Pedro A. Moreno Ramiro

Sobre la necesidad que tiene la clase obrera de vivir mejor con menos

El análisis materialista de la Historia nos puede servir para entender muchos aspectos de cómo funciona el capitalismo o de dónde viene el mismo, eso sí, lo que no nos explica es cómo ser felices o cómo aprender desde un punto de vista filosófico a vivir mejor con menos bienes materiales. Uno de los principales problemas que tenemos en la modernidad capitalista, es que tendemos a polarizar cualquier tipo de doctrina o razonamiento, es decir, vivimos en un momento histórico donde no existen los grises, todo se dirime entre blancos y negros. Defender, por ejemplo, que tenemos que vivir mejor con menos bienes materiales, es traducido por muchas personas y de manera malintencionada, en que aquellas que abogamos por estas ideas estamos pidiendo al pueblo que tiene que hacer el esfuerzo de dormir en cuevas sin luz ni agua potable. Lo mismo ocurre cuando se apuesta por reducir el consumo de carne o por viajar menos en el tiempo y más cerca en el espacio, ya que parece que optar por estas estrategias de consumo colectivas implica no volver a comer nunca más carne o a vivir toda la vida «encerradas» en nuestros hogares; pura demagogia capitalista que adormece al pueblo europeo y perpetua las desigualdades existentes entre el Norte y el Sur del planeta.

Es hora de reivindicar las tonalidades intermedias y posicionarse contra la avaricia, pero también, contra la hipocresía y es que, un político de «izquierda» no debería vivir como una influencer capitalista, que tampoco, hacer proselitismo del consumismo burgués.

En los últimos años, y debido a la burbuja progresista, se nos ha vendido que todas podemos ser muy de «izquierdas» y vivir en un chalet con piscina o comer chuletones al punto cuando nos plazca. Tan ciegas estamos en el espectro ideológico de la izquierda sociológica, que una gran parte de las votantes del progresismo aspiran a vivir «cómodamente» en torno a bienes materiales: una casa grande, viajes al extranjero cada año, comidas en restaurantes de moda, una furgoneta camperizada etc. La realidad es que todo esto, junto y a la vez, es más que imposible de alcanzar por el conjunto de las trabajadoras que vivimos en Occidente, debido a una cuestión de termodinámica —su cuarta ley— y de los recursos finitos con los que contamos en el planeta tierra. Menos aún, es posible defender este tren de vida y pensar que el mismo es extrapolable a todos los pueblos del mundo; «no hay pan para tanto chorizo» (siendo el pan los recursos naturales y los humanos los «chorizos» que los esquilmamos).

La verdadera revolución ya no reside solamente en tomar los medios de producción, sino en entender que la sociedad europea debe ser frugal para ser resiliente y que, por lo tanto, para conquistar este objetivo debe cambiar de manera integral su percepción sobre el concepto de «bienestar». Trabajar menos y tener más tiempo libre –aunque esto implique ganar menos dinero–, dejar de fetichizar las propiedades, vivir en entornos más «vivibles», poder cuidar y cuidarnos o algo tan evidente como disfrutar de la vida cotidiana sin tener que esperar al fin de semana, son algunas de las cuestiones que tenemos que reflexionar como sociedad civil para no colapsar como civilización europea.

Nos hemos olvidado que nuestra vida es finita, que nuestro tiempo en este mundo es limitado y por ello, desde la ausencia de reflexión nos hemos zambullido en una rutina que nos mata y que se alimenta de dos elementos fundamentales: la búsqueda del poder o la mera subsistencia. Es en este segundo aspecto donde me gustaría detenerme, en la necesidad de sobrevivir. Si vamos a la raíz del concepto de lo que significa «sobrevivir», es decir, tener las necesidades básicas cubiertas, podemos decir que estas pasan por poder comer todos los días, disponer de un techo en el que cobijarse y tener acceso a un sistema educativo y de salud. Pese a que esto no es así, ni siquiera en Occidente, es crucial defender este paradigma desde un punto de vista político como derechos universales para toda la humanidad. Desgraciadamente, a este hipotético escenario de fraternidad y justicia planetaria se le oponen dos cuestiones estructurales: la acumulación capitalista y la propiedad privada. Por lo que hablar de justicia universal en un mundo capitalista es una contradicción en sí misma; toca plantear nuevos modelos comuneros.

