Marta Pérez Arellano
Educadora

Sueños de futuro

No sé cómo me nombrarán ellos a mí: la profe, esa tía chunga, Marta... Yo, en secreto, les llamo mis chicos. Les llamo así porque son varones pero, sobre todo, porque les maternizo. Sé que no debería, es poco profesional, mas lo hago constantemente. Pienso: «Dentro de diez años, mi hija tendrá su edad».

Veo sus espinillas. Percibo su mal humor. Huelo en su ropa el humo de los canutos que fuman en el descanso. Observo sus cicatrices, sus cortes de pelo, sus tatuajes como heridas autoinfligidas. Les ayudo, a veces, a curarse un rasponazo o les acompaño al ambulatorio si se encuentran mal. En ocasiones se rompen: lloran, me cuentan… Otras, simplemente, pasamos el rato.

No lo negaré: mis chicos son entrañables, pero me traen muchos quebraderos de cabeza. A sus 16, 17, 19 años, son demasiado mayores para ciertas cosas. Por ejemplo, deberían (pienso yo) saber ubicar Francia en el mapa, la cordillera de los Urales, recordar la tabla del cinco. Deberían tener la mínima noción sobre lo que es una guerra civil, situar el Antiguo Egipto antes del año cero o manejar la regla de tres. Más aún: deberían ser puntuales, trabajadores, deberían escucharme alguna vez.

Mis chicos estaban en clase, supongo, cuando les explicaron todo eso. Imagino que alguien parecido a mí intentó mucho antes que yo inculcárselo. Quizá, esas otras docentes estaban superadas por las ratios y presionadas por la obligación de que la mayoría llegase, un feliz día, a aprobar Primaria o la Selectividad. Quizá, decenas de profesores indiferentes pasaron frente a ellos horas que se convirtieron en semanas que devinieron años; repitiendo letanías de fechas, nombres y fórmulas.

Quizá, por aquel entonces, mis chicos no hacían aún mucho ruido, ni miraban a su profesora desafiantes y desganados. Quizá, aún sin molestar, se distraían de las lecciones recordando los golpes que les había propinado su padre el día anterior, o la próxima visita a un familiar preso en la cárcel de Huelva. Quizá les preocupaba un inminente desahucio, o la suerte que corría su madre en algún país remoto.

Probablemente, mientras la tabla periódica y los océanos y el número pi pasaban ante sus ojos sin dejar huella, mis chicos no molestaban aún, a los seis, ocho u once años de edad. Y, junto a su silencio, se pasaban también por alto sus problemas y sus vidas.

No es culpa de nadie. Aunque, quizá, sea un poco culpa de todas.

El caso es que mis chicos ahora sí que molestan (en ocasiones, pueden resultar insoportables). Tanto malestar revuelto forma un cóctel demasiado explosivo… Sea como fuere, les aburre soberanamente calentar la silla. La cultura les sobra, porque ellos llevan toda su vida sobrándole a la cultura.

Y yo, que quisiera con toda el alma imbuirles de saberes, de escudos con que frenar los golpes, me siento incapaz. A mí me enseñaron a hacer programaciones dinámicas de grupo, palabrejas como PEC o PAC… Nadie me habló de cómo recomponer juventudes malheridas, cómo ayudar a construir sueños de futuro. Nadie me ha enseñado cómo enseñar a mis chicos; y mis chicos se resisten a aprender como un potro salvaje a la doma.

Así que me desespero (casi) en cada clase, y me pregunto si las cosas no deberían ser de otra manera… Entonces, mientras nos reímos a coro de un chiste cualquiera, alguien formula una pregunta inquisitiva y la esperanza me sonríe de nuevo. Sólo espero que a ellos también.

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