento a sus esclavos, y cómo se mofan de ellos, y cómo necesitan de su sangre para perversa diversión, porque son tan perfectos por necedad humana que no aspiran a otro fin.

La prevención, o la preparación anticipada de lo necesario para un fin, es de lo más eficiente, aunque algunas veces se nos haya venido inesperadamente encima lo que solamente parecía un aviso de nada. Bah, ni puto caso. Habiendo tenido suficiente con lo visto en estas últimas décadas, no creo que vaya a ser muy diferente en las siguientes, pues la evolución hacia ciertas competencias es tan lenta, por lo que sea, que exaspera y deshidrata. Y todo esto nos lleva a algunos a preferir estar en compañía de Ermi, la propia conciencia, cuando uno percibe que el grosso del grupo va a donde uno no quiere ir. El entorno no determina mi conciencia para siempre. Si las condiciones no son ni criminales ni opresivas, como durante casi dos decalustros lo han sido aquí y lo siguen siendo en unos cuantos lugares, uno puede desligarse de lo impuesto y escuchar a su esencia propia, a la que uno mismo va útilmente alimentando –no sin sudores, ya que la libertad tiene el precio de los tasadores y suelen ser ultrasensibles a la desposesión. Tan disparatado como seguir el camino de la parte errante lo es que su misma arrogancia rechace una y otra vez lo que se da por buena voluntad, porque al final termina por acabarse lo que se daba, aunque, como diría Kant, tampoco podemos demostrar si los buenos actos esconden interés personal. Los malos, en cambio, comienzan por ser beneficiosos para los no afectados, entre regueros de desecho, hasta que terminan por no serlo ni para ellos. Como también diría el gran Martin L.K., siempre es el momento adecuado para hacer lo correcto –el otro, el de la villa, debería seguir manteniéndose en tan alta suficiencia como para repoblar la congelada Teruel de bivalvos. Esta virtud, de la que se puede sacar gran provecho, tanto para ella misma como para quien no se presta a ella, es sumamente probable que se desvirtúe si se junta con alguno de los poderes instituidos y/o fácticos, en posesión de múltiples extremidades y abultados emolumentos sin fiscalizar. No porque sean incompatibles, sino porque la virtud no les es útil, pues aquella no busca en esencia más que la propia cualidad que lo define. Lo primero suele ser la autoconservación, si es que no consiguen activar el indeseable auto exterminio del ajeno como acto autoinmune, en la búsqueda de la ausencia de sufrimiento. Y no es esa cobardía que desprecian señores y señoras ávidas de destrucción, es algo así como: «se tiene que estar mucho mejor lejos de lo esperpéntico». Preservar la propia causa final a toda costa, vulnerando y pasándose por cualquier arco toda la legislación que emana del pueblo –permiso para reírme otra poquita más– cuando castiga brutalmente al roba manzanas, me da que nunca ha sido buena práxis, ya que luego viene lo que viene y pasa lo que pasa. Lo adecuado es depurar responsabilidades y no engañar a los supuestos proveedores. Por esto, no es nada provechoso esconder lo excremental de los Estados, pues el metano, incoloro y no inodoro, huele demasiado, y el riesgo de que una simple chispita reviente sus propios cimientos se aleja de la prevención. Mis creencias fundacionales, basadas en verdades justificadas, se sitúan donde la derecha de la derechona, ésta misma y sus colindantes aficionados al escaparatismo y al escapismo salpican lo menos posible. Y si madurar consiste en llegar a un punto en que ya no odias a nadie, simplemente te la suda lo que pase con sus vidas, ciertamente estoy madurando.