Todo el mundo debería tener derecho a una vivienda o a un trabajo que le permita cubrir sus necesidades básicas, pero… en sistemas cooperativos comunales donde por ejemplo, cuando una persona fallezca su vivienda pase a otra persona o unidad familiar. No nos llevamos nada al «más allá» y ese debería ser el mantra principal que tendríamos que repetirnos cada día de nuestras vidas para dar importancia a lo que verdaderamente lo tiene. No se trata de ensalzar el existencialismo, simplemente consiste en abrazar la realidad y es que, en el momento que comprendamos nuestro papel en el mundo estaremos preparadas para vivir una vida digna sin lujos ni ostentación. Una antítesis de esto que digo, sería el mundo del fútbol moderno y un ejemplo concreto, el viaje que realizó a Arabia Saudí el brasileño Neymar ocupando el solito un lujoso Boeing 747.

La simplicidad voluntaria, sin lugar a dudas, se perfila como el verdadero reto que tiene por delante la clase trabajadora en este siglo XXI, ya que es una obligación ética y moral del proletariado disputar al capitalismo el relato filosófico y político sobre lo que verdaderamente significa el concepto de bienestar. Son muchos los pueblos que tienen diferentes formas de referirse al confort vital desde parámetros que van más allá de los indicativos materiales y económicos: buen vivir en México, bizi poza en Euskal Herria, vida plena en la India, etc. Es hacia esas concepciones populares de felicidad y riqueza a donde debemos dirigir nuestro objetivo como comunidad.

Mi abuela, de casi 92 años, ya lo dice de manera recurrente, «vosotros» y se refiere a mi generación y a las que vienen detrás, sois «millonarios». Millonarios a ojos de ella, porque podemos comer carne todos los días, viajar, tener varios coches en una sola unidad familiar, disponer de todo tipo de aparatos electrónicos en nuestra casa o elegir entre seis tipos diferentes de mayonesa en el supermercado —esto a ella le fascina—. Mi abuelo, también solía contar que con un porrón de vino y una baraja de cartas, podían hacer virguerías y pasar un buen rato en la taberna con los amigos sin necesidad de reservados ni Moët & Chandon. Hay que recordar, que muchas de nuestras mayores, hace no tanto tiempo, sin coches, ni grandes lujos, vivieron felices y de manera mucho más comunitaria de lo que nosotras lo haremos a lo largo de nuestra existencia. A mi modo de ver no hemos mejorado tanto, más bien hemos empeorado y esto es así porque cada vez necesitamos más bienes materiales para ser felices. Cuando en realidad y en cosas tan simples como un partido de frontenis o una cena con amigas, podemos ser igual o más felices que en una playa de Bali o en un crucero por los fiordos noruegos.

El tiempo expira y las alternativas se agotan, por ello, debemos mirar la huella comunal de nuestras mayores con sus potencialidades y carencias como un legado a insertar dentro de nuestros patrones de vida. Esto, sumado a un buen uso de la tecnología y de herramientas como la permacultura o la agroecología, nos puede encaminar en la dirección de construir una comunidad obrera que se adapte a los límites naturales del planeta sin que esto implique una frustración vital para las trabajadoras. El cine, el poteo, la música, las comidas, los paseos por el monte, el frontón, etc., Pueden ser algunas de las muletas sobre las que apoyar el peso de nuestras demandas de bienestar. Dicho esto y antes de cualquier interpretación malintencionada de estos pasatiempos, me gustaría matizar que comer con amigos o potear puede ser concienzudamente barato si nos adaptamos a los nuevos tiempos a los que nos abocan los precios desorbitados de la hostelería y es que, cambiar hábitos se torna en necesario para campear la tempestad de la inflación.

En definitiva, comer carne o pescado de vez en cuando, alimentarse de temporada y cercanía, conquistar el espacio público, renunciar, en la medida de lo posible, a la propiedad privada (que no a un espacio privado) o trabajar menos horas, pueden ser algunas de las claves que nos pueden ofrecer la simplicidad voluntaria y la frugalidad. Unos conceptos, los que maravillosamente esbozó Ted Trainer en su libro "La vía de la simplicidad". Por último, me gustaría incidir en la idea de que todo esto que proclamo nada tiene que ver con vivir en una ecoaldea y bailar al son del fuego, decidir vivir una mejor vida con menos bienes materiales no implica intrínsecamente ser un hippie o una persona especialmente espiritual. Lo que aquí se plantea, en contraposición, es la vía de la simplicidad voluntaria proletaria, una filosofía vital de masas que puede ser acogida por cualquier persona trabajadora que anhele vivir más allá de las inercias consumistas a las que nos aboca el capitalismo.

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