Mati Iturralde
Médico de asistencia primaria afiliada a LAB

Un año de pandemia

Lo cierto es que el deterioro de todo lo público no es exclusivo de Osakidetza ni de la CAV. Es toda una estrategia de los poderes económicos y de las multinacionales sanitarias para que el mercado de la salud adquiera muchos más consumidores

Hace ahora un año la vida nos cambió colectivamente de una forma que casi nadie había ni siquiera imaginado previamente. Algunos, según nos dicen, ya habían advertido que las epidemias volverían a la humanidad como lo han hecho cíclicamente en la historia. Pero lo que seguramente muy pocas personas habían previsto es que, de pronto, se determinaría por un casi consenso mundial que la primacía de la salud, entendida también de una manera casi unánime, se colocaría por encima de todos los demás problemas del mundo occidental, condicionándolo todo y replanteando el poder de los gobiernos sobre todos los derechos individuales y colectivos.

En el llamado «oasis vasco», el virus ha intervenido en todos los espacios de la vida social e individual. Desde el inicio de la pandemia la incidencia ha sido alta y, paradójicamente, los hospitales han tenido brotes importantes de inicio en las sucesivas olas, sobre todo en una Osakidetza con servicios saturados y UCI repletas. Ha habido también una gran incidencia en las residencias de ancianos con un elevado número de fallecimientos a pesar de las medidas draconianas de aislamiento impuestas por la autoridad sanitaria.

Sin embargo, y después de tantos meses, la sensación es que la pandemia ha seguido su curso bastante ajena a las medidas de confinamientos, cierres de actividades y escuelas o limitación de la movilidad. Y aunque siempre se puede argumentar que no sabemos lo que hubiera pasado si no se hubieran tomado todas esas restricciones, parece un argumento pobre cuando estamos hablando de limitación de libertades individuales y colectivas. En este mar de incertidumbre hay, sin embargo, algunas constataciones que tal vez debiéramos considerar como sociedad.

¿Qué ha pasado con nuestros sistemas sanitarios? Al margen de sufrir el estrés de una situación de saturación en la asistencia primaria y hospitalaria lógicas en una pandemia como la del covid, lo cierto es que los sistemas han mostrado todas sus vergüenzas. Instalados en el espejismo de ser uno de los mejores servicios públicos de salud del Estado, Osakidetza no ha sabido o no ha podido liderar una estrategia asistencial que sobre todo protegiera a las personas más vulnerables; de repente, el rey ha aparecido desnudo de liderazgo, competencia y humanidad para afrontar una situación como la que seguimos viviendo. Fue entendible en el inicio de la pandemia, pero ya no lo es después de un año.

El espectáculo de falta de principios éticos y organizativos en la campaña de la vacunación no es más que una muestra de que los carnets del partido pueden servir para acceder a altos cargos, puertas giratorias o prebendas, pero de ninguna manera son garantía de competencia y ética profesional.

Y sin embargo hay que reconocer que el trabajo realizado por parte de la Consejería de Salud para que los medios de comunicación públicos y privados dediquen la mayor parte de su afán informativo a depurar datos y más datos de la pandemia es encomiable y muestra como en estos tiempos extraños Gobbels seria un triunfador en la ciencia de la comunicación política.

En este escenario las y los trabajadoras de Osakidetza nos movemos entre el hartazgo y la sensación de que todos los cambios vivido en los últimos meses han llegado para quedarse y que, si la precariedad y la falta de liderazgo eran ya un condicionamiento previo al covid, ahora ya existe la excusa perfecta para que el Servicio Vasco de Salud se vea aún más debilitado e ineficiente para el cuidado de la salud de la comunidad a la que servimos.

Lo cierto es que el deterioro de todo lo público no es exclusivo de Osakidetza ni de la CAV. Es toda una estrategia de los poderes económicos y de las multinacionales sanitarias para que el mercado de la salud adquiera muchos más consumidores entre quienes puedan optar por consumir cuidados en la sanidad privada si su poder adquisitivo se lo permite y abandonar al resto a su suerte.

Siento que no somos conscientes de la pérdida de cohesión social a la que estamos asistiendo, porque el cupo de las personas excluidas va aumentando, con jóvenes en paro interminable, jubilados con pensiones imposibles, y bolsas de pobreza cada vez más extendidas. Y esto trasladado a la realidad sanitaria es una pérdida de salud irreversible con un sistema público frágil y debilitado.

En medio del confinamiento se articularon iniciativas comunitarias para el acompañamiento y el cuidado que, excepto muy pocas excepciones, han ido desapareciendo. Sin embargo, creo que son vitales para hacer visibles las carencias y abrir espacios de respuesta colectiva antes de que el desmantelamiento de lo público se lleve todo por delante.

En el Estado hay una coordinadora de organismo y colectivos que llevan años alzando la voz en contra de las privatizaciones en la sanidad pública; buenas gentes coherentes y luchadoras con las que colaboro a nivel personal y que me enseñan día a día la importancia de ser y estar del lado correcto. El próximo día 27 de febrero convocan movilizaciones en todo el Estado para la derogación de las leyes orgánicas que permiten el desmantelamiento y las privatizaciones de los servicios de salud públicos.

Desde aquí toda mi solidaridad con ellas y con estar luchas que son de todas y todos.

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