Proveer, esto es, estar por la labor de facilitar, cuando lo complejo y aparentemente inentendible por ahumado se vuelve sencillo y comprensible. Por esto resulta inequívoca la memoria colectiva y no la superchería intelectual trampa. El impresionismo, o impresión directa de lo sentido a todo detalle y color como factor de corrección en quienes no quieren entender lo que es tan evidente –tantas veces utilizado por las autoridades del mal– puede suponer una modificación en su falta de empatía, una reducción del residuo tanto epigenético como filogenético y una notable disminución del gasto presupuestario. Mientras esto acontece, una millonada de personitas inocentes muere al año por desnutrición, miles y miles y miles por conflictos bélicos, y otros tantos y tantos por falta de sus saqueados recursos. Pero muchos seguirán jugando a las guerras frías y calientes, a promoverlas, a publicitarlas y a metérnoslas por nuestros sensores, a privatizar lo de los demás, a acabar con la lícita disidencia mediante estrategias de a un euro y tácticas miserables, a probar bombas y misiles en cercanías y lejanías, a enmierdar lo otro y a blanquearlo. Tal y como afirmaba el matemático J.F. Nash: «como causa final, la opción más beneficiosa es la que favorece al conjunto, que también ha de buscar lo bueno para cada unidad». Y en muy parecido sentido, Kierkegaard destacaba que el destino de esta especie no parecía ser «el ser como los demás», en sentido fordiano, sino poseer cada uno su propia peculiaridad como diversidad enriquecedora para el conjunto. No, la naturaleza tampoco nos necesita más que para hacer compost mediante fauna y flora, y si plastificados como icebergs marinos, y playas y ríos tras marejadas, ni para esto. A lo sumo aprovechará algo de nuestro carbono gaseoso escupiente. A otros también les da por esputar por las calles de todos, estilo Allpaqa, un artiodáctilo de la familia camelidae. Y no deja de ser curioso, porque uno no sabe si están queriendo decirte lo que desprecian el pavimento –porque quizá trabajen regulando gravilla–, lo que te menosprecian cuando pasas justo por su lado, o porque en sus casas están engomando la tarima, todo un trilema. El espíritu vital de los demás animales y plantas está algo más equilibrado con el entorno que el nuestro, por su menor capacidad destructora. Pero mayor es el talento devastador del propio globo y alrededores a quienes acompaña la indiferencia, y la nuestra, tampoco resulta acertada ni para la propia especie ni para el negocio de la muerte. Hoy también ha pasado un avión militar abanderillado a toda hostia y demasiado bajo, y me ha despeinado. Muy reaccionario él, al estilo «Navarra Fuma» en su último cortometraje: «Tanto miento mientras tanto y me quedo tan ancho como la castellana». Y una vez más ha invadido el espacio aéreo comunal, que abarca desde mi hálito más profundo hasta la troposfera en la que vomitan metales pesados. Me jode también porque me ha asustado y alterado la convivencia con lo lindante. Para cuando yo me fume lo que me han deyectado éstos en un solo pase de arrogancia, habré gastado ya las cinco vidas que acaso me puedan quedar. Heráclito me cae bien –aunque no refrende su teoría de la lucha de contrarios como principio del movimiento universal extrapolada a la acción humana–, porque, al parecer, fue coherente con su desprecio a lo que yo cada vez más desprecio, y prefiriera fenecer de inanición en su corral escatológico, no en el que nos construyen poco a poco otras entidades no sujetas a dignidad. Y esto último tampoco es ni bueno, ni conveniente ni placentero para la mayoría, incluso contando con los votos en contra del pterodáctilo zoofílico y sus colegas vacunos de la cuadra parlamentaria. Allá usted, como si quiere ser más idiota que ayer y mañana me la trae algo más floja que hoy. Es que el menda no ha vuelto a este valle de gases lacrimógenos para hacer el panoli, que cuando me tenga que ir me iré con la parte orgánica que proceda bien alta. Aun y todo, sigo padeciendo de baja moral, la del ánimo, que se me ha situado entre el manto terrestre superior y el inferior –la otra la tengo aún más sólida que ayer, por encima de la corteza. Pero sigo ateniéndome a la vigésimo octava enmienda, esa que te da derecho a la tristitia profunda –la que otrora fuera el pecado más radical, más que quitar vidas en nombre de su dios medieval. Que ni es obligatorio –que quede claro para los del neomedievo– ni tampoco agradable. La alegría siempre ha sido una virtud, pero no la forzada, que no es nada saludable ni para uno ni para los demás. El mundo no parece ser un valle de lloros de por sí, más que bien, hacen que así lo sea en incontables ocasiones para una gran parte. Con todo esto, a veces es mejor evadirse, y si es fiscalmente y en una offshore pues mejor que mejor. Siguen gentrificándome mis partes más viejas, así que mis otras, continúan ventilando el aire cargado de la casa donde pervivo cuando al sol más alto lo veo, pues es más propicio para que los vientos entren y se lleven lo que se tienen que llevar. Aunque no sé si dejarlas abiertas durante estas noches y aprovechar el tirón para auto criogenizarme en el frigo de cinco estrellas, vacío y abandonado, esperando a que un indigente de buena fe –que tiene que ser jodidamente difícil tenerla desde la extensa experiencia recogida en la indiferencia– me descongele por primavera. Hay algunos que detectan la polarización y la definen erróneamente, justo cuando se vuelve a dar voz y movilidad a la defensa de los derechos fundamentales, pisoteados una y otra vez por los que de verdad han estado siempre polarizados a su antojo, cuando simplemente se les intenta persuadir, otra vez, de lo perjudicial que resulta mantener el gusto por el aplastamiento y sus prerrogativas. Nos siguen tocando los conductos deferentes sin deferencia alguna. También hay seres que incomodan un día, y son molestos. Hay otros que fastidian un año, y son peores. Hay quienes ofenden muchos años, y son de lo puto peor. Pero hay los que joden toda la vida, esos son los prescindibles. Entiéndaseme prescindible en sus causas eficiente y final, no en su forma ni materia, no vaya a ser que se me acuse de polarizar y enaltecérmela –que por naturaleza me corresponde– y me atropellen de nuevo otro derecho fundamental, porque pocos me quedan ya.

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