Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Tres gobiernos contra Catalunya

Esta ignorancia del «otro» tan propia de la españolidad, provoca la desaparición de la dialéctica en su cotidianidad, lo que hace que el reloj de un individuo o de una nación se pare y prescinda de la dinámica del tiempo.

Ante todo vamos a mencionar esos tres gobiernos que se sobreponen, mezclan sus aversiones y comparten mesa de inquisidores. Son tres gobiernos reales: el Gobierno ejecutivo que preside el Sr. Rajoy como primer ministro del rey, el gobierno judicial con intrincadas sumisiones a la Corona y el policial que significaremos en la Guardia Civil y que representa, para soslayar la imagen del militarismo, a unas fuerzas armadas impregnadas de un patriotismo excluyente. Franco dotó a la Guardia Civil de un armamento y un papel que supera lo estrictamente policial. Entre esos verdaderos gobiernos no hay más relación jerárquica que la establecida teóricamente por oscuras leyes, azarosas normas e insolentes procederes que operan con un propósito común: sostener a cualquier precio el radical autoritarismo español que está entre hidra de las siete cabezas y jardín del Minotauro. Ni siquiera se puede disponer en España del hilo de Ariadna, hecho de auxilio y afán de paz. El conjunto de esos núcleos gobernantes da lo español un vivir desvivido, una esperanza inconcreta de orden «sano» y de vigilancia bendecida. El resumen es el “Todo por la patria” que marca los límites de una gobernación vigilante y canónica.

Los tres gobiernos proceden con menosprecio de los derechos y seguridades que dicen mamar de la democracia europea ya tan seca, con repetido quebranto de toda prudencia política y con una latente ira primitiva incompatible con lo que debiera ser moral equilibrada. Lo digo para justificar como derecho mi imposible afección a lo español, que desearía inteligente y culto. Afección irrealizable y que se resume cien veces en el dicto erasmiano: “Non placet Hispania”. No, “non placet”. Si no dijera lo que pienso y siento con propósito cierto de cercanía –amar a España es amarla en la verdad, como debe ser siempre el amor– sería falso con mis deberes de ciudadano apesadumbradamente español. A veces pienso que la biología que da geografía al nacimiento juega a los dados.

Nunca he podido dilucidar si los gobiernos españoles son hijos de las Cortes, si la Guardia Civil sueña órdenes malcaradas durante su repensar inmóvil o si la justicia aún es la justicia real que denostó Cervantes en el Quijote que liberó a los galeotes. Nunca he sabido si estoy seguro en una España que siempre juzga peligroso el pensamiento, pero actúo como el capitán de artillería en el que Napoleón detectó un cierto temblor en el promisorio amanecer sangriento de la batalla de Wagram: «Sí, tiemblo, Sire, pero estoy aquí». Pues, sí; estoy aquí reclamado y acuciado por mi lugar de caída en el que repito con voluntad de ayuda: “Hispania non placet”. Una España de plazas y calles plagadas de capitanes de bronce alzados sobre su pedestal en pueblos vencidos, de jinetes de hierro que alaban el tajo brutal que solía García de Paredes con su espada, de obispos de piedra que siguen dictando a Dios sus deberes, de procesionantes ensangrentados por el propio látigo, de banderas que amenazan cuando tremolan. Soy un simple y nostálgico europeo de filósofos ingenuos, de contadores de historias atardecidas, de vino ilustrado. Echo de menos la Sirenita de Copenhaguen, el Manneken Pis de Bruselas, “El grito” de Munch en Oslo, la estatua de Wagner en la ópera de Praga y la enigmática y Sagrada Familia de Gaudí, parto angélico de un sordo que sólo oía el silencio. Me pregunto si es posible vivir mi modesta y mustia soberanía tras un desayuno con una ración de apfeldstrudel en recuerdo de Viena, sin un constante y mefítico relato de heroísmos carentes de horizonte, sin que, en definitiva, me griten el «oé, oé» declarando la guerra a mi intimidad de catalán «convicto» o a mi zaragata de vasco a ratos, que Dios me conserve aunque sea para poco.

