Nora Vázquez
Jurista y Sanitaria

Susurros de sal y miedo: cuando las arrantzales vencieron al silencio

Si una se adentra en los archivos de la Inquisición, encuentra historias escalofriantes de mujeres acusadas de brujería. Historias de mujeres que sabían de hierbas, de partos, de la cura de enfermedades, y que por ese saber ancestral fueron señaladas, torturadas y quemadas en la hoguera. El miedo a la mujer, a su misterio, a su capacidad de dar vida, se transformaba en odio y violencia.

Más tarde, llegó el franquismo, y con él, la Sección Femenina, un ejército de mujeres dedicadas a moldear a otras mujeres. Se les enseñaba a coser, a cocinar, a cuidar del hogar, pero, sobre todo, se les enseñaba a obedecer. Se les decía que su lugar estaba al lado del marido, criando hijos y rezando a Dios. Se les inculcaba la idea de que la mujer debía ser dulce, sumisa y abnegada, y que cualquier desviación de ese modelo era un pecado. Esa semilla de opresión, sembrada en el terreno fértil de la dictadura, arraigaría profundamente en la mentalidad colectiva.

En Madrid, en los años de la posguerra, las mujeres vivían entre el hambre y el miedo. Muchas trabajaban como criadas en casas de familias acomodadas, limpiando, cocinando, cuidando de los niños. Otras vendían flores en las calles, o buscaban comida en los mercados. Y todas, sin excepción, vivían bajo la atenta mirada de la moral franquista, que castigaba cualquier atisbo de libertad o rebeldía. La vigilancia no solo venía de los hombres, sino también de las propias mujeres, convertidas en guardianas de la ortodoxia.

Pero en medio de la oscuridad, siempre hubo mujeres que se negaron a callar. Mujeres como Emilia Pardo Bazán, que se atrevió a escribir sobre temas tabú, como el adulterio o la prostitución. Mujeres como Concepción Arenal, que luchó por los derechos de los presos y de las mujeres. Mujeres como Clara Campoamor, que peleó hasta la extenuación por el derecho al voto femenino.

En Euskadi, las arrantzales, fueron pilares fundamentales en la economía de sus pueblos costeros. Mientras los hombres se hacían a la mar, ellas se encargaban de vender el pescado, de cuidar de los hijos, de mantener el timón, de seguir en pie. Y en la intimidad de sus hogares, transmitían de generación en generación la lengua y la cultura vasca, la identidad, procurando que no quedara en el olvido a merced de cualquier manipulación. Su capacidad para organizarse y apoyarse mutuamente era crucial para afrontar las dificultades que ensombrecían la vida durante la dictadura. Creaban redes de solidaridad que fortalecían a la comunidad. Salvaguardaron su patrimonio cultural y demostraron una resiliencia admirable frente a la opresión y censura.

Hoy, el odio hacia la mujer se manifiesta de formas nuevas y sofisticadas. Ha metamorfoseado tras una pantalla donde se libran guerras virtuales contra las mujeres. Los insultos, las amenazas, el acoso, la difusión de imágenes íntimas sin consentimiento, son armas utilizadas para silenciar y humillar. En la política, las mujeres siguen siendo objeto de ataques sexistas. Se cuestiona su capacidad, se ridiculiza su aspecto, se invaden sus vidas privadas. Y cuando una mujer se atreve a alzar la voz, se la tacha de histérica, de radical, de «feminazi» por fuentes extremas de propaganda.

Una se pregunta, ¿cómo es posible que algunas mujeres se conviertan en aliadas del patriarcado? ¿Qué las lleva a atacar a otras mujeres, a negar la existencia de la desigualdad, a perpetuar los estereotipos? Quizás algunas crean que así obtendrán el reconocimiento y la aprobación de los hombres y poder jugar al juego de los privilegios, por pequeños que sean. Quizás otras, simplemente, hayan interiorizado la misoginia. Y, ahí están, mujeres que erigen murallas en defensa de un orden que las margina, que se convierten en centinelas de una tradición que las confina. Qué ridícula paradoja...

Puede que sea el eco persistente de un miedo ancestral, el temor a perder un minúsculo pedazo de poder en un mundo donde la sombra masculina se proyecta omnipresente. O tal vez, un resquicio de esperanza perversa: la ilusión de que, al plegarse al amo, al imitar sus gestos y repetir sus mantras, se obtendrá una migaja de su favor, una falsa sensación de pertenencia. La paradoja reside en esa creencia ilusoria de que el premio a la sumisión es la elevación, cuando en realidad es el reforzamiento de las cadenas.

Se habla de internalización de la misoginia, un concepto abstracto que, sin embargo, se siente como un frío punzante en el alma colectiva. Es el veneno lento de una socialización que impregna cada poro, que moldea conciencias y distorsiona percepciones. ¿Acaso no es un reflejo de nuestra propia fragilidad, de la eterna búsqueda de aprobación que nos lleva a traicionar nuestros propios principios? En este teatro de sombras, la mujer que niega la desigualdad no solo niega su propia opresión, sino que también se convierte en cómplice de un sistema que la somete. Busco alguna respuesta, por dar algún sentido a ese comportamiento, como que, en el fondo, sea cobardía, proveniente de un miedo primigenio, la certeza de que la disidencia en este problema estructural, tiene un precio, y que la comodidad de la conformidad, aunque amarga, es más segura.

Tras la Transición se han producido avances significativos en la igualdad de género, aunque las estructuras arraigadas y las normas sociales persistieron. La influencia de la Iglesia católica, con su tradicional visión de la mujer como madre y esposa, continuó moldeando las actitudes y comportamientos. Muchas mujeres, incluso aquellas que no se consideraban religiosas, internalizaron estos valores y los transmitieron a sus hijas. En ciertos contextos, adherirse a las normas patriarcales puede otorgar a las mujeres un sentido de poder simbólico. Al criticar a otras mujeres que desafían estas normas, pueden sentir que se distancian de la marginación y obtienen la aprobación de aquellos que detentan el poder. Este fenómeno se observa en los ámbitos políticos, donde las mujeres que adoptan posturas conservadoras pueden ser percibidas como «una de los nuestros» por los hombres en el poder, obteniendo así una forma de reconocimiento y protección.

La situación es compleja y dolorosa. Pero no debemos rendirnos. Debemos seguir luchando por la igualdad, alzando la voz contra el odio y la opresión. Porque, como dijo Clara Campoamor, «la libertad se aprende ejerciéndola».


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