Julio Pérez

Sobre la izquierda institucional

Las últimas acciones y el devenir del PSOE, y en general de la izquierda estatal, me han devuelto frontalmente el rechazo hacia estos partidos. La tibieza en las propuestas es evidente, nos quedamos en intentos de cambios marginales. Se ha consolidado un centralismo extremo, sin voluntad alguna de nacionalizar empresas estratégicas o bancos, de prohibir la multipropiedad de inmuebles, ni bajar los impuestos ni tasas a los más pobres. Mucho menos existe un partido que plantee con seriedad la abolición de la monarquía o una superación radical del régimen del 78. ¿Existe acaso una sola fuerza institucional que se atreva a cuestionar la Constitución desde una perspectiva de ruptura?

Los partidos políticos −incluso los que se autodenominan de izquierda− han asumido la defensa uniforme de una estructura que los sostiene. Poulantzas explicó que el Estado no es una entidad neutral, sino la condensación material de las correlaciones de fuerza entre clases sociales. En este sentido, toda política que no cuestione dicha estructura tiende inevitablemente a reproducirla, incluso cuando pretende transformarla.

Hemos asistido a la desaparición de los movimientos revolucionarios de las clases populares, sustituidos por un centrismo que niega cualquier discurso verdaderamente antisistema. No hay en el actual parlamento una sola fuerza marxista con representación, lo cual no es casual: es consecuencia de un clima político que ha aprendido a tolerar solo lo que no desborda los marcos institucionales. Walter Benjamin ya advertía que el mito del progreso lineal es una construcción ideológica. Que las cosas sigan como están es una catástrofe. La repetición incesante de reformas mínimas no implica avance alguno, sino una estabilización encubierta del desastre.

Votamos no porque creamos en las propuestas, sino para frenar a la derecha, para «evitar algo peor». Pero esa lógica reactiva está cediendo el terreno entre la juventud, donde triunfan mensajes individualistas y discursos reaccionarios. No es casual que la llegada del PSOE al poder haya coincidido con un aumento del voto joven hacia la extrema derecha: para muchos jóvenes, el sistema ya es la izquierda, y por tanto, su enemigo, la razón por la que ven un futuro negro. El mayor triunfo del capitalismo es hacernos creer que no hay alternativa viable. La izquierda que no plantea ruptura alguna aparece como simple gestora del mismo orden que dice combatir.

El sistema ha interiorizado lecciones históricas: ya no necesita disparar en huelgas ni masacrar protestas masivas; basta con mantener un mínimo vital precario que impida la rebelión. London anticipó esta forma de dominación blanda: una tiranía que mantiene las

formas democráticas mientras vacía su contenido. Todos los partidos con poder participan de este juego cínico de democracia.

En este marco, medidas como la jornada laboral de 37,5 horas son presentadas como grandes logros, mientras el aparato estatal y empresarial permanece intacto. Lenin advertía que una izquierda que no se proponga desmantelar el Estado burgués y sustituirlo por una nueva forma de poder proletario está condenada a perpetuar la opresión de clase. En cambio, se impone una lógica de «microavances» que funciona como forma de alienación: gestos simbólicos que antes representaban lucha, hoy apenas encubren la ausencia de un proyecto transformador.

Este fenómeno no es nuevo. Un paralelismo histórico claro se encuentra en la actuación del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) durante la República de Weimar. Tras la caída del Imperio en 1918, el SPD accedió al poder en un momento de efervescencia revolucionaria. Sin embargo, en lugar de profundizar el proceso de transformación social, se alió con las élites económicas y militares para reprimir los movimientos revolucionarios, como el liderado por Rosa Luxemburg, llegando a detener la revolución espartaquista. Conservó las estructuras del viejo orden mientras vaciaba de contenido su retórica socialista. El resultado fue la deslegitimación de la izquierda y el crecimiento del fascismo entre las clases populares. Como ocurre hoy, la gestión reformista disfrazada de progreso acabó consolidando las condiciones de la derrota. En la propia segunda república se dieron movimientos revolucionarios que fueron parados en el primer bienio. El más trágico de estos fue claramente el suceso de Casas Viejas.

Ciertamente, hoy en día las organizaciones con mayor perspectiva son las de la juventud, que en general buscan la construcción de un Estado socialista. Sin embargo, estas aspiraciones no pueden quedarse simplemente en eso; necesitamos una alternativa real que cumpla, que mire más allá de los pequeños avances, un compromiso que se financie con sus votantes, sin depender del Estado ni inmiscuirse en un teatro institucional diseñado para mantener el status quo.

La construcción de un proyecto auténtico requiere independencia, coherencia y una base sólida en la movilización popular. No basta con promesas ni con gestos simbólicos; hace falta una estrategia clara que permita fortalecer la organización desde abajo, que potencie la autogestión y que ponga en el centro la emancipación de las clases trabajadoras y los sectores más desfavorecidos.

Solo desde esa perspectiva se podrá romper con la rutina de reformas cosméticas que no cuestionan las estructuras profundas del poder. La juventud, consciente del fracaso de la izquierda tradicional, tiene la oportunidad y la responsabilidad de impulsar un cambio genuino, sin miedo a confrontar los límites que el sistema impone.

Porque la verdadera transformación social no llegará desde las cúpulas ni desde acuerdos con quienes sostienen el estado sino desde la voluntad colectiva, la lucha organizada y la capacidad de imaginar y construir otro futuro. Es la propia gente tenemos la responsabilidad de denunciar nuestras necesidades y objetivos. Debemos mantener una actitud de combate frente a la vida y más en concreto, frente a la política.


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