España abunda de gobiernos sobreactuados y carece de alcaldes verdaderos. Es pródiga de una aristocracia antivecinal y menguada que recuenta muertos para permanecer con vida. Tiene el imaginario repleto de colonias evanescentes que trataron de defender soldados olvidados por Madrid. Colonias últimas ahora, cultas y eficaces que hoy quieren liberarse a orillas del Mediterráneo o del Cantábrico, hartas de ser el servicio doméstico en la gran casa de las instituciones inservibles ¿Se puede decir todo esto sin ser castigado por el delito de odio que ha inventado España al odiarse a si misma? Decía Adler: «Todos los fenómenos de la neurosis (¿y qué es el odio sino una expresión de angustia neurótica?) crecen un sentimiento de inferioridad que exige una compensación en el sentido de una elevación del sentimiento de personalidad». ¿Y acaso ese sentimiento lo va a solventar un juez con la cárcel o incluso, y previamente, lo va a descubrir en un tribunal a fin de aplicarle la terapia penitenciaria? ¿Se debe emplear un mapa del psicotismo para cruzar el desierto político y moral de una persona o un pueblo? Es más ¿quién es el que odia, el juez o el justiciable? Sr. Rajoy: si empleamos la ciencia jurídica –convertida en pseudociencia además– para tratar el hecho político nos habremos sumergido en un mar de profundidades abisales que sólo pueden habitar las especies ciegas.

Todo lo que he escrito en este nuevo y quizá arriesgado papel nace por la preocupación de un irrelevante ciudadano a quien conmueve que las magníficas revoluciones que parteó la Ilustración, con su reinvención de la ciudadanía, queden colgadas de los alambres congelados de un secadero de bacalao.

Me siento cohibido hasta la asfixia por su sentido de la libertad, Sr. Rajoy. Le diré que la alegría de muchos de ustedes puesta en la demolición del muro de Berlín haya sido utilizada por «sus» gobiernos para acopiar materiales con que construir su cinturón o línea de Sigfrido en torno a una Catalunya que creyó que su soberanía, tan razonable, podía ser defendida con unos simples papeles depositados en urnas de cartón. Cuando vi las piquetas de tantos ciudadanos desmontando el muro de Berlín sospeché que allí se iniciaba una nueva fase del fascismo que aprovechó el momento en que un juvenil presidente americano gritaba aquello de «I bin ein Berliner» para abrir el camino que nos ha conducido, por falta de políticas igualitarias, hasta Donald Trump ¡Poco dura la alegría en casa del pobre!

Tres gobiernos españoles han unido recursos para hacer frente a una magnífica exhibición de libertad que no han podido desbaratar las fuerzas materiales adversas a la admisión de lo ajeno. Esta ignorancia del «otro» tan propia de la españolidad, provoca la desaparición de la dialéctica en su cotidianidad, lo que hace que el reloj de un individuo o de una nación se pare y prescinda de la dinámica del tiempo. Esta carencia de apreciación del «otro» y  de sus derechos humanos y políticos conduce a la perversidad española frente al individuo, la sociedad o el medio adversos. Sienta Adler «que esta perversidad, en sus distintas manifestaciones neuróticas (la agresividad de la policía, la invasión de las instituciones, los encarcelamientos, la acumulación constante de amenazas) extrema la hipersensibilidad, la impaciencia, la tendencia a las explosiones afectivas, comportamiento con el que todos los perversos se justifican diciendo que se encuentran bajo una coacción». Recordemos aquella extremosidad prebélica del explosivo primoriverista José Cavo Sotelo, el gran predictor del crimen franquista: “Prefiero una España roja antes que rota”, espíritu subyacente que alimenta a través de tantos años el acoso al nacionalismo y que ha llevado ahora a los tres grandes conductores de la España imperialista a proclamar un auténtico estado de guerra contra una Catalunya a la que según Alberto Rivera llegaron sus abuelos desde un pueblo de Málaga para «levantar este país» ¿Han oído ustedes la nueva e increíble canción del inmigrante?